El manuscrito carmesí (37 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Desconozco a ciencia cierta qué van a decidir sobre mí los de fuera: ni los míos, ni los contrarios, si es que los míos no son también contrarios. Hay horas en que me descorazono y me gustaría morirme antes que seguir pasando por el tiempo como quien nada en el vacío. Horas en que me interrogo para qué vivo, qué significo y para quién... Comencé a leer por distraerme y aprender algo de lo muchísimo que ignoro; comencé a escribir para mis hijos con una porfiada y gratuita esperanza. Ahora ya no sé por qué hago lo uno ni lo otro; ahora me da lo mismo leer que no leer, escribir o dejarlo. La esperanza se ha muerto antes que yo.

‘Hernán’ ha cumplido un par de meses. Ayer pedí que lo dejaran pasar la noche conmigo, y mandé poner para él un cojín a los pies de mi cama. Como era la primera noche sin su madre, lloriqueaba con incansable obstinación. Sentía la soledad como un dolor desacostumbrado e insufrible que no se amortiguaba. No quise avisar a los criados. Cuando prendía el hachero, me miraba desde abajo, quieto y triste, dejando ver dos lunillas crecientes en sus ojos. Fuera de mí, nunca he presenciado de cerca tanta orfandad, tal desamparo, una criatura viva y próxima tan inerme y tan tierna. “Din” siempre actuó con mayor seguridad.

Me puse en cuclillas frente al pequeño “Hernán”, fui a acariciarlo para probarle mi solidaridad, y se dio repentinamente la vuelta.

Se quedó boca arriba, con la pancilla al aire, indefenso, gordito, desvalido, encogidas las patas, más crecientes que nunca las lunas de sus ojos. El hombre es un animal como los otros que, si piensa suficientemente, deduce que es un animal como los otros: ésa es toda la diferencia. Lo que pasa es que el hombre no piensa suficientemente casi nunca. Tuve una apremiante tentación de coger al perrillo en mis brazos y acunarlo, pero era preciso que se educara desde el primer momento. A “Din” lo retiraban de mi lado cada noche, salvo aquélla en que me despertó a lametazos porque había resuelto recuperarme y no escapar de mi dominio... “Din”, y ahora “Hernán”.

Los otros que he tenido eran perros de caza, acompañados por el resto de la traílla. Pero éste aquí está solo. Igual que yo.

‘Solo’ me repetí mientras apagaba el hachero. ‘Qué fatigoso acostumbrarse.’ Y luego, en alto, a “Hernán”: ‘Es necesario adquirir buenas maneras si quieres convivir con los demás. Los hombres os exigen lo que ellos no hacen nunca.

No te puedo coger. A la soledad nos acostumbramos todos, ya lo comprobarás. ¿No me he acostumbrado yo, desde que tenía tu edad sobre poco más o menos?’ “Hernán” gimoteaba. Parecía cansarse un momento, pero era sólo para gimotear más fuerte. Yo, apenado, cumplía mi triste obligación de hacerme el sordo. Hasta que el cansancio me adormeció.

De improviso, me despertó el silencio. ‘Pronto ha aprendido.

Es muy listo’, pensé. Prendí la luz. El cojín de “Hernán” estaba vacío. No tuve más remedio que reírme. Y tan listo: “Hernán”, acomodado junto a mi almohada, estaba por fin satisfecho y dormido.

Aún suspiró un poquito. Lo dejé.

Si mi contacto lo acompañaba, ¿cómo podría negárselo? ¿No era para acompañarme para lo que yo lo había aceptado? ¿Es que no sucede lo mismo con los hombres? Su manera de darnos compañía es pedírnosla, hacer que nos sintamos imprescindibles para alguien, erigirnos por amor en padre y madre y Dios. Yo, persuadido de que acababa de perder también la batalla de las buenas maneras, me dormí abrazado al cachorro. Los dos dormimos bien.

Las diligencias de mi rescate se han iniciado ya. No se me oculta que serán menos impetuosas de lo que desearía. El alcaide comendador ha recibido orden de informarme puntualmente de ellas. No sé lo que el rey Fernando entenderá por eso: imagino que ponerme al tanto de lo que a él puntualmente se le antoje.

Los primeros pasos, por lo visto, fueron los de mi padre. Los dieron dos emisarios consecutivos.

El dueño y señor de Granada envió, en primer lugar, a un caballero sevillano al que otorgó la libertad con tal motivo; por lo que me dicen, se trata de don Juan de Pineda. Con el achaque de negociar la liberación de otros cautivos, se presentó ante el rey Fernando para exponerle una de estas dos pretensiones: o la prolongación de mi cautiverio, o, aún mejor, el canje de mi persona y las de mis más notorios partidarios a cambio del conde de Cifuentes, asistente de Sevilla, preso en Granada desde lo de la Ajarquía, y de otros caballeros que eligieran los reyes. El segundo emisario, con idéntica propuesta, ha sido un mercader de Génova, Francisco Centurión, relacionado por su comercio con la corte cristiana. Sin duda la máxima aspiración de mi padre es conservarme preso en su poder, lo que le ofrece más garantías que el hecho de que me halle en poder del enemigo; aunque lo que más garantías le ofrecería —y temo que sea su determinación última— es no conservarme en absoluto, ni libre ni cautivo. El mejor competidor es el competidor muerto.

Por su parte, mi madre ha enviado a Aben Comisa con Alí Alacer y otros nobles. Propone, por mi libertad, un pago anual de doce mil zahenes —que equivalen a unos catorce mil ducados castellanos, me dice Alarcón— en concepto de parias y acatamiento del señorío de los reyes (o sea, que se resigna a reconocer el vasallaje, lo que es en ella una arrolladora declaración de amor); la entrega de cuatrocientos cautivos de los que se hallan en las mazmorras de la Alhambra, más sesenta cada año durante cinco (con lo cual se asegura taimadamente de que los reyes me repondrán y mantendrán en el trono), y, como rehenes, diez jóvenes hijos de dignatarios adeptos a mi causa. Insinúa que acaso podría subir el número de cautivos entregados, según su rango e importancia, e incluso el montante del rescate en dinero. Pero parece ser que los reyes exigen, además de los diez o doce jóvenes rehenes, a mi hijo Ahmad, que no tiene más de dos años, y a mi hermano Yusuf.

Esta condición última sin duda desalentará a mi madre. Ella, en donde está y sin mí, puede conseguir que mis partidarios proclamen a Yusuf en lugar mío; o, si mejoran las circunstancias y se ve con influjo suficiente, que se le conceda la regencia de mi hijo. Jugar esas dos posibilidades contra una sola, y tan amortiguada, le parecerá correr un riesgo demasiado grande.

La conclusión a que llego —y temo que los reyes también— es que, por lo pronto, continuaré cautivo; digan lo que quieran, para todos soy más útil aquí.

No hacia falta que, de fuentes que no mencionaré, me hayan llegado otras noticias. Los reyes, aún antes de considerar las ofertas, se han planteado la conveniencia de liberarme o de mantenerme en prisión. Dos opciones predominan entre los Grandes del Consejo. Don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, a la cabeza de uno de los bandos, entiende que es más beneficioso continuar la guerra estando yo en Porcuna y apartado de ella; de esta forma se actuará contra un sultán viejo, enfermo y no amado por sus súbditos, en lugar de ir contra un caudillo joven, rodeado de fervorosos partidarios, valiente y muy querido. Conmigo en libertad —opina el maestre, exagerando más de lo imaginable lo que a mí se refiere—, la conquista sería más gravosa y más cruenta.

Por el contrario, don Rodrigo Ponce de León, el influyente marqués de Cádiz, juzga que, una vez obtenidas las condiciones más favorables, debería concedérseme la libertad. Mi libertad —razonasería muy útil para atizar aún más el fuego de la discordia entre mi padre y yo, entre sus partidarios y los míos; las luchas intestinas desangrarían definitivamente nuestro Reino, y se desperdigarían nuestras fuerzas en guerras civiles y en odios de partidos, encaminándonos así apresuradamente a nuestra propia destrucción.

Es incuestionable que el marqués de Cádiz, nacido en la frontera y ejercitado en ella, nos conoce mejor que el maestre de Santiago. A pesar de ello, ¿qué resolverá la astucia de Fernando, tan superior a la de todos?

Mientras aludía una vez más a la incógnita batalla de Estepa, en la que él era el arcángel Miguel, el alcaide —no sin envidia y con algún comentario zizañoso— me ha enumerado las recompensas que los reyes han tenido a bien conceder al conde de Cabra y al alcaide de los Donceles por haberme aprehendido.

Sin un aviso previo, ha llegado ya el frío. Aparte de la chimenea, que aún me produce espanto, pues es tan grande que podríamos don Martín y yo conversar dentro de ella, he solicitado un brasero, junto al que me encuentro más cómodo y seguro. Como si de una conseja castellana se tratase —de las que ellos cuentan para aliviar el aburrimiento en las largas noches al amor de la lumbre, que es el único amor de que disfrutan—, el alcaide me ha puesto al tanto de lo sucedido en Vitoria, una ciudad del Norte de la Península, donde los reyes tienen su residencia ahora.

Allí la reina trata de la boda del príncipe don Juan con una princesa de la casa de Francia.

[Esa boda no se hizo. Al infeliz príncipe lo casaron con una archiduquesa austríaca muy voraz de los placeres de la carne; tanto, que agotó la salud y la vida de su esposo. A los médicos y confesores que insistían en separar sus cuerpos, ya que con tanta unión se aniquilaba el del joven marido, la reina, capaz, con tal de mantener su voluntad, hasta de tirar piedras contra el propio tejado, solía responder: ‘Lo que Dios ha unido no lo desuna el hombre.’ Con lo cual se quedaron sin el único heredero masculino. No todas las mujeres se asemejan, pero doña Isabel y mi madre, sí, y mucho. A mí la reina no tuvo escrúpulos en separarme de Moraima; se conoce que el enemigo se le mide con los preceptos de otro Dios: el cruel dios de la guerra.] Tío y sobrino llegaron a Vitoria por separado; desde la polémica de Lucena han roto entre ellos toda relación. Fueron acogidos —algo mejor el tío, al parecer— por otros señores y el cardenal de España. Los condujeron ante los reyes como suelen los cristianos, entre añafiles y trompetas. Les otorgaron privilegio de asiento ante las regias personas, lo que es mucho, y los convidaron a cenar. Doce platos sirvieron; cada vez que traían uno nuevo, tocaban atabales y ministriles. Luego se dio una fiesta, a la que asistió la infanta doña Isabel, prometida del rey de Portugal, y otras treintaitantas damas muy ataviadas de brocado y chapado. [Esta infanta es a la que después llamaron “reina Santa”. Enviudó hallándose en su primer embarazo, y a poco murió también su hijo, que iba a heredar España y Portugal. Volvió a casarse con el siguiente rey de Portugal, cuya boda se había pactado con una hermana de ella; pero se casó con la estricta condición de que en aquel reino se implantase el Tribunal de la Inquisición, aún no disfrutado por él. Como dicen aquí en Fez, feliz rama la que se parece a su tronco.] Danzaron todos, hasta los reyes; pero como hacen ellos: por parejas de damas con damas y de caballeros con caballeros, lo cual no sé si a la larga resulta divertido, aunque sí púdico. El alcaide no me aclaró si es que luego, cansados de danzar, cenaron otra vez, o es que los convidaron también al día siguiente.

Don Martín, a esas alturas, prefirió volver a hablarme de su misteriosa batalla de Estepa; lo otro era para él demasiado ligero. Él gusta de remitirse a la “época de oro” de la reconquista —es su expresión—, en donde las hazañas no eran tan bien pagadas.

—Salvo la excepción, claro está, de que esos caballeros tuvieron la fortuna de coger por los pelos a un rey moro.

Yo he sonreído, pero sin responder, ni interrumpirle, ni mencionar mis pelos; porque, más que con la época de oro, estaba gozando con el relato de la fortuna de mis aprehensores. A fin de cuentas, en premio de su victoria y de mi prendimiento, les han concedido la prerrogativa de traer dentro de sus escudos de armas, de ahora en adelante, la cabeza del rey de Granada.

—Blasón que por primera vez aparece entre la nobleza cristiana —manifestó don Martín innecesariamente.

Y, acoladas a su alrededor —o sea, a mi alrededor—, y a manera de orla, las veintidós banderas que en la batalla nos fueron arrebatadas.

Según el alcaide, que asegura haberlo visto ayer por la mañana, en el nuevo escudo del conde se muestra el medio cuerpo superior de un sultán con su corona y su turbante, y asida a su cuello —es decir, a mi cuello—, una cadena en señal de perpetua servidumbre, en medio de un radiante y memorable nimbo circular de banderas.

Yo me he llevado la mano al gaznate con una expresión un tanto boba, con la sospecha de que mi liberación se halla aún remota: formar parte de un escudo no es, entre esta gente, cosa baladí.

Asistía a la entrevista la sobrina del alcaide, que, con dulzura, ha procurado mitigar lo zahiriente del relato.

—No os hagáis mala sangre, alteza. Ni ellos son Grandes de Castilla, ni pone vuestro nombre en el blasón.

Yo he pensado que, aunque lo pusiera, ella, tan corta de vista, jamás lo leería. Y que, si fuesen Grandes de España, quizá también habrían incluido en el escudo mi medio cuerpo inferior. Ninguno de los dos pensamientos me ha consolado. El alcaide no me consintió seguir pensando.

—Tío y sobrino, que andaban agarrafados por el protagonismo de la hazaña, como si el protagonista no fueseis vos, han vuelto a agarrafarse por el lema que cada uno ha escrito debajo del escudo. El sobrino eligió un versículo de la carta primera a los corintios del apóstol san Pablo (es uno de nuestros libros santos), que reza:

”‘Haec omnia operatur unus’“, lo cual viene a decir:

‘Uno solo hizo todo esto’, para dejar bien claro que él y nadie más fue quien os aprisionó. Pero, enterado el tío, ha elegido una cita del Evangelio de san Juan para sintetizar el argumento de toda la aventura:

”‘Sine ipso factum est nihil’“, que se traduce por: ‘Sin él no se hizo nada’, para que el mundo entero sepa que su participación fue la decisiva. ¿Qué no habría tenido que poner yo en mi escudo después de la gloriosa degollina de Estepa?

Yo me distraje preguntándome si el mundo entero estaría pendiente de cómo, quiénes, cuándo y dónde me prendieron a mí. No me atrevo siquiera a transcribir lo que me contesté.

Como las campañas descansan en invierno, se han acogido al castillo varios caballeros calatravos.

Hay alguno muy joven. Los cristianos han celebrado con ceremonias muy solemnes y con grandes festines el nacimiento tanto del profeta Jesús como del nuevo año. Durante unas jornadas todos parecieron inusitadamente alegres, a pesar del frío que, como cuchillos, se filtra por las rendijas de puertas y ventanas. Todos, menos Millán de Azuaga, que ha venido a despedirse con la cara arrugada de un niño invadido por el terror.

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