El manuscrito carmesí (38 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Suceda lo que quiera, alteza, no os olvidaré nunca —ha dicho, y su boca se fruncía con un gesto de llanto.

Se ha dejado caer de rodillas para besarme la mano. Yo, con la que me dejaba libre, le he dado unos golpecitos de ánimo en la cabeza: lo preciso para que se desmoronara. Ha roto a llorar, y gritaba repitiendo:

—Soy un desgraciado, señor.

Muy desgraciado. Muy desgraciado.

Un guardián lo sacó a viva fuerza de la estancia.

—No os olvidaré. Adiós. No os olvidaré... nunca...

Gemía, en tanto lo arrastraba el guardián, asiéndose con sus menudas manos al marco de la puerta.

Ha sido tan desgarradora y brusca su despedida que me he interesado por los motivos. Uno de los sirvientes me cuenta que Millán de Azuaga fue sorprendido mientras era sodomizado por el hijo mayor del carpintero. A los dos se los han llevado a Córdoba, donde serán juzgados. Es probable que mueran en la hoguera, como ejemplo para los demás.

—Hay que tener un cuidado exquisito —me ha dicho el maestre—.

Una manzana puede corromper toda la cosecha. Si no se castigase con la muerte el pecado nefando, ¿en qué terminarían estas guerras que hacemos por el honor de Dios?

Traté de interceder, pero él cortó de un tajo la conversación.

—Nada de lo que ocurra, a partir de ahora, dependerá de mí.

Los relapsos se encuentran bajo el poder del brazo religioso. A través de él, Dios los sancionará.

Por nada de este mundo intervendría yo en un asunto tan deshonesto y repugnante.

Me estremezco al pensar qué fuerte ha de ser el deseo, o el amor, de un cristiano para exponer así su vida —incluso, dentro de su fe, la vida eterna— por gozar o poseer un cuerpo. Ellos transforman los juegos de la carne en algo tan infinitamente temerario y tan comprometido, que me inclino a sentir admiración por los amantes.

Su intrepidez al arriesgar la eternidad entera por un beso me parece risible y prodigiosa al mismo tiempo. Con razón han inventado lo que llaman sacramento de la penitencia, y el secreto que, por lo visto, se obligan a guardar sus sacerdotes; si así no fuese, no podrían soportar esta vida insustituíble, que han convertido sólo en el precio siniestro y usurero de la otra. Entenderlos se me hace inalcanzable.

Qué distinta es nuestra doctrina, o nuestro talante por lo menos, y, a mis ojos, qué preferible. Sobradas penas tiene el hombre como para incrementárselas con el helador concepto del pecado, que otros hombres se creen con derecho a perdonar o castigar aquí.

El pecado personal, si es que lo hay, tendría que diagnosticarse en el interior de cada cual.

Claro que, eso sí, el criterio cristiano enardece el sentimiento y multiplica la voluptuosidad con el fatídico atractivo de la transgresión. Pero yo me pregunto qué religión tiene derecho a juzgar y condenar, ni aun a pensar que existen, los pecados de amor.

La mala suerte del desventurado Millán de Azuaga y de su carpintero me ha traído a las mientes un poema que, sin saber por qué, retuve en la memoria. Es de un valenciano que lo escribió hace más de trescientos años. Al Rusalfi fue su nombre.

“Aprendió mi amado el oficio de carpintero, y yo me dije: acaso lo aprendió mientras con sus ojos asierra corazones.

Desdichados los troncos que él trabaja cortándolos, o tallándolos, o hiriéndolos con su hacha.

Ahora que son sólo madera pagarán su delito: porque, cuando eran ramas, se atrevieron a copiar la esbeltez de su talle.”

Afirman que este invierno es singularmente frío; debe ser cierto. De cualquier manera, aún hace más frío, cuando el sol se retira, en Granada. Aquí, metido dentro de la chimenea, arropado con el abrigo que me ha hecho llegar Moraima (‘Cosido por mi mano’, escribía en el escueto billete que lo acompañaba, un tanto anodino, presumo que para eludir la curiosidad de mis guardianes), tirito sólo al imaginar el frío insuperable de las calles y patios de la Alhambra. Si yo elegí el palacio de Yusuf III fue, entre otras cosas, por ser el más recogido al estar más abajo que el de Yusuf I y el de Mohamed V.

Escribió alguien:

“Granada, ninguna ciudad es semejante a ti en belleza, ni en Egipto, ni en Siria ni en Irak.

Tú eres la novia, Granada: el resto de las ciudades es tu dote.”

Evidentemente acertaba. Pero también acertó un poeta de Santarem, Ib Sara, cuando, aterido y tembloroso, se dirigió a los granadinos:

“Gentes de este país, absteneos de orar, y no evitéis ninguna de las cosas prohibidas: así podréis ganar un lugarcito en el infierno, donde el fuego es tan de agradecer cuando sopla el viento del Norte.”

Tuvo razón Ibn al Hay —hoy, ante el campo yermo, se me va el corazón con los poetas— al escribir:

“Dios protege a quien habita en Granada, porque ella alegra al triste y acoge al fugitivo.

Sin embargo, mi compañero se aflige al comprobar que sus prados, bajo el frío, son el Paraíso del hielo.

Y es que Dios designó a Granada como el acceso de su Reino, y no hay frontera eficaz en la que no haga frío.”

Quienes envidian a los sultanes de la Alhambra desconocen que sus palacios son más pulcros que habitables, y que suele pensarse, al hacerlos, en el verano y en la primavera. Durante el invierno conviene emigrar a climas más templados; por eso Almuñécar y Salobreña son mis ciudades favoritas: yo soy un friolento. Nunca entendí por qué los califas de Córdoba vivían con comodidad sobre hipocaustos, que les facilitaban un ambiente suave y cálido, mientras los sultanes de Granada hemos de conformarnos con braseros no siempre bienolientes, con tapices de limpieza embarazosa, y con cristaleras que no impiden el paso de los vientos.

Recuerdo, sin embargo, que un día como el de hoy, brillante y gélido, subí al mediodía hasta el Cerro del Sol. Tenía a mis espaldas sierra Mágina, severa y blanca. De la Vega ascendían docenas de columnas de humo, plateadas y doradas por los rayos del sol. A mi derecha, lóbregas sin él, sobre las rastrojeras, hacia las sierras de Elvira y Parapanda, otras columnas de humo opaco.

Veía —y aún me parece verla hoyen primer término la abigarrada colina del Albayzín, nevada y portentosa. Y, de pronto, cambió el sol de postura su embozo de nubes, e iluminó el otro sector del paisaje. Se encendieron los humos sombríos y se apagaron los otros, turnándose en una dómeda de luz y de hermosura. Ah, verdaderamente Granada no tiene ciudad que se asemeje a ella. La echo hoy de menos de manera tan profunda —no como sultán, sino como un simple morador— que el corazón se me desgarra.

“Hernán”, que se ha convertido en un perro lagotero y grandote, de raza no muy pura, es mi mejor abrigo: él me calienta como ningún otro. No lo dejo separarse de mí, cosa que, por otra parte, él tampoco desea. Su disponibilidad me conforta y me abruma al mismo tiempo. Ningún amigo sintió por mí lo que él; temo no llegar a corresponderle nunca en la misma medida.

Hay momentos en que se pone especialmente expresivo: me lame las manos, coloca sus patas sobre mis hombros, busca con su hocico mi cara, y trata de arrastrarme a su juego. Me pregunto entonces qué le ocurre, por qué le asalta tan repentino afecto, qué urgencia de mí le invade... Hasta que caigo en la cuenta de que soy yo el necesitado, y, antes de que yo lo percibiera, lo ha percibido él. Con una misteriosa premonición, me consuela a su modo de la tristeza o de la añoranza que aún no había notado yo que me embargaban. No sin turbación, le doy las gracias, acaricio su cabeza basta y cándida, y me miro en sus dorados ojos inocentes.

Aben Comisa, sin que lo precediera aviso alguno, llegó a la fortaleza de Porcuna y estuvo conmigo una mañana. La visita me ha producido un desasosiego que todavía no consigo aplacar. Me ha dado explicaciones que no me tranquilizan. Según él, había venido a entrevistarse con el rey Fernando —lo cual dobla mi desconfianzapara tratar de las efectivas condiciones de mi rescate. Lo autorizaron a encontrarse conmigo, por lo que dice, tanto para que comprobara que no me había fugado, lo cual es sorprendente, cuanto para agasajarme. El agasajo consiste en un par de concubinas, mantos, braseros —ahora que es primavera—, alimentos nuestros, perfumes y algunos sirvientes granadinos que aligeren mi soledad. Una soledad que, a tenor de eso, se prevé larga.

Las noticias que me proporciona del exterior me producen la angustiosa impresión de estar dentro de un sueño, cuyos balanceos no soy capaz de dominar. La monotonía abrumadora de mi vida de cautivo es tan opuesta a lo que me dice que está sucediendo fuera, que me veo como un valetudinario recluido en su alcoba y en su enfermedad; un valetudinario que, perdido todo contacto con su mundo anterior, hasta tal punto se ha alejado de él, que prefiere no regresar ya nunca, no tener que aprenderlo de nuevo, no participar más en su vertiginosa corriente.

Me asegura Aben Comisa —y no me extraña tanto como debiera— que el rey Fernando, en los primeros días del pasado septiembre, hizo correr la voz de que yo había sido liberado; más aún, que yo opté por aliarme con los ejércitos cristianos para ir contra el usurpador de mi trono, es decir, contra mi padre. Y añade Aben Comisa que, en efecto, numerosos granadinos afirman haberme visto junto al conde de Cabra y junto al marqués de Cádiz haciendo frente a las algaras organizadas por el sultán: concretamente, en el otoño último, por el territorio de Teba y por los alrededores de Antequera. Y que cuando, en represalia, Ponce de León volvió a tomar Zahara yo marchaba a la cabeza de las tropas cristianas. (En cierta forma, Zahara es un símbolo, porque su conquista fue la declaración de guerra y la ruptura de la tregua hechas por mi padre hace tres años.) —¿Qué justificación te ha dado el rey de semejantes patrañas, suyas y de los granadinos?

—Ninguna —me ha respondido Aben Comisa—, ni se me ha ocurrido siquiera pedírsela. Habría sido inútil, y habría descubierto nuestro juego.

—¿Qué juego? —le pregunté.

Aben Comisa sonrió.

Si esto es así, comprendo ahora el empeño del rey en obtener un retrato mío. Su fin era encontrar a alguien —un renegado, por supuesto— cuyos rasgos fuesen similares a los míos. Alguien que me sustituyese de lejos a los ojos, no muy acostumbrados a verme, de mis súbditos. Es una nauseabunda argucia más del rey cristiano. Con ella se ha ahorrado el aprieto de elegir una de las dos soluciones que sus generales planteaban. Con ella sencillamente ha optado por las dos: yo sigo prisionero, y a la vez soy causa activa de una mortal división en el Reino de Granada.

Pero no es esto sólo: hay muchísimo más; hay aquello por lo que Aben Comisa sonrió. Preocupada mi madre por el inmediato efecto que la aparición entre los enemigos del sultán joven —o sea, yo— producía en el ánimo de mis partidarios; preocupada porque tal aparición no era contradicha por el sultán viejo, ya que robustecía mi descrédito, ha adoptado una solución heroica, en el peor sentido de la palabra. Ella, por su parte, ha lanzado la especie de que yo me había fugado, y de que me encontraba junto a ella, más entusiasta que antes del cautiverio, preparando una doble ofensiva: contra mi padre y contra los cristianos. Con el aval de su palabra, con la credibilidad que garantiza su presencia, y contando con el fruto que, de ser cierto, el hecho proporcionaría, mi madre ha conseguido que a un tercero, también muy semejante a mí, se le reconozca como sultán en Guadix. No sé si a los adalides y jefes de los adeptos les habrá aclarado el embrollo y la realidad de sus intenciones; pero la ventaja que se obtiene es tan grande que no dudo de su aceptación.

Es decir, a estas horas, mientras en este castillo yo languidezco, tan poco aficionado a los combates como antes de que se me encerrase en él, hay otros dos Boabdiles conduciendo cabalgadas, atacando ciudades con éxito o sin él, arengando a soldados, compartiendo comida y cama con generales cristianos y tomando las más graves decisiones políticas. Esto me lo relataba Aben Comisa, estoy seguro que alborozado ante mi incredulidad, en voz muy baja y la zumba curvándole los labios. Es tan aficionado a las intrigas, que nadie podría juzgarlo ajeno a ésta.

—La guerra —me ha dicho— la componen muchísimas facetas. Es un complicado, duro y resistente cuerpo geométrico. ¿Quién sabe cuál es la principal de todas esas caras?

Quizá no sea la fuerza, ni las armas, ni la legitimidad, ni los ideales. Quizá la principal faceta en estos tiempos sea una hábil diplomacia.

Y se entretiene Aben Comisa narrándome mis propias aventuras.

Yo he sido auxiliar de don Alonso de Aguilar; he comandado una hueste con el maestre de Calatrava, que es el superior de mi propio guardián aquí en Porcuna; he prestado mi brazo a don Luis Portocarrero en numerosas correrías de frontera con feliz conclusión (pero ¿para quién feliz?); y, por el contrario, fui rechazado en esta misma primavera, es decir, hace no más de doce días, en Cardela junto al marqués de Cádiz, y en Iznalloz junto a otro gran maestre.

Mientras el rey Fernando resolvía sus asuntos del Rosellón, los únicos capaces de distraerlo de la ofensiva final contra Granada, yo he acompañado, día por día, al maestre de Santiago, por los territorios de Alora, de Almogía y de la sierra de Cártama; he esperado con paciencia el avituallamiento que unas naves, desde Sevilla, debían traer a la expedición dirigida contra Churriana y Pupiana. Yo, con una recién estrenada bandera carmesí, he puesto sitio a Coín y a Alhaurín, antes de retomar el camino de Antequera y alcanzar el valle del Guadalquivir galopando hacia Córdoba.

Todos mis movimientos están siendo exhibidos por los cristianos en provecho propio, y por la misma razón están siendo pregonados por los generales de mi padre.

Si me permites condensar toda esta larga historia, de la parte cristiana, te diré que lo que hace Boabdil (naturalmente, el suyo) es tomar parte trascendental en el trascendetal acoso que se planea contra Málaga.

Me pregunté entonces, y no consigo que la pregunta se me vaya de la cabeza, qué opinará de todo esto, precisamente en Málaga, mi tío el emir Abu Abdalá.

—Por fortuna —añadió Aben Comisa—, nosotros contamos con otro Boabdil.

Un tercer Boabdil, que también soy yo, aunque empiezo a dudar que yo sea ni siquiera el primero. A través de él, después de ser reconocido en Guadix, junto mi madre y mi mujer y mis hijos y toda mi familia, me instalé en Almería, donde el príncipe Yaya, enemigo de mi padre desde siempre, nos ha acogido con calor y reverencia. Afianzado por mi presencia, se ha hecho fuerte contra la facción del nuevo sultán —que es el sultán viejo— y se ha erigido en defensor de mis derechos. Unos derechos que reverdecen con la gloria de haberme fugado de la cárcel cristiana sin contrapartida de rehenes, ni de rescates, ni de tributos, ni de vasallajes. Yo sospecho que el príncipe Yaya no obra a ciegas; sospecho que sabe que quien está con él en Almería no soy yo, sino el segundo doble mío. Eso le otorga el vengativo placer de escarnecer a mi padre, y una valiosísima arma contra mi madre, si se decide a publicar la falsía de todo.

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