El manuscrito carmesí (72 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Hoy Moraima ha sufrido un desmayo. Habíamos salido a ver los brotes del jardín. Siempre me ha impresionado observar cómo la delicadeza de un tallo —que no es nada, sino un presentimiento verde, una debilidad que un niño pequeño quebraría con su dedo— rasga un tronco agrietado y robusto, que ha resistido años y tempestades, y lo sobrepasa. Ante un retoño lo comentábamos Moraima y yo, cuando de pronto se ha llevado una mano a los ojos, ha movido la cabeza a un lado y a otro con suavidad, y se ha desplomado. Sólo me ha dado tiempo a alargar los brazos para evitar que se dañara contra el árbol o el suelo. Aturdido y sin saber qué hacer, le hablaba en voz baja, repetía su nombre, la sacudía con dulzura, le pedía que volviese pronto en sí, no sé qué le pedía.

Por fin —no ha tardado mucho en reanimarse—, Moraima ha abierto los ojos, ha sonreído un poquito, y me ha dicho:

—Estabas diciéndome algo, Boabdil. Perdóname, pero no te he oído bien.

La he besado en los labios, y se ha ensanchado su sonrisa.

—No hay mal que por bien no venga —ha susurrado—. ¿Me quieres ayudar a levantarme?

A instancias de Moraima, he empezado a salir de caza. No me atrevo a alejarme mucho, ni a pasar fuera más de dos o tres días, porque me preocupa ella. Está notablemente más delgada. Hasta mi madre, que no se fija más que en lo que le atañe, lo comentó la semana pasada.

—Quizá deberías de fijarte un poco más en Moraima, ahora que no tienes nada más acuciante que hacer —me dijo con elocuente ironía.

Nunca he sido un ardoroso aficionado a cazar. Comprendo que un infante de Castilla, en una época en que la realeza no estaba reñida con la cultura, escribiese que la caza es ‘cosa noble y apuesta y sabrosa’, pero, por mucho que lo intento, no logro que me guste su sabor. Reconozco que ayuda a paliar los daños que trae el ocio para el alma y el cuerpo. Y el ejercicio que supone, y la congregación de los amigos, y la sana rivalidad, y las huidizas aves, y la prodigiosa presteza de los perros, me atraen. Sin embargo, una vez ojeada y localizada la presa, yo detendría la marcha que ha conducido a ella. Porque también me atraen la elegancia de las garzas y la sombría tozudez del jabalí y el lastimero ajeo de la perdiz y la coronada agilidad del venado.

Esta actitud no creo que proceda, contra lo que dice Farax, de un exceso de blandura o de sentimiento; ni siquiera de una identificación con las víctimas, comprensible puesto que yo soy una. Es más bien porque hallo tan espléndida la vida de los animales, tan sujeta y bien regida por las leyes de la naturaleza, tan en consonancia con ella, que la caza por juego la considero como la infracción de un código que desconozco y que nos sobrepuja, al que un día estuvimos subordinados todos, y que el hombre comenzó a desdeñar cuando comenzó a perder, frente a lo que él opina.

Hasta mí no llegó la colección de animales exóticos que hubo en el bosque bajo de la Alhambra, que tanto me ponderaron en mi infancia como un dato de la disipada refulgencia familiar. Y es cierto que tampoco he cazado mucho en los bosques de la Sierra. Mi experiencia es muy corta: siendo adolescente, durante un mes de octubre, fui con mi tío a los montes de Fiñana, y maté un jabalí. Tardé mucho en olvidar —no lo he conseguido del todo— el rojizo rencor que había en su ojo, sólo vi uno, con el que me odió mientras moría. ¿Por qué inescrutable instinto supo que era precisamente de mí de quien su muerte provenía? Si rememoro con nostalgia aquellas jornadas es por la proximidad de Abu Abdalá, que con el aislamiento se acentuaba, y no por la mortandad que sembramos a nuestro alrededor (por descontado, él mucho más que yo). Matar a un ser cuya única posesión es la vida —no complicada, ni multiplicada, ni embellecida como la de los hombres puede ser, sino la vida pura y simple— es acaso el más grave de los delitos para mí. Dice Pero López de Ayala, un canciller cristiano, que en la caza los hombres toman el placer sin pecado, sirviéndose y aprovechándose de las cosas que Dios crió y puso a su servicio. A mí me gustaría estar de eso tan persuadido como él.

Aunque es posible que este razonamiento sea un mero y superficial ejercicio de dialéctica. Yo no desprecio un asado de buey o de cordero, y los tengo por excelente comida; en la Fiesta de los Sacrificios, aunque sobreponiéndome, yo degüello al carnero; y no se me ocurre hacerle ascos a un guisado de liebre: anteayer lo he comido. Acaso es una prueba más de mi egoísmo el que procure no ser yo quien extinga una vida, pero disfrute después de que otros lo hayan hecho. O a lo mejor, en definitiva, no es una cuestión de ética, sino de estética: cortar en flor un salto, un vuelo, un canto, un bramido de celo, no me produce satisfacción ninguna, sino más bien remordimiento por haber interrumpido su hermoso frenesí.

Claro que, aparte de mis libros, ¿qué otras distracciones puedo encontrar aquí? Durante unas semanas he mezclado ambos ejercicios: la lectura y la caza. He traído conmigo varios libros sobre ella. El mejor —del que todos proceden—es el de Isa Ibn Alí Azadi, tan sabio en cetrería e ilustrador de los cristianos. Su minucioso tratado se refiere, aparte de las aves y los perros, al modo de correr liebres y preparar las redes, al tiempo del reclamo y a los parajes favorables al rececho. No creo que nadie haya entendido de animales tanto como él.

Moraima me oyó un día hablar, entre suspicacias, del “Libro de la caza” de don Juan Manuel, y de las dieciocho aves amaestradas que, a su juicio, ha de tener todo gran señor para lograr una caza cumplida. Con habilidad y paciencia, encargando a éste, comprometiendo a aquél, la constante Moraima, en poco tiempo, ha reunido el bando entero: un gerifalte y un sacre, que son garceros competentes; cuatro neblíes abaneros, que no proceden precisamente de Niebla, sino de muchísimo más al Norte; seis baharíes de patas muy rojas, que mantienen entre ellos sigilosas y crueles enemistades; un azor, cuya ralea son las perdices; otro, cuya ralea son los ánades, y un tercero, cuya ralea son las garzas; un borní, que Abrahén el Caisí descubrió en una zona pantanosa cercana, y que es perseguidor de liebres; un gavilán, para dedicarlo a las garcetas y pájaros pequeños, y un esmerejón, muy parecido al azor, y al que yo ni de nombre conocía. Por si esto fuera poco, superando el elenco de don Juan Manuel, Moraima lo ha completado con dos halcones, malhumorados y cejijuntos: uno proviene del norte de Europa, y su precio ha sido un buen caballo, y el otro, un alfaneque, proviene de Marruecos.

—Y su precio ha sido un buen camello, ¿no es eso? —bromeé.

—No —me contestó Moraima riendo—, es un regalo del sultán.

—El Albayzín fue durante mucho tiempo el arrabal de los halconeros —agregué, y me volví a extraviar en el profuso bosque del recuerdo.

—Boabdil —me reclamó Moraima tocándome la mano—, aún sigo aquí.

Sé en qué pensabas; pero ¿tú sabes en lo que pensaba yo? En un poema que me recitaste en Porcuna: aquél que le destinó un secretario a Mutawaquil, el valiente sultán de Badajoz. Me olvidé del principio; lo sustancial es esto:

“Tú, que adornaste mi cuello con el collar de tus favores, adorna mi mano con un halcón ahora.

Hónrame con uno de alas límpidas, cuyo plumaje se haya combado frente al viento del Norte.

Lleno de orgullo saldré con él al alba, y jugará mi mano con el viento para apresar lo libre con lo preso...”

—En Granada había halcones —murmuré.

—En Granada sigue habiendo de todo, Boabdil.

—Quizá; menos sultanes —lancé un suspiro—. Tienes razón, Moraima. Recordar en sí no es ni bueno ni malo: depende de lo que se recuerde.

En una alquería, dentro de los límites de la alcazaba, han instalado la jauría. Los perros de montear son todos muy parejos; de una rudeza cariñosa, como pastores hechos a lo abrupto. Agradecidos y atentos a la voz del perrero, saben, no obstante, con una increíble sutileza, que yo soy el amo, y que en la cacería a mí será a quien sirvan. A veces alguno ha de ser apartado de los otros: entre ellos surgen extraños resquemores —sin duda fundados, pese a nuestra torpeza en entenderlos—, o peleas, que suelen ser mudas y a muerte, y que se desenfrenan como un rayo entre dos. Entonces, al apartado le atan una argolla a la carlanca, y la argolla puede correr por una larga cuerda fija a dos árboles distantes: eso le permite una amplia movilidad, que suaviza su traba.

‘Habría estimado en mucho este invento —pensé— durante mi cautiverio de Porcuna o de Castro... Aunque quizá fuese aún más estimable ahora, en este cautiverio de Andarax.’

Cuando contemplo el campo que nos rodea, tan fragoso y a la vez tan abierto, donde él sería feliz, echo a faltar a “Hernán”. ¿Qué hará ahora? ¿Se sentirá investido por un deber de vigilancia y escolta de mis hijos? ¿Cómo se llevará con Ahmad? ¿Y Ahmad con él, lo que es más peliagudo? Los perros y los niños se percatan, sin planteárselo siquiera, de quién los quiere y de a quién querer. (Me gustaría que a mí me ocurriese lo mismo: tampoco en eso he sido perspicaz.) Esta tarde, cuando saltó un gazapo debajo de mis pies, imaginé la sorpresa de “Hernán” y su alborozo al perseguirlo. O quizá, hecho a los hombres, su instinto se haya deteriorado —qué mala es nuestra influencia—, y prefiera su cazuela de arroz con zanahoria y carne, o las porquerías que come a hurtadillas y que, por ser prohibidas o robadas, le parecen manjares.

Entre los buidos galgos, formados sólo de viento, cuyo flexible y ondulado espinazo se curva bajo el halago de mi mano, hay uno negro, al que llaman “Prisa”. Es un prodigio de armonía. Tiene los ojos verdes, y está tan imbuido de su belleza que, salvo a la hora de la loca carrera, apenas si se mueve: permanece hierático, casi soñoliento y envuelto en su propia dignidad: como se figuran los que no han sido reyes que un rey debe de ser.

He llegado al convencimiento de que Hernando de Zafra me ha provisto de espías en Andarax. Me es indiferente: aquí no se conspira; cuando no puede sostenerse el trono desde el trono, ¿cómo va a recuperarse, ya perdido? Lo que me importuna es no saber quién es o quiénes son. Supongo que forman parte de la servidumbre, y que quizá su cometido sea espiar, más que a mí, a Aben Comisa y a El Maleh, que son quienes transmiten a Zafra las más fidedignas noticias sobre mí, si es que para los intrigantes hay alguna noticia fidedigna. No quiero obsesionarme con este espionaje; pero, en un lugar en que no ocurre nada sobresaliente, se propende a concentrarse en lo insólito: un ruido que se ha creído oír tras un tapiz, unas pisadas furtivas que se alejan, o, como anoche, un cuenquecillo que, en la oscuridad, se cae desde una taca (por propio impulso al parecer, como si los cuencos de aquí se suicidaran).

Farax se propone interrogar a todos los habitantes de la alcazaba, los criados los primeros. El alma de Farax es tan transparente que está seguro de que la profesión de espía se trasluce en los ojos.

Le he prohibido que lo haga. Me conformo con decir frases contradictorias, sembradas a voleo en la conversación: ‘En cuanto nos devuelvan a los príncipes —digo, por ejemplo—, cruzaremos el Estrecho’.

Para añadir unos momentos después:

’Andarax, con los príncipes, será otra vez la Alhambra; no añoraremos nada. Será bueno terminar aquí, retirado, mis días. Los espliegos y los mirtos del jardín crecen de prisa: en un par de años...’ Y enmudezco de pronto.

Un par de años de cansino tedio, de voluntario letargo para desmemoriarse, para desaprender, para postergar el pasado. Qué inmenso plazo visto desde ahora. Quizá antes de mirar al futuro, si es que eso existe, haya que cerrar mucho tiempo los ojos: dormir, o simular dormir. O quizá lo contrario: abrir los ojos como platos, pero sólo para el presente, para observar con minuciosidad cómo crecen el mirto y la alhucema.

Por la ventana entra el sol como un lebrel dorado. Se arrastra hasta mis pies sobre la alfombra; lame estos papeles en que escribo.

Cada día es más fuerte; el clima es extremoso aquí. El que se acerca va a ser un verano candente.

Hoy he tenido que refugiarme en el interior; fuera, hasta la sombra ardía, a pesar de la hora. He paseado a solas. Me alejé más de lo que suelo de la casa, y de súbito descubrí que estaba canturreando.

Sentí, no sé por qué, un poco de rubor. ¿De qué? ¿De estar alegre?

¿De estar alegre sin conciencia de estarlo, que es la mejor, o la única, forma de la alegría? Muchas tenebrosidades me rodean; sin embargo, el corazón del hombre es como un pozo: puede haber alacranes en él y también agua clara. ¿Habré de resistirme a esta bonanza porque sea un poco torpe? ¿No será mi desvelo por olvidar, diariamente reiterado, lo que me impide de veras olvidar? ¿Cuándo aprenderé a abandonarme, a desasirme, a dejar que la vida me maneje sin tratar de imponerle mis criterios?

“Aunque el alba sea oscura, el día está al llegar; cualquier rostro que gire hacia el sol será tan luminoso como el amanecer.”

Ayer lo leí. El poeta que lo escribió, como todo auténtico poeta, tiene razón porque tiene mucho más que razón.

“La noche partió el labio de mi alma con la dulzura de su conversación; estoy sorprendido de que alguien diga ‘la verdad es amarga’.

El alimento de los mortales procede de su exterior, pero el del amante de la vida está dentro: él regurgita y mastica como lo hace un camello.

Ningún hombre razonable conocerá nunca el éxtasis que cabe en la cabeza de un borracho.

Si el Paraíso no girara perplejo y enamorado lo mismo que un derviche, se cansaría de su giro y gritaría: ‘Basta. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo?’”

Anoche entró Farax en mi alcoba. Todo el campo era grillos que habían reemplazado a las chicharras; no a todas: algunas persistían, alentadas por el calor que no cedió con el crepúsculo. Farax, sin hablar, se quedó de pie frente a mí mucho tiempo. Hasta que yo, entendiéndolo, sonreí. Hizo entonces ademán de marcharse; pero antes preguntó:

—¿No necesitas nada?

—Sí —contesté.

Moraima no mejora con el calor.

Permanece inmóvil, con los ojos perdidos y las manos cruzadas sobre el regazo. Sólo cuando yo le hablo finge algún interés; pero hasta tal punto ha de hacerse violencia para fingirlo, que dudo si obro bien al dirigirme a ella. Un anochecer en que la temperatura se suavizó, quise animarla. Le propuse recitarle poemas, solos los dos, o llamar a los músicos, o visitar el jardín que ya está tachonado de jazmines. Había luna creciente y se exhibía la noche casi obscena.

Moraima, sonriendo, negaba con la cabeza.

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