Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
‘Dios lo llevó a las regiones de la felicidad, y lo vistió de su gracia, entre las dos oraciones de la tarde del miércoles de la luna nueva de Xabán del año de 899.
Tenía aproximadamente cuarenta años.’
Cuando hubieron colocado la losa, la leí despacio. Sentí no saber su edad con mayor precisión.
El lapidario, en la caligrafía, había cometido algún error; me pareció excusable: Dios también los comete. ‘Las historias de quienes tuvieron relación conmigo rezuman la desgracia, o se tuercen’, pensé.
Para evitar el agradecimiento de su familia, sin despedirme de ella, monté a caballo y volví a Fez.
¿De qué puedo ya hablar sino de entierros? Ayer enterré a mi madre. Deseé que los últimos rezos los vertieran los alfaquíes sobre su cuerpo en la mezquita de los Andaluces. Fue difícil atravesar la medina con el ataúd. Yo había decidido derrochar un poco del dinero que me queda para complacer la que habría sido su voluntad, y para que supieran los fasíes que se enterraba una persona regia. La comitiva fue muy cara, y muy enrevesado el trayecto hasta la mezquita desde donde yo vivo; pero imagino que mi madre estaría satisfecha, perturbando a sus semejantes hasta después de muerta. Al ver abrirse paso al cortejo entre la turbamulta de compradores, vendedores, paseantes, niños, asnos y camellos, muchos decían: ‘Es una tía del sultán’. Sólo los andaluces, cuando me divisaban enlutado, comprendían que era alguien de mi casa; pero nadie pensó que era mi madre: probablemente suponían que había muerto hace mucho.
A todo conocido que me encontraba, me preguntase o no, le conté cuáles fueron sus últimas palabras:
’Cuando regreses a reinar a la Alhambra, entiérrame en la rauda con los sultanes’. A ella le habría gustado haberlas dicho; ponerlas en su boca es lo menos que un hijo podía hacer. Al fin y al cabo, su vida consistió en imponerse y en dejar claro que estaba por encima de todos. Desde que salimos de Granada, muy pocas veces se había dirigido a mí. Ni siquiera cuando murió Moraima; entonces sólo dijo, sin mirarme:
—Creí que, por lo menos, sabría tener hijos. —Después volvió a la labor de aguja en que trabajaba, y añadió—: Ella remató su bordado antes de lo previsto; mejor, así no tendrá que soportar más degradaciones.
Anteayer mostró síntomas graves; se ahogaba. Una de sus mujeres me avisó. Cuando entré en su alcoba, agonizaba ya. Los ojos se le salían de las órbitas. Respiraba con un jadeo parecido al de una carreta atollada en el barro.
Entre los dientes le brotaba un chirrido que me angustiaba más a mí que a ella. Empecé a toser, como si fuese yo quien tuviese una flema, o como si mi carraspeo pudiese servirle de ejemplo para librarse del nudo que la estrangulaba.
—¿Me oyes? —le pregunté.
Me contestó que sí con la cabeza.
Quise pedirle perdón por tantas decepciones como a lo largo de mi vida le he proporcionado. Me excusé, eligiendo los términos, por haber defraudado su esperanza, por haber cedido a los acontecimientos desde mi niñez sin enfrentarme con coraje a ellos. Quizá fue una exposición demasiado extensa. Mi madre, engarfiados los dedos de la mano con que me asía el brazo, me lo apretó y dijo con agrio tartajeo:
—Déjate de historias. Llama al médico.
Convencido de que era inútil ya, y resuelto a que me perdonara, continué exponiéndole mis puntos de vista, mis exculpaciones, la vacilante seguridad de que no habría podido actuar de otro modo.
—Un refrán reza —murmuraba yo con prisa—: más vale que digan “aquí huyó” que “aquí murió”.
Y no pensaba en mí, sino en los granadinos: se acabó el Reino, pero no los hombres.
Sus dedos se clavaron en mi brazo con una fuerza increíble para una mujer tan anciana y en tales circunstancias.
—No me importa nada de lo que dices —me escupió—. ¿Qué me importa Granada, si me voy a morir?
Llama al médico. Quiero vivir.
Lo único que me importa es que me estoy muriendo...
Cuando apareció el médico que yo solicité, ella había muerto.
Sólo entonces me di cuenta de cómo se había reducido su cuerpo en todos estos años. Estaba allí fruncido, como el de una niña chica amohinada. Su rostro, arrugado y menudo, con todas las facciones apretadas, conservaba aún un gesto de desdén como si, hasta después de muerta, estuviese encolerizada contra mí.
Ante ella pensé que la historia de los nazaríes ha sido igual que la de cualquier otra familia, o la de cualquier otra persona; no hay de qué asombrarse, ni causas para elevar una querella. Algo nace, se eleva, se entusiasma, y después se debilita y cae: eso es todo. Igual que un juego en el que se apuesta con ilusión, y se gana o se pierde lo apostado; o se gana y se pierde al mismo tiempo. No se tiene nada firme hasta después, cuando el interés ya ha caducado; nada se sabe con exactitud hasta que ya pasó.
Se aspira a la felicidad, y en tal aspiración reside acaso la felicidad misma. Como la vida de cualquier persona: un juego, un amor, una música. ¿Y es que hay un juego, un amor o una música que no cesen un día?
El médico que no llegó a tiempo para ayudar a mi madre a expirar me visita alguna tarde. Ayer salimos juntos. A la puerta de una mezquita me indicó:
—Asómate. ¿Ves ese estanque lleno de peces? Ahí traemos a los niños bizcos para que, siguiendo un pez concreto con los ojos, pongan a trabajar sus nervios y se les corrija el estrabismo. Es un método indoloro y grato a los bisojos, que juegan y apuestan, y aman cada cual a un pez como si fuese suyo.
El físico reía. Y, pasada la calle de los notarios, me mostró una plazuela con un frondoso nogal entronizado en el centro. Al fondo de ella, en un amplio edificio, me dijo que está el maristán donde se alberga a los locos. Él va de cuando en cuando también a visitarlos.
—¿Como a mí? —le pregunté.
—Con más frecuencia (con mucha más de la que quisiera) y con muchísima menos confianza. Confieso que me dan miedo.
—Quizá dan miedo porque sienten miedo.
—La mayor parte son peligrosos en grado sumo —continuó—. Cuando les asalta ese furor frenético que no repara en nada, procuramos calmarlos tocando desde el patio música andaluza. Parece que escucharla los aseda. Y hasta hemos observado que mejoran después de oírla unas cuantas mañanas. Se quedan entre sumisos y alelados, como si el mismo Dios les tocara en el hombro y les musitara un recado al oído.
—No me extraña —le dije con tristeza—. Por el contrario, lo que a mí me faltaría para enloquecer definitivamente es escuchar un concierto de esa música andaluza que no he logrado, ni en sueños, separar de mi oído.
He mandado construir un alcázar cerca del cementerio de los mariníes. Para los toscos gustos de aquí, se trata de un palacio refinado, réplica de la Alhambra; cualquiera que conozca la Alhambra comprenderá que nada hay en mi casa que se asemeje a ella. Ni en mi casa, ni en ningún otro sitio: el alma no se copia.
Eso me dicen los visitantes granadinos, huidos de nuestra ciudad. Eso, y muchas más cosas.
Toda Andalucía se ha hecho cristiana, hasta el punto de no haber en ella quien diga en público: ‘No hay más Dios que Dios y Mahoma es su Enviado’. En los minaretes el obispo Cisneros ha instalado campanas; en las mezquitas, imágenes y cruces. Si alguien se rebela, es castigado con la tortura y con la muerte. Para que abjuren los musulmanes, se les dice: ‘Tu antepasado era cristiano y renegó, reniega ahora tú’. Se reconoce, pues, que la población de Granada estuvo llena de elches, de enaciados y de tornadizos, es decir, de gente que conservaba intacta la gana de vivir. Cisneros, desde junio a diciembre, bautizó a 70 mil musulmanes. La reina le decía: ‘Cuantos más cristianos y cuanto antes’. Las cabezas se bautizan, no el alma.
Y, como siempre, se ha alzado mi Albayzín, mi predilecto. ‘O conversión o muerte’, es la consigna de los atropellos. Espero que, como me decía Faiz, muchos sigan adorando a Dios en los rincones de su corazón; pero también espero, por desgracia, que los sorprendidos serán quemados. Cuando se quiere extirpar lo que sea —una raza, una religión o una forma de vida—, el que tiene la fuerza no duda en emplearla.
Yo trato, sin embargo, de reanimar a los emigrantes andaluces diciéndoles:
—Granada pertenecía a Dios, y a Él volverá. Cuanto sucede está escrito en el libro del Altísimo, que no se cierra hoy.
A pesar de mi buena intención, no creo que eso les sirva de consuelo; a mí tampoco me ha servido nunca.
De tiempo en tiempo, en fechas indecisas, releo una o dos páginas de estos escritos con la vaga curiosidad que despiertan los asuntos ajenos. Tal arbitraria manera de leerlos ha acabado por introducir su incoherencia en mis recuerdos.
Confundo la intensidad de lo que cuentan, lo que representaron y su cronología. Si me encuentro animado, agrego unas líneas en los márgenes, o anoto algo ocurrido después de lo ya escrito. Eso he hecho en este instante.
Hace unos meses me dio por pasear a menudo a través del infinito y diligente hormiguero que es la medina, donde todas las profesiones hallan incómodo acomodo.
Posee, o la poseen a ella, tres círculos: el de los artesanos, el del zoco y el de las viviendas.
Pero es todo confuso: dentro de ella el pueblo entero vive junto como en una gran casa. Las calles son, en realidad, pasillos breves.
Sus habitantes oyen la misma voz: la del almuédano, paternal y esperada; huelen los mismos olores punzantes de aliños y de yerbas; van caminando hacia los mismos sitios; adoran al mismo Dios, y reposan o rezan sobre la misma estera. La medina es su única casa, no tienen otra; la de cada uno es demasiado pequeña para vivir en ella: es un simple cubil en el que duermen un poco para salir de nuevo, en cuanto amanezca, a aislarse o reunirse.
Tienen una cultura —¿o ella los tiene a ellos?— diestra en largas paciencias. Son capaces de sentarse a solas y pensar, o capaces de no pensar en nada, o de agruparse en corrillos taciturnos, en los que a veces zigzaguea una sonrisa idéntica por todas las bocas y por la misma causa tácita. Una cultura que, al parecer, se resigna y dormita; pero al parecer sólo. Su común lujo es el verdor y el agua —la estancia en el desierto está aún muy próxima—, no la conversación; el narrador de historias es el que debe hablar. Veo aquí lo que en Granada, desde arriba, no tuve oportunidad de ver; y comprendo, más desde dentro, lo que en Granada ni me planteé.
Un hombre, que viene desde el campo, arrea a sus cuatro burritos hablándoles como si fuesen cuatro personas fatigadas y levemente tontas. En una puerta, tan baja que para poder pasar por ella es preciso descender dos peldaños, leo:
’El ojo del envidioso tiene una espina’. La luz traspasa y juguetea con los cañizos que cubren las callejas. En las azoteas, las alfombras despliegan sus elegantes colores desvaídos. El secular martilleo de los latoneros marca el ritmo de la existencia. Un ciego canturrea su demanda —’Dadle algo a Dios’—, avanza con incalculable morosidad, y se lleva sin cesar la mano a la cara como si se lavase.
Un hombre tan viejo como el mundo se aleja con dos grandes peces en la mano. Dos carpinteros aserran riendo las maderas de un ataúd, cerca de un almimbar ya casi concluido. Paso por la concurrida entrada de unos baños. Paso por una tienda de alcandoras rayadas, donde el sastre cose y trenza a la vez los hilos, sujetos —tirantes y cuatro en cada mano— por un niño de la estatura de un escabel. Paso junto a una jaula donde se arrullan amorosamente dos tórtolas desplumadas y sucias. Paso bajo pozos de luz, que se respetan como ninguna otra cosa, ante una esquina, delante de una puerta, en medio de un pasaje techado y oscurísimo. (¿Qué indica aquí lo que es una calle y lo que no, lo que es un zaguán o una travesía? Se ha conseguido una alta perfección: simular, en pleno día, la noche.) Paso ante montones de aceitunas sobre los redores de esparto de las almazaras: negras, moradas, verdes, como piedras preciosas; mientras las admiro extasiado, un burro que cruza defeca sobre ellas. Paso ante un babuchero, que sujeta su labor sobre la rodilla por medio de una correa pisada, y mueve la cabeza al son de una melopeya que no entona. Paso ante un metalista, que elige entre treinta o cuarenta broqueles diferentes como el que escribe elige una palabra. Paso ante la opulencia de las verduras: desde el cilantro, cuyo sabor a vacío abre sitio a los otros, al apio, al perejil, a las rotundas frutas y hortalizas; entre ellas, los pescados verdes del río y los quesos de cabra apresados en diademas de pleita. Paso ante un carro de cabezas cortadas: terneras, ovejas, cabras, bajo la luz del sol que, hecha añicos, salpica de dibujos de oro la cochambre. Paso junto a los camellos de una caravana, de andar torpe y enredado, que me recuerdan a un hombre que conozco, día tras día afligido sin solución posible, un hombre que desea morir. (Jamás he asimilado el misterio del porte altivo de los camellos. Cargados, doblegados, hambrientos y sedientos, mantienen —a pesar de su extraña fealdad— la pausa y el compás de su zancada, y el cuello erguido.
Al verlos, me hiere siempre un sentimiento de fraternidad; un rey no ha de ser como un caballo purasangre, sino como un camello: eso lo he aprendido cuando no me era útil.) Al querer salir de la medina, me extravío, y ya orientado, me vuelvo a extraviar. Sólo hay una cosa patente en este laberinto: su fin es descarriar a quien no le pertenece.
La ciudad de los vivos, en Fez, se levanta en un hoyo entre cementerios. Señalando las colinas llenas de tumbas, los fasíes sonríen y afirman que ellos prefieren el más allá. ‘Es más bello —dicen—. Los fundadores de la ciudad lo demostraron dejando para los muertos lo mejor.’ Frente a la Puerta de la Ley —o del Hombre Quemado, que alude a mi paisano Ibn al Jatib, cuyo cadáver fue expuesto en ella—, junto a la que paso para ir a la medina, hay unas lomas suaves llenas de enterramientos entre olivos. Cuando los veo desde mis ventanas, como escarbabueyes posados, pienso que no sería un mal sitio para descansar, si es que la muerte mata.
Antes de descender a la ciudad, la contemplo desde el mirador de mi alcoba. Las azoteas la cubren.
Ellas ofrecen, para el amor y otros encuentros, un camino más hacedero que los de la medina.
Abajo y frente a mí veo, como desde la Alhambra, un Albayzín; con menos huertos y menor blancura, pero escucho sus aguas. Al fondo, no tan alta como la mía —¿es mía aún Sierra Solera?—, hay otra sierra igualmente nevada; pero no a mis espaldas, sino delante, como si mi transida cabeza hubiera enloquecido, o el horizonte de Granada se hubiese dado media vuelta. Según las estaciones —ahora es otoño—, bajo un cielo de un monótono azul, vela una bruma las colinas que circundan el hormiguero.