El manuscrito carmesí (42 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Si cometo, señor, la falta de reverencia de hablaros como os hablo, es porque estimo que un general, preso y apartado como vos de los campos de batalla, tiene derecho a conocer cuanto conocen quienes, en el presente, lo sustituyen fuera.

—Os lo agradezco, y os ruego que continuéis.

—Los principales dirigentes de esta artillería proceden de Italia, Francia y Alemania. Sin embargo, hace ya ocho años que se nombró, en Toro, a micer Domingo Zacharías, maestre mayor de artillería, y maestres bombarderos, en Sevilla, hace seis años ya, a Alonso y Tomás Bárbara. El jefe superior es Francisco Rodríguez de Madrid, a quien el rey, “in pectore”, tiene designado caballero. La fabricación de pólvora y de balas de piedra se hace en los mismos campamentos. Con el ejército viajan carpinteros, herreros con sus fraguas, ingenieros, pedreros que buscan las canteras, y los que trabajan las piedras de cantería y las pelotas de hierro.

Hay aserradores, hacheros, fundidores, albañiles, azadoneros, carboneros y hasta esparteros. Un campamento, vos lo sabéis, es como una ciudad. Por eso el inconveniente de llevar la guerra a tierra ajena es que tenemos que surtir precisiones a veces no previstas, con imaginación y con medios sí previstos. Y, a pesar de todo, el consumo de pólvora es tan grande que, además de la que se elabora en los campamentos en morteros de piedra, la traen de Barcelona y de Valencia, pero también de Portugal, Sicilia y Flandes. Porque la guerra de Granada, como os dije en nuestra primera entrevista, ha sobrepasado los límites peninsulares, y Europa está hoy pendiente de nosotros.

Se refería a la guerra con la misma compostura y vocación con que hubiese descrito su propia residencia. Oyéndolo no era verosímil imaginar la muerte, el pillaje, la sangre, la felonía y el aniquilamiento. “Si no hubiese sido porque yo conocía sus victorias, habría supuesto que estaba frente a un gran teórico que no se levantó jamás de su mesa de estudio, ni había traspasado las puertas de su casa.

Algo, por medio de él, me confirmaba que el mundo era ya distinto.

Sentí, sin explicármela, una nostalgia por los métodos aprendidos y periclitados, que había de olvidar.

—¿Y qué se ha hecho, capitán, de las antiguas máquinas? Yo ya llevo años preso, y la velocidad de nuestra época...

—Los trabucos e ingenios no han sido eliminados del todo. Con ellos se lanzan piedras como antes, pero también carcasas, que son cuerpos incendiarios destinados a causar un daño irreparable en polvorines y pajares.

—Ya entiendo —dije, y, por añadir algo, balbuceé—: Sin embargo, el transporte...

—Tenéis razón. Es enrevesado y muy costoso. Tendrá que mejorarse. A veces han llegado a dos mil los carruajes destinados al servicio de la artillería. Van tirados por bueyes y divididos en grupos de a cien. Para la conducción de tal impedimenta se requieren caminos idóneos, y no siempre los hay en un país tan fangoso y tan accidentado. Para adecuarlo están los gastadores y los pontoneros. Un dato: en doce días abrieron tres mil gastadores un camino de tres leguas, en este mismo año, para acercar la artillería a Cambil. Se hubo de desmontar colinas, elevar valles y abrir sendas en terrenos intransitables y aún hostiles... Y el tren de la artillería cuenta con carros cuya misión es transportar la madera indispensable para los pontones que atraviesan las acequias y los arroyos, y para proporcionar los pasos sobre los barrancos y los ríos. Después, por esa vía abierta, arrastrarán los carros las bombardas con las que demolemos las recias torres de vuestros alcázares... Perdonadme, señor: me he excitado.

—Seguid, seguid. Al fin y al cabo, ésta es vuestra afición.

—Gracias, señor. Cuando es inexcusable, hacemos grandes obras de circunvalación capaces de aislar la plaza entera de que se trate; fosos de la longitud y la profundidad que sean precisas, con castillos de tapial y con fortines cada trescientos o cuatrocientos pasos, así como unos castillos desmontables de madera, que se arman en los parajes convenientes para construir, a su abrigo, los de fábrica más sólida... Claro está que todo lo que os estoy contando como un relato para entretener niños —yo no pude evitar sonreír, si bien con amargura— reclama un elevado número de trabajadores y soldados que edifiquen primero, mantengan y custodien después. Habrá ocasiones, y estamos dispuestos para ellas, en que no se requieran menos de ochenta mil infantes y quince mil caballos —se traslucía de él una comprensible vanidad, como la del adolescente que descubre un mundo, o que lo crea—. Y, para hospedar a este gentío, está la reina. Ella se dedica a la intendencia y a los hospitales de campaña (que son seis grandes tiendas con las ropas y camas necesarias, así como cirujanos y físicos y medicinas y hombres que las sirvan y en las que nada cuesta nada, porque es nuestra señora quien lo paga). Nuestra señora, digo, que se emplea asimismo en la construcción de los campamentos, esos pueblos ambulantes en los que nada referente a los menesteres de la vida diaria se echa en falta, y que poseen su propia policía, su propia vigilancia y sus ordenanzas rígidas e intangibles.

—Reconozco que, a pesar de la fama de riqueza de la Alhambra, las coronas de Aragón y de Castilla tienen muchos más recursos que nosotros. ¿Habrá en el mundo un tesoro real que pueda hacerse cargo de gastos semejantes?

—Quizá no. Los gastos se costean, en principio, con los desembolsos ordinarios del tesoro; pero existen también repartos extraordinarios entre los pueblos, y está el dinero de la nobleza (que durante muchos años, y aun siglos, se ha beneficiado, sin participar en los gastos comunes), y están los empréstitos, cubiertos por los hebreos y por los gremios de mercaderes, y está —agregó con un encantador gesto— hasta el empeño de las joyas personales de la reina, que en este momento duermen en Valencia dentro de arcas judías. En alguna señalada circunstancia, como para la campaña en que se tomó Alora, el Papa ha concedido también una bula de cruzada para los que asistieran a ella o ayudaran con sus limosnas.

—¿Bula de cruzada? —pregunté enarcando las cejas.

—Sí; a cambio de los bienes donados o de la asistencia a la guerra, confiere la Iglesia determinadas indulgencias (cuando hablé con vos en Lucena os burlasteis de ellas), o determinadas dispensas, como la de poder comer carne en la cuaresma.

—Prefiero que continuéis hablándome de guerra; cuando habláis de vuestra religión no consigo entenderos.

Después de un instante de vacilación, soltó una breve risa involuntaria.

—Os haré caso. Me preguntasteis por las fuentes de ingresos.

La Iglesia de Roma es una de las más fértiles, cuando se presta a ello. Hace poco, el Santo Padre facultó a la corona de Aragón, él es aragonés, para tomar cien mil florines cargándolos sobre las iglesias y monasterios de su reino.

Pero debo advertiros, señor, que el pueblo cristiano es negligente y acomodaticio, como todos, y se queja mucho de los tributos, y llega a veces hasta a la violencia con los recaudadores —ahora rió abiertamente—. El mes pasado, ante la escasez de los recursos, el tesorero aconsejó a la reina que prescribiese un nuevo reparto entre las poblaciones de Castilla; la reina se negó, diciéndole con toda sinceridad: ‘Les temo mucho más a las viejas de mis reinos que a los mismísimos moros.’

Con la misma gentileza que había reído y la misma prontitud, dejó de hacerlo.

—Allí donde está nuestro bolsillo, allí está nuestro corazón —dije, y completé con ironía—, sean de quien sean los bolsillos. Las viejas son muy parecidas en todas partes. Decídselo a la reina cuando la veáis.

Lo miré a los ojos, profundos y arrogantes.

Así, capitán, que tenéis la terminante convicción de que ganaréis de una vez esta guerra de siglos.

—La tengo, señor, de que haremos todo lo humanamente posible por ganarla. —Se despedía—. Espero no haberos fatigado hablándoos sin tregua (parece que ya no habrá treguas para nada) del único tema de conversación, o al menos de los pocos, que me apasionan. Y del único que acaso tenga en común con vos, aunque en los extremos más contrarios.

—Gracias, capitán, por considerarme digno de vuestras confidencias. Yo, por mi parte, espero que la veracidad de vuestra información no tenga por fin amedrentarme.

Porque, aunque así fuera, de nada serviría: yo estoy aquí, impotente de contagiar a nadie ni mi temor ni mi optimismo.

—Deseo que tal impotencia dure poco, señor. No es por compasión, sino por hermandad, por lo que solicité licencia para visitaros.

Juzgo que el mayor mal que me podría suceder es verme como os veis: reducido a aguardar, apoyado en decisiones ajenas, ignorante de lo que sucede en vuestro reino, e incapacitado de luchar al frente de vuestros soldados, es decir, de participar en el desenvolvimiento de vuestro destino. Al comendador le he dicho que es una obra de misericordia visitar a un cautivo; pero a vos, en mi mal árabe, os digo con franqueza que sois mucho más que un cautivo para mí, y mucho más que un rey: sois un compañero de armas al que deseo de todo corazón encontrar pronto frente a mí en un campo de batalla. Que el Señor os bendiga y os depare una ausencia muy breve.

He sabido que al capitán Gonzalo de Córdoba le fue posible visitarme, autorizado sin duda por sus reyes, a causa de una gran calma que sobrevino en el frente andaluz durante todo el otoño. A partir de septiembre, las lluvias han sido arrasadoras en toda la región —yo puedo garantizarlo por lo que a Porcuna se refiere—, y la peste sigue haciendo gravísimos estragos en Sevilla, donde la mortalidad es aún creciente. No otra cosa sucede en nuestro bando: cada día hay más granadinos minados por el cansancio; el desánimo se ha apoderado de ellos, y sueñan con reclinar la cabeza en sus propias almohadas, y en dormir con sus mujeres y abrazar a sus hijos. A todos los que luchan hay un momento en que les acomete una nostalgia irresistible de su hogar, y en que hasta físicamente les resuena en los oídos su llamada.

Me han dicho que algunos de los castillos de la Ajarquía que permanecían fieles a mí, en octubre se han pasado al partido del “Zagal”.

Y sé que mi madre, con su Boabdil, reside ahora en Huéscar, no lejos de Baza, donde se ha fortificado. Supongo que, una vez que superó el peligro de que fuese descubierto su engaño en Guadix o Almería, prefiere no volver a correrlo en ciudades grandes, cuyos habitantes podrían tener referencias sobre mí: mi modo de andar, de moverme, el tono de mi voz, mi manera de quedarme abstraído mientras me plantean problemas, o el repentino eclipse de mis ojos ante el desinterés por lo que me rodea. Está claro que esta guerra no supone lo mismo para todos. Los gobernantes se buscan a sí mismos en ella; los nobles, la ampliación de su nobleza; pero ¿qué es lo que retiene en ella a la gente del pueblo? O el pavor encendido por las predicaciones, o el miedo a los de arriba, o la ventaja que puede sacar, o el vengarse de un enemigo pegajoso, si vive en la frontera; ninguno de estos motivos es capaz de retenerla más de un mes en campaña.

El rey Fernando, que no descansa a pesar de la paz de hecho que por agotamiento se ha producido, acaba de publicar, a través de sus espías y de gente pagada, una noticia sobre el Boabdil de mi madre. Según él, Boabdil, temiendo una ofensiva del emir Abu Abdalá, ha suplicado desde Huéscar un socorro de víveres al Consejo aragonés de Murcia, y se le ha concedido. O sea, el rey cristiano, mientras escamotea al doble que maneja a su antojo, procura envilecer el juego del otro doble que mi madre maneja a su antojo a su vez, lo calumnia con acusaciones de traición. Moraima y yo no hemos tenido otro remedio que reírnos, pese a tanta alevosía por parte de los dos beligerantes, y pese a la irritación y el tedio que nos causan las pertinaces lluvias.

Pensar en la cólera de mi madre al recibir en Huéscar unos cuantos burros cargados con víveres cristianos, envenenados probablemente además, nos divirtió esta tarde.

La lluvia, cumplidora y sorda a los altercados de los hombres, no deja de caer durante el día y la noche.

En la fortaleza de Porcuna se ha dado un caso de peste. Un soldado, integrante de un escuadrón con prisioneros que era trasladado desde Jaén a Córdoba, ha muerto.

Bajo la responsabilidad del comendador, que no sé si hizo o no una consulta rápida, mi risible corte y yo hemos sido evacuados.

Nos han transportado al castillo de Castro, del que es señor el conde de Cabra, el de “Haec omnia operatur unus”. El anfitrión, no recuperado todavía del todo de las heridas de Moclín, nos ha recibido con un brazo sujeto por un paño.

Es recio, bronco, con una voz tonante, pero abierto y cordial.

Tiene la piel tostada y martirizada por la intemperie, y grabado el rostro por arrugas, no muchas, pero hondísimas. Ha de ser persona muy religiosa, porque, si se coincide con él a mediodía o al atardecer, detiene la conversación al escuchar una campana, y se ensimisma musitando unas jaculatorias en latín que él llama “Angelus”. Me ha explicado que con esa oración se conmemora el momento en que el ángel Gabriel descendió del cielo para comunicar a María que ella era la elegida para ser madre del profeta Jesús. Y lo fue sin perder su virginidad ni antes del parto, ni en el parto, ni siquiera después del parto. Tal hecho se nos antoja a Moraima y a mí un milagro tan excesivo como innecesario.

Quizá las características de un milagro sean precisamente ésas: el exceso y la innecesariedad; como si fuese un “además” o un lujo de la Naturaleza, para que se distinga sin el menor titubeo la intervención de lo sobrenatural. No obstante, yo aborrezco los milagros que llevan la contraria a la evidencia, o incluso a la razón; no los que son suprarracionales, y consisten en un mayor despliegue de las facultades o potencias ya de la Naturaleza ya del hombre, sino los que son irracionales, o peor, antirracionales. Imponer al hombre el arrodillamiento sin un porqué, me parece abusivo: un Dios que actuara así no sería respetable. Es lo que me sucede con el dogma cristiano que nos separa más: el de la Trinidad. Para mí es una pobre forma humana de pintar una teratología, una monstruosidad. La Divinidad no tiene por qué ser explicada, pero tampoco tiene por qué ser inexplicable. Por supuesto que ha de estar sobre nosotros, pero no contra nosotros, que somos obra de ella. Nos excede, pero no nos tacha.

La condesa es una mujer devotamente dedicada a su marido, y sospecho que también a las oraciones de su marido. Es menuda, descolorida y, aunque su salud parezca frágil, debe de ser de hierro, porque está en todas partes, interviniendo y sacando a flote una casa que no estaba preparada para recibirnos. En el corto tiempo que la he tratado, he adquirido el convencimiento de que es ella la que manda aquí. En todo; hasta en su esposo, que, tan grandullón e hirsuto como es, se transforma ante ella en un perrazo inofensivo.

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