El manuscrito carmesí (78 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Yo —ha contestado sonriente.

—Pues yo no. No porque mire, que sí miro, con más reiteración hacia atrás que hacia delante (lo hago porque tengo más trecho por detrás, y el trecho resulta que soy yo); no porque me sienta viejo (la diferencia entre una edad y otra no se discierne con un número); no porque olfatee más próxima la muerte (la muerte está en la vida, y más en la medida en que transcurre). Por lo que procuro comprenderla es para sentirme yo.

—No mires hacia atrás, Boabdil: mírame a mí.

—Si no miro hacia atrás (y además allí estás tú tanto como delante) tropezaré: ésa es la paradoja. Y si miro sólo hacia atrás, tropezaré también: ése es el callejón sin salida en que reside la tragedia. De ahí que procuremos concebir el pasado y falsearlo, para asirlo mejor y hacerlo nuestro y asegurarnos por lo menos de él.

—¿Es que el pasado no es cambiante? —ha repuesto Moraima—. No sólo las cosas pudieron suceder de otra manera ayer, es que de verdad sucedieron de otra manera distinta a aquélla como la recordamos. Yo lo veo muy claro: confundimos lo imaginado y lo vivido. Y es porque deseamos referir nuestra propia historia con nitidez, y nuestra historia fue nítida en muy cortas ocasiones.

En mi opinión, Moraima arguye, sin quererlo, mejor que yo. La vida es, en efecto, una enrevesada continuidad de rupturas, un rumor de manos agitadas que nos dicen adiós. Nos ausentamos de ciudades, de casas, de cuerpos, de amores y de desamores, de soledades y de compañías, de convicciones y de debilidades. ¿No estoy yo violentando este presente desde la mañana en que murió Jalib, o desde la mañana en que me derrotaron en Lucena, o desde la mañana en que entregué Granada, o desde la mañana en que enterré a Farax? ¿Y es en esa violencia en lo que la libertad consiste? ¿Retornaría por mi voluntad a la hora que precedió a alguna de esas, o de otras, mañanas? ¿Y el dolor ya sufrido?

¿No se reducirá el presente, sobre todo, a defenderse de ciertos aspectos del pasado por medio de una selección de las despedidas, una selección que a nuestros ojos es inteligente, pero acaso sólo a nuestros ojos? Porque vivir no es más que estarse diciendo adiós a uno mismo, mucho más que al resto del mundo. Vivir —¿cómo iba yo a confesárselo a Moraima?— es una soledad resonante de adioses. Tal es su única melodía: una melodía que tratamos de no oír.

—Toda historia —dijo Moraima y rompió el silencio— estará siempre mal contada, porque todo narrador elige siempre lo que quiere contar, y porque cualquier cosa cabe dentro de cualquier historia.

Hoy, 8 de julio, he firmado por fin la capitulación con los reyes de Castilla. Les vendo los bienes que me reconocieron hace un año y medio, y me comprometo a pasar a África, desde el puerto de Adra, con cuantos deseen acompañarme.

Los reyes han retirado sus defensas de las costas de Almería, lo cual quiere decir que se hallan en buenas relaciones con los sultanes africanos. Ahora espero con impaciencia la contestación del de Fez. El Maleh me asegura que no he de preocuparme: al mismo tiempo que yo envié a Mohamed Ibn Nazar, Zafra envió un emisario de los reyes para certificar que mi exilio contaba con su beneplácito.

Estos reyes cristianos son ubicuos, casi como su Dios.

Me han llegado a la vez dos comunicaciones: la respuesta de El Watasi y una carta de Zafra. La primera es también un poco inacabable: me acogerá en su reino con todo el placer de que es capaz —no será mucho: los africanos no han avanzado por esa senda aún—, como si se tratase de su misma persona.

Zafra, por encargo de los reyes, me traza el itinerario que he de seguir hasta Adra. En Adra hallaré surtas dos carracas genovesas para mí y los míos. Hasta el final y más allá tendré que dar las gracias a mis verdugos, que encomiendan con caridad ‘mi vida y mi salvación a las manos de Dios’.

Moraima, ya muy incómoda, y yo nos proponemos uno a otro proyectos muy prolijos.

—Necesitaremos dos o tres vidas para cumplirlos todos —le advierto.

—¿Y es que no vamos a tener dos o tres vidas? —me replica simulando una gran decepción.

Ahmad y Yusuf, liberados a veces de sus ayos y de sus mentores, se agregan a nosotros en nuestros paseos. Ahmad lleva consigo a todas horas el cachorro de alano que por fin me aceptó. Es feo y muy gracioso, como una talega plegada que el tiempo se ocupará de rellenar. El primer día quiso que le pusiese nombre.

—¿Te parece bien “Din”? —le sugerí.

—”¡Din!” “¡Din!” —vociferó Ahmad. El cachorro arrugó el entrecejo como si se supiese llamado—. “¡Din!” —repitió su dueño una vez más, abrazándolo.

En este mundo ya hay otro perro “Din”. ¿No se muere del todo?

Quizá es el nombre lo que más importe.

El calor, sofocante, mortifica a Moraima. Ojalá su buena hora no se retrase mucho.

Las mujeres dan por descontada la facilidad del parto. El médico Yusuf me tranquiliza: el embarazo ha sido tan normal que los estudiantes de la madraza podían haber aprendido en él cómo han de ser los embarazos.

Si supiese cantar sin asustar a los que me oyen, entonaría el viejo zéjel de Ben Quzmán:

“Bendito sea aquel a quien dan parabienes por su hijo.

Echad velos sobre el niño, formulad votos de buena ventura, sahumad a su alrededor y escribid sobre la cuna en rojo:

’Niño, di _’No hay más Dios que Dios’_

Moraima ya no me sigue la corriente en los proyectos; se niega a hacer planes remotos: siente el más inmediato demasiado próximo.

El orden de la casa lo ha dejado en manos de mi hermana, que no sirvió nunca para tal menester. Mi madre mete su nariz por doquiera, y todo anda manga por hombro; pero eso, al involucrarnos a todos en un grato desorden, aumenta más la común expectativa. Es como si todos ayudáramos con nuestro sacrificio y nuestra resignación al parto de Moraima. Ahmad y Yusuf conspiran en los pasillos, seguidos por “Din”, apostando cómo será —si rubio o moreno, o sea, si como uno o el otro— el hermanito que ya adoran.

Las mujeres han preparado toda clase de amuletos, de supersticiones no siempre conocidas, de incontables y delicadas ropas. Sé que se suavizan las manos con piedra porosa y se las tiñen con la mejor alheña. La alcazaba entera se adorna y se adereza para darle la bienvenida a mi hijo.

Éste sí va a llamarse como yo, por si verdaderamente es el nombre lo que más importa...

He vuelto de Mondújar, de dar tierra a Moraima y a mi hija.

Al cerrar para siempre estos papeles, ha caído de entre ellos el pétalo seco y mordido de una rosa amarilla.

Han pasado dos años desde la última anotación que hice en estos papeles.

¿Es eso lo único que ha pasado: dos años? Se diría que ha pasado todo cuanto puede pasar.

Estoy instalado de una manera provisional —¿de qué otra puede instalarse el hombre?— en Fez.

Algunos de los míos merodean; son los que, fuera de mí, no tienen otro medio de vida, y los que no la conciben sin servirme.

Fez es una ciudad en declive; yo sé bien cuándo lo es una ciudad.

Su decadencia política es muy visible: los mariníes han perdido el impulso inicial; aquí una dinastía no dura mucho sin debilitarse (ni aquí ni en ningún otro sitio). Su declive económico lo provocan las anarquías y las guerras, que entrecortan los intercambios comerciales con la Cristiandad. Su declive intelectual, si es que en algún momento estuvo en alza, es el más evidente. Aunque la fachada es todavía brillante (las ciudades, como la luz de las estrellas, tardan en apagarse aun después de muertas), tras ella hay un vacío muy profundo. Un vacío que se acentúa cada día, porque el sultán, en lugar de mirar hacia el Sur, que es de donde siempre le ha venido el peligro a esta nación, mira a Europa. Sea como quiera, no es cosa mía.

Salí de Andarax (alguien que los demás tomaban por mí salió de Andarax), sin levantar los ojos, el día en que cumplí 31 años.

En Adra, a pesar de que el calor se prolongó ese otoño, corría un aire fresco.

No sentía nada, ni ganas de llorar: las despedidas son mi oficio.

En la dársena, tranquila y temblorosa, flotaban dos carracas, ‘horras y libres y francas de todos los fletes y derechos’: fue la única palabra que cumplieron los reyes con tal de que me fuera. A la que me habían reservado y a la otra subieron 1.120 personas, entre mi familia y mis alcaides y las suyas, y los criados de todos.

Mientras lo hacían vi, entre los malecones que forman la bocana, una raya oscura que separaba la plata del mar libre —ya no mío— de la plata del puerto —ya no mío—.

‘Como una loriga de escamas deslumbrantes —pensé—. El Corán dice que el primero que vistió una cota de malla fue David.’ Luego pensé:

’¿Para quién pienso?’ Más allá el mar era ya azul. Y el cielo, arriba, azul; sólo unas nubes desdeñosas. Sobre el horizonte, sin embargo, aún era blanco el cielo.

No quise verlo; me volví. En la tierra, una palmera con largas barbas sin podar. Alargué la mano señalándola como para decir: ‘No puede descuidarse una palmera así.

¿De quién es la desidia?’ Me contuve; bajé la mano. Aquello nada tenía que ver conmigo ya. El extremo del velo, llevado por el aire, me cubrió la cara y me rozó los ojos. Había una excesiva luz, blanca también, aguzada e hiriente.

Los ojos me lloraban. No yo, mis ojos.

Volví otra vez la cara. El pelado paisaje, en sucesivas ondulaciones, crecería desde las bajas tierras de Almería hasta las alturas próximas a Granada. Desde allí venían hacia el mar unas nubes espesas. Se insinuó un leve viento. Se estremecieron las velas de las naves. Yo, también.

En la atalaya de la alcazaba aleteaba el pendón de Castilla.

Lo último que veía de mi Reino andaluz no era hermoso. Agradecí a Dios que no lo fuera.

El viaje por tierra hasta Fez fue tan duro que mi madre, alegando la fragilidad de los niños, me rogó que volviéramos grupas y nos quedásemos en cualquier ciudad del Norte. Yo, hecho a penalidades, no quise ahorrarme ya ninguna.

Cuando llegamos a Fez, nos habían precedido la peste y el hambre que se propagaron desde Túnez. Muchos de sus moradores, que la dejaban, se cruzaron con nosotros. A mí me pareció una buena ocasión de terminar; sin embargo, a muchos de mis acompañantes se les ocurrió que era una prueba a la que Dios sometía a mis leales, y consideraron llegada la hora de dejar de serlo. Unos se desparramaron por el reino; otros volvieron a Granada para convencerse de que, tras de lo malo, hay siempre algo peor. Yo estaba anticipadamente convencido.

En Granada, según he ido sabiendo, los mudéjares están obligados a llevar un capuz amarillo y una luneta azul sobre el hombro derecho. Los reyes, cuando comprobaron que los musulmanes más humildes habían decidido permanecer allí, incumplieron una por una todas las capitulaciones. Los han recargado de tributos; los tratan con menosprecio y crueldad, y los someten a tiránicas leyes. Se ha prohibido hacer desde las mezquitas el llamamiento a la oración, y se les empieza a expulsar de la ciudad que era suya, y a relegarlos a los arrabales y alquerías, en donde se retraen empobrecidos, envilecidos y afrentados.

Y si este primer rey, el más sujeto a su compromiso, no lo guarda, ¿qué nos reservarán sus sucesores? Nuestra caída no llegó todavía a lo más hondo. ¿Por qué se calla Dios?

He estado en Tremecén. Varios viajeros me notificaron que allí residía mi tío Abu Abdalá. Al principio, corrieron rumores de que estaba en Vélez de la Gomera, y de que, por su traición contra mí, lo habían cegado los jueces con una bacía de azófar al rojo, y que se alimentaba de la mendicidad.

—Anda lleno de harapos —añadían—, y sobre ellos lleva un cartel que dice: ‘Éste es el desventurado rey de los andaluces’.

Con él conmueve a la gente para obtener limosnas.

Sentí que un puño me agarrotaba el corazón, y me propuse ir sin demora en su busca. Fue entonces cuando Ibn Nazar me acreditó, con pruebas, que habitaba en Tremecén.

Cuando llegué, lo más velozmente que pude, había muerto hacía un mes. Sus hijos, no sobrados de dinero, me mostraron su tumba dentro de un cementerio popular. Estaba de pie ante ella cuando se me acercó balanceándose una mujer de aire humilde y muy gruesa, que me besó la mano.

—Soy Jadicha —me dijo, y se deshizo en llanto.

‘No es Jadicha —pensé irritado—. ¿Cómo va a ser Jadicha, afilada y tonante, esta ballena?’

Los ojos, no obstante —lo que se adivinaba de ellos entre los párpados espesos—, sí eran los suyos.

No me atreví a besarla. ¿Cómo profanar mi recuerdo de Jadicha besando semejante estropicio?

Mandé grabar una estela muy rica, igual a la de los sultanes de la Alhambra. Yo mismo redacté el texto: ‘En el nombre de Dios clemente y misericordioso. Que Dios bendiga al Profeta Mahoma y a sus descendientes. Éste es el sepulcro de un sultán muerto en el destierro, extranjero, abandonado en medio de sus mujeres. Después de haber hecho la guerra contra los infieles, lo hirió con su decreto el destino inflexible; pero Dios le otorgó resignación a medida de su infortunio. Que el Señor derrame siempre sobre su sepulcro el rocío del cielo’.

Y acto seguido especifiqué:

’Éste es el sepulcro del sultán justo, magnánimo, generoso, defensor de la religión, cumplidor, emir de los musulmanes y vicario del Señor de los Mundos, nuestro dueño Abu Abdalá, el Vencedor por Dios, “el Valiente”, hijo de nuestro señor el emir de los musulmanes Sad, hijo de nuestro señor el santo Abul Hasán, hijo del emir de los musulmanes Abul Hachach, hijo del emir de los musulmanes Abu Abdalá, hijo del emir de los musulmanes Abul Hachach, hijo del emir de los musulmanes Abul Walid, hijo de Nazar el Ansarí, el Hazrachí, el Sadí, el Andalusí.

‘Que Dios santifique su sepulcro y le depare en el Paraíso un lugar elevado. Peleó en su reino de Andalucía por el triunfo de la fe; se aconsejó sólo de su celo por la gloria divina; prodigó su generosa vida sobre los campos de batalla en los acerbos combates en que los innumerables ejércitos de los adoradores de la cruz caían sobre un puñado de caballeros musulmanes. No cesó, en los tiempos de su poder, de combatir por la gloria de Dios; dio a la guerra santa cuanto ella exige, y alentó a sus guerreros cuando vio que flaqueaban.

‘Llegó a Tremecén, donde encontró la benévola acogida y el afecto que merecían sus desdichas.

La muerte le sorprendió en tierra extraña, lejos del Reino de sus abuelos, los grandes sultanes nazaríes, sostenedores de la religión del Elegido.

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