El manuscrito carmesí (40 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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No se trata de que suceda algo distinto, sino de que la serie de los sucesos se acabó para siempre.

Luego aparecerán —déjalo, ‘Zagal’, olvídalo— quienes me digan:

’Tú lo perdiste todo’: pero sólo yo sé lo que he perdido, y no lo diré nunca.

Cuando se pierde tanto no se dice, porque también se pierde la palabra y el ansia de quejarse, y el derecho a la queja, y la estatura y la luz y la madre y el agua y la sed y los ojos.

Y la vida también se pierde, y ya no importa.

Un pueblo viejo éramos y un pueblo joven a la vez, y ahora, ¿qué somos? Nada: un testimonio que, sin alegría, se extingue poco a poco; un subyugado, que no puede ser vencido porque no opone resistencia; una mercadería que sólo sirve para ser comprada, y a un precio muy barato...

Éramos un pueblo que sabía, y ahora somos un pueblo que no aprende; que no es viejo ni joven, sino triste.

No lloraremos sobre nuestros muertos, porque los hemos desobedecido; ni sobre nuestros hijos lloraremos, porque ¿quiénes son nuestros hijos?

Adiós decimos a los que ya no somos, y a los que nunca hemos de ser.

Pero, más que a nada, adiós decimos, desde ahora, a los muertos que desearon que fuésemos como ellos.”

Cuando le he leído a Moraima estos versos, sin que el rostro se le descompusiera, lloró a mares.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas libremente. Con las manos cruzadas sobre su regazo, me miraba sin parpadear. Al concluir, me ha besado con dulzura en los labios.

—No sé si es verdad lo que has dicho, o si será verdad un día. De lo que estoy segura es de que tú has hecho lo que debías hacer. Y de que te amo.

La compañía de Moraima ha sustituido a la de “Hernán”, que cada noche sale de aquí a regañadientes.

Sin embargo, en medio del insomnio, a pesar de la ternura de Moraima que lo precede, se me aparece la imagen de Yusuf.

Nunca consigo verlo vivo, ni jovial y reidor como era; ni lo veo niño, con su pelo tan claro, ni mayor, cuando ya el pelo se le había oscurecido. Lo veo siempre muerto. O veo sólo en el aire su cabeza, que no me habla, ni me mira, con una expresión eclipsada e indescifrable. Y huelo el alcanfor que la rodeaba, y siento como si alguien extendiese sobre mi rostro los ensangrentados paños que la envolvían.

No me importa si mi hermano está en el Paraíso o en el infierno; lo que me importa es que no está ya aquí, donde yo gozaba con la eventualidad —más o menos remota, o incluso inexistente— de verlo y de abrazarlo. Y me asalta, como si yo mismo estuviese a la intemperie, la desazón que le producía la lluvia, y el inexplicable temor que le producía la luna llena. (De niño se tapaba con la capucha los ojos para no verla, y se daba la vuelta, simulando una risa, para que yo no viese su temor.) Y me pregunto dónde estará enterrado su cuerpo —su cuerpo solo, descabezado igual que una palmera desmochada—, lejos de nuestros antepasados, lejos de las raudas familiares, de los jardines en donde jugamos. Y siento caer sobre mí, como dardos, las gruesas gotas de la lluvia que caen sobre su tumba, y la luz espesa y malvada de la luna. Y dentro de mí crecen la náusea y el desagrado y el terror que crecían en él, como si yo fuera él. Sé que el tiempo de la rosa y el tiempo del árbol centenario tienen la misma duración; sé que uno y otro contienen idéntica cantidad de vida; pero acaso no es así cuando la muerte se adelanta, cuando la rosa es cortada del rosal sin misericordia y a deshora.

Anoche puedo jurar que me encontraba bien despierto cuando recibí una caricia. Descendió por mi frente y mis mejillas, y se detuvo al llegar a mi barba. Me volví para ver si era Moraima que se había despertado; pero dormía.

Y he sabido, con más certeza que nada en este mundo, con mucha más seguridad de lo que podría expresar, que esa caricia era de Yusuf.

Que era de la mano derecha de Yusuf; de su mano incompleta y mutilada, pero lo bastante poderosa e inalterable como para colmarme de serenidad, y para persuadirme de que aún no se ha ido, de que no se va nadie, de que —como promete Moraima, y pienso yo del amor— lo que una vez sucede, se queda sucediendo para siempre. Es la misma impresión de humildad y de grandeza, de plenitud y de vacío, que tuve dentro de la Mezquita de Córdoba; toda música cesa, pero para dejar el silencio imprescindible donde ha de levantarse la verdadera música, la que no cesa nunca.

Moraima y yo, igual que un viejo matrimonio bien avenido cuyos hijos salieron ya del hogar en persecución de su destino —como si no fuese él quien nos persigue—, pasamos las veladas refiriéndonos historias o jugando al ajedrez.

Ella suele ganarme. Ayer mismo ha derrotado a mi rey con un simple peón. A veces hace trampas para hacerme ganar, no sea que me sobrevenga el aburrimiento de perder casi siempre. Y otras veces soy yo quien hace trampas para intertar ganarle, aunque sin resultado.

—Como la mansa concubina que eres aquí —le he pedido esta noche—, toma el laúd, Marién, y distrae a tu dueño.

Ella, con su voz densa y caliente, ha cantado un antiguo poema:

“Sin cesar recorro con mis ojos los cielos, por si viese la estrella que tú estás contemplando.

A los viajeros de todas las tierras les pregunto, por si alguno hubiese aspirado tu fragancia.

Cuando soplan los vientos, les ofrezco mi rostro, por si ellos me trajesen noticias tuyas.

Por los caminos yerro, sin objeto ni rumbo, por si escucho una canción que me diga tu nombre.

Furtivamente miro a todo el que me encuentro, por si atisbo en alguno un rasgo que recuerde tu hermosura.”

Yo, después de besarla, he correspondido con otro poema:

“No me tachéis de inconsecuente porque mi corazón haya sido apresado por una voz que canta.

A veces hay que estar severo, y a veces hay que abandonarse a la emoción: como la madera, de la que lo mismo procede el arco de un soldado que el laúd de una bella cantora.”

Después, abrazándola con todas las fuerzas de mi amor, le he recitado, como mía, aquella declaración de amor de Ibn Hazm de Córdoba:

“Quisiera rajar mi corazón, meterte en él, y volver a cerrar después mi pecho, para que estuvieses allí, y no habitaras en otro, hasta el Día del Juicio y la Resurrección.

Así vivirías en mí mientras que yo existiera, y, a mi muerte, morarías en el fondo de mi corazón iluminando las tinieblas del sepulcro.”

Las manos cogidas, en un compartido silencio, no hemos vuelto a jugar al ajedrez en lo que aún restaba de la noche.

Hoy ha venido a despedirse Mencía, la sobrina del comendador.

Sus pálidos ojos estaban enrojecidos de llorar. Durante las últimas semanas había hecho muy buenas migas con Moraima. Se intercambiaban menudos y cómplices regalos, y se adiestraban la una a la otra en labores de costura y de bordado.

“Hernán” había cogido la manía de gruñirle cada vez que entraba en nuestras habitaciones, como si alguien le hubiese hecho el indeclinable encargo de protegernos de cualquiera. (Cierto es que “Hernán” se toma atribuciones que no nos son inútiles del todo: apenas presiente unas pisadas que nosotros aún no sentimos, se sobresalta, se amosca y rezonga, con lo que nos previene de lo que, sin él, nos sorprendería.) La pobre Mencía, deshecha en llanto, nos ha dicho adiós hoy.

Mañana al alba sale para Cuenca.

Se va a vivir a casa de una vieja tía, que habita en una aldea perdida a la orilla del Huécar.

Mencía es huérfana; tenía la esperanza de conocer a un caballero fronterizo que la hubiese hecho su esposa. No ha sido así. Hoy Mencía lloraba y nada más.

El capellán, con la cara inflexible y el ruido de espuelas que lo anuncia, vino a recogerla, y se la llevó, entre sollozos, sin contemplaciones.

—Yo creo que la trasladan para evitar el roce con nosotros, y el excesivo afecto que te demostraba.

¿No has visto el ceño del capellán?

—Sí, pero se la llevan por otra razón. Qué lerdos sois los hombres.

—No te entiendo —le he confesado a Moraima.

—Mencía está embarazada. Uno de los calatravos que estuvo aquí por las fiestas de Navidad la sedujo, o quizá ella a él. Mencía se niega a decir quién es el caballero, probablemente porque será casado. Y ahora su tío la devuelve a su tierra para que dé a luz a escondidas, sin duda fingiendo ser una cuitada viuda de guerra.

—¿Cómo puedes haber inventado semejante infundio? Los hombres seremos lerdos, pero las mujeres tenéis unas lenguas todavía más venenosas que ágiles.

—Si ese infundio lo ha inventado Mencía, no lo sé; pero es exactamente lo que ella me contó.

Nunca un hombre acabará de conocer un alma femenina. Lo que entre ellas se trasluce, con meridiana claridad, de un parpadeo, de una manera de sentarse o de enhebrar la aguja, constituye para nosotros un secreto insondable.

De nuevo, y no por motivos del todo diferentes, sale otro de mis compañeros del castillo. Me quedé sin el desventurado Millán de Azuaga —que, en efecto, fue quemado en Córdoba— y ahora me quedo sin Mencía. Por fortuna mi buen hado me ha traído a Marién.

Nasim el eunuco me envía, de tanto en tanto, un mensajero. No sé cómo se las arregla para hacerlo a escondidas de los dignatarios de la Alhambra, y también de mis guardianes de Porcuna. Nunca se ponderarán bastante las argucias de un eunuco avispado. Nasim tiene la habilidad de resistir indemne en Granada y de satisfacerme aquí.

Sé que no es fiel a ninguna de las partes, sino infiel a las dos; pero, aun así, su deferencia nutre mis ilusiones de que no todo esté perdido. Su mensajero trae consigo noticias escritas, no muy profusas, de cuanto acaece. Imagino que aligera lo que a mí me pudiese apenar. Yo lo suplo, sin embargo, cargando las tintas en lo que me parece lógico, aunque sea en contra mía, y sus mensajes me ayudan a sobrellevar este aislamiento.

Las crónicas, por llamarlas de alguna manera, que me ha remitido en el mes de septiembre son alentadoras. Veo cómo van asentándose las cosas, conducidas de la mejor manera a su fin, que acaso sea el nuestro.

Desde la primavera, los cristianos no han echado pie a tierra, sin ocultar su prisa por asegurarse la dominación de todo el territorio. Los hechos colaboran con ellos: a partir de primeros de año, a causa de su debilitación, mi padre ha delegado sus poderes en mi tío “el Zagal”, cuya estrella brilla y se alza más cada día.

La campaña castellana empezó en abril con unas operaciones secundarias: la ocupación de dos plazas fortificadas, Coín y Cártama, y la toma de los castillos de Almara y Xitinin. Poco después, ante su acoso, se rindieron dos ciudades situadas a muy poca distancia de Málaga, que es la más próxima ambición del rey Fernando: Campanillas y Churriana abren, en efecto, el camino hacia nuestro puerto primordial. Sin embargo, mi tío lo ha fortificado y se encuentra bien guarnecido, por lo que Fernando desistió de momento.

Pero sólo para urdir una trampa: planeó con sutileza un falso ataque a Loja, ciudad estratégica por ser la llave del camino de Granada, y logró que mi tío se dirigiese a ella con sus tropas. Cayó así en el garlito, porque el auténtico grueso del ejército cristiano se apostaba en Ronda, que domina y sostiene todas las poblaciones nazaríes hasta la costa, pero de la que ya escribió Ibn al Jatib que los enemigos le tenían cogido el fleco de la túnica.

A Ronda la defendían sus numerosos habitantes, reforzados por los gomeres, y, sobre todo, por su situación. El día 8 de mayo la vanguardia castellana, capitaneada por el marqués de Cádiz, avistó la ciudad, de pie sobre sus farallones, blanca y cerrada, atractiva como ninguna otra para cualquier consquistador, precisamente por su larga historia de tentativas malogradas. Los continuos disparos de la artillería sitiadora, para la que no estaba prevenida, desmantelaron el día 17 sus murallas. Y el 19 cortaron los asaltantes el suministro de agua, con lo que se sumó al cerco la terrible amenaza de la sed en un mes de mayo caluroso. Dos días más tarde, el visir Ibrahim al Hakim destacó un parlamentario con la propuesta de la rendición. Fue la contumacia de los cristianos y su inconmovible propósito de no moverse de allí lo que más influyó en el ánimo de los sitiados. El visir obró con cordura para evitar una mortandad inútil, aunque muchos de los que no eran vecinos de Ronda, y estaban por tanto libres de sus angustias, opinen lo contrario. El día 20 mayo Ronda capituló. Por consiguiente, capitularon las aldeas de la Serranía y Marbella. La resistencia nazarí por la frontera occidental, había sido, desde ese punto y hora, aniquilada.

Con qué sucintas líneas se puede describir una caída mortal.

En ellas no se incluye el pavor de la gente ante su futuro, ni el hambre y el llanto de los niños, ni la sangre, ni la negra viudedad de las mujeres, ni la vejación de los varones, ni el abatimiento de los responsables, ni el hundimiento de todos. Las crónicas dirán ‘Ronda fue conquistada’, o ‘Ronda fue perdida’, según quien las escriba; en esas tres palabras se comprendía todo el dolor de un mundo.

Rabioso por el engaño, mi tío “el Zagal”, que no tuvo ni tiempo de confortar a los sitiados, destruyó un destacamento que se proponía aprovisionar Alhama, y clavó en venganza las cabezas cristianas en picas, para enardecer a sus huestes, desalentadas por la pérdida de Ronda y todo su espeluznante significado. Se encaminó luego a Granada, donde fue recibido en triunfo. Él conoce, sin embargo, mejor que nadie, lo comprometido del momento. Los gobernantes a menudo deben aceptar el laurel y el aplauso para no deprimir a sus súbditos, a sabiendas de que con ello les hacen concebir nefastas ilusiones. Pero, para un enfermo condenado a muerte, ¿qué es mejor: anunciarle con cruel franqueza su fin, o vivificarlo hasta que llegue lo que fatalmente ha de llegar? No siempre es la verdad la mejor arma.

También Soraya, en la Alhambra, estaba a la perfección al tanto del conflicto. Dos días antes, previendo la llegada del “Zagal”, había enviado en secreto a su marido el sultán a Salobreña, por si su salud mejoraba con la proximidad del mar, el blando clima y la separación de acucias y presiones. Abul Kasim Benegas, el visir, que no contaba ya con el valimiento de la sultana y que vaticinaba cortos la vida y el reinado de mi padre, había promovido, pagándolos, algunos motines populares. En ellos se solicitaba la abdicación del sultán, para congraciarse con quien lógicamente debería sucederle. No obstante, mi tío no aspiraba en apariencia a la corona; aunque el pueblo entero reclamaba un rey joven, enérgico, decidido y capaz de ir en persona al frente de las tropas.

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