Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Yo llegué un poco antes de la hora, y mandé que me dejaran solo.
Me despedía de cada capitel, de la luz, del agua y de mí mismo. Chispeaba el pálido azul de la luna tras el encaje espeso de las arquerías como una travesura y una risa. ‘Ni las arquerías ni la luna están aún enteradas’, me dije.
Sentía que me rodeaba una presencia múltiple: la de quienes vivieron allí y se ilusionaron. Pensé en la multitud de quienes habían visto, desde algún mirador, platearse el jardín como ahora se plateaba, y escuché el líquido rugido de los leones, que se hacían espaldas en círculo unos a otros, defendiéndose de un peligro que hasta hoy había sido imaginario y que ya era real.
“Plata fundida corre entre las perlas, a las que se asemeja en belleza sin mancha y transparente.
Agua y mármol parecen confundirse sin que sepamos cuál de los dos se desliza.”
Tenía razón el poema que enriquece los bordes de la taza. Nada pesaba allí. El patio entero estaba sostenido en el aire; suspendido de algo, no apoyado en la tierra. Las habitaciones de los testeros eran el minucioso y frágil producto de un ensueño: no había dureza ni resistencia en ellas, tan sólo agilidad. Nunca tuve la certidumbre de que a lo largo de toda la noche permanecieran aquella arquitectura y aquel embrujo; quizá se evaporaban entre las brumas del anochecer, y al reconstruirse en cada alba no lo hacían de la misma manera...
Alguien, un centinela, pisaba con apresuramiento las galerías y se acercaba con una tea en las manos. Se estremecieron los quioscos, cambiaron de lugar, ondularon las delgadas columnas, como si una rama destrozase agitándola una imagen reflejada en el agua.
Arriba se afirmaron las estrellas ante la luz del hacha que portaba el intruso; abajo se hizo el agua más ruidosa, como afirmando su potestad absoluta. Me oculté en la Sala del Mediodía. Acaso el centinela me buscaba y, al no encontrarme, se alejó. Todo retornó a su sueño, a su tenue inexistencia, a su serenidad sepulcral, como un disciplinado bosque durmiente o quizá desvelado para siempre. Tuve un sobresalto: los leones me parecieron agruparse acechantes, decididos a saltar sobre mí, como cuando era niño.
“Quien contempla estos leones amenazadores sabe que sólo el respeto al emir contiene su enojo.”
¿El respeto a qué emir? La lividez de la luna se cuajó, consternada; se hicieron más opacos los atauriques y más densos. Se me aceleraba el corazón. Vi, en la fuente de la Sala, reflejarse la enjoyada y rielante indiferencia de su cúpula de almocárabes. Y, al retroceder, reflejado también, vi el pórtico de la Sala del Norte.
“Jardín soy yo que adorna la hermosura.
Mi ser sabrás si mi belleza miras.”
Así es, como dice: sólo hermosura; sin motivo, sin objeto, sin término... ‘No puede ser’, me dije. ‘¿Cómo es que alcanzo a verlo en esta pila de agua? Estoy dormido o muerto.’ No; sólo estaba abrumado y de rodillas. Sin saber por qué —¿o sí?— ni cómo, me había postrado; alcé los ojos desvalidos.
Tropezaron con la incesante cascada de estalactitas del techo, conjuradas en estrellada asamblea.
¿Contra mí, conjuradas? Sollocé: el agua, siempre el agua. Tomándola en las manos, humedecí mi cara. “Es un amante cuyos párpados rebosan de lágrimas y que las esconde por miedo a un delator”, decían los versos de la fuente. Me sequé con el manto. Hacía frío.
Oí una voz que me llamaba. Supuse que el conde de Tendilla había llegado. Caminé lentamente hacia el fondo del Cuarto, hasta el Salón Real.
El conde es avellanado y seco, de aire desabrido, cara estrecha y larga, nariz grande, ojos muy juntos, y la boca, que apenas si se mueve al hablar, sin labios, plegada en una mueca de desdén o de asco; sus manos son huesudas y nerviosas. Con nosotros estaban Aben Comisa, El Maleh y Hernando de Baeza, que nos traducía cuando era necesario. Ahora leía Baeza uno por uno los puntos de las capitulaciones. Levantaba la vista del papel, y me miraba para confirmar que yo estaba de acuerdo. En algún caso se agregaba una aclaración, o se emitía un comentario que hiciera explícito lo leído. El conde inclinaba la cabeza con un gesto de aprobación. Era palmario que el acto le cansaba, y que, más que a recoger mi conformidad y mi sello, había venido a plantear una cuestión fácil de adivinar.
Recuerdo, por ejemplo, que, en cuanto a la obligación de entregar a los cautivos cristianos por parte de sus dueños, yo pedí que se añadiese: “Si alguien hubiera tenido alguno y lo hubiera vendido al otro lado del mar, no esté obligado a darlo, en caso de que jure y aporte testigos bajo juramento que demuestren que la venta se efectuó antes de estos asientos, y que no es suyo ya, ni se encuentra en su poder”. O que los judíos que antes eran cristianos tuvieran un plazo de tres meses, contados desde el 18 de diciembre siguiente, para embarcar a África. O que los cristianos que se hubiesen tornado moros no fuesen forzados a hacerse cristianos contra su voluntad. O que las rentas de las cofradías y de las escuelas coránicas y las limosnas quedasen bajo la vigilancia de los alfaquíes para que las gastaran y distribuyeran como fuese menester, sin que los reyes se entremetan, ni las tomen ni embarguen. O que mis súbditos no sean llamados a guerra alguna a la fuerza, y que, si los reyes necesitan caballeros con armas y caballos (que fue lo que opuso el conde), vayan cuando los reclamen, pero no fuera de Andalucía, y con un sueldo desde el día en que salgan de sus casas hasta el regreso a ellas. Y asimismo pedí que se estableciera que los nombramientos para oficios y puestos recaerían en miembros de nuestra comunidad, y que las plazas y las carnicerías de los cristianos tenían que estar apartadas de las nuestras, y sus mercaderías lejos de nuestros zocos, y que se castigase a los infractores.
Al concluir la lectura con la descripción del documento de pergamino y del sello de plomo pendiente de hilos de seda, comentó el conde:
—La generosidad de sus altezas es cosa probada. Justo es que ahora vos correspondáis. —Callé, aguardando lo que me temía.— Quizá es lo primero que don Hernando debiera haber leído.
Le tendió un papel escrito.
Hernando de Baeza lo leyó:
—”Es asentado y concordado que el rey de Granada y sus principales y la comunidad de ella y del Albayzín y de sus arrabales han de entregar a sus altezas, a su cierto mandado, pacíficamente y en concordia, realmente y con efecto, dentro de los treinta días primeros siguientes contados desde el día veinticinco de este mes de noviembre, que es el día del asiento de esta escritura...” —No leáis más —interrumpí a Hernando de Baeza—. Teníais razón, esto era lo primero que debió de leerse: habríamos concluido mucho antes.
Con un gesto de desentendimiento, desvié los ojos por el Salón, reluciente a la luz de las antorchas. Vi las pinturas de la cúpula, que representaban el opulento y alegre pasado; me vi a mí mismo vestido de blanco y amarillo, cosa que no había observado antes; hice girar la sortija del sello en mi meñique izquierdo; traté de que el silencio se sentara, como un huésped de honor, entre nosotros...
—¿Queréis darme a entender que no estáis de acuerdo en el plazo? —preguntó el conde con un asombro tan desmesurado que pareció fingido.
—Eso os digo.
Su boca se curvó, con un mayor desdén, en una sonrisa que nos insultaba.
—Señor... —empezó a decir Aben Comisa, pero lo detuve con los ojos.
—¿Qué solicitáis vos entonces? —dijo el conde tras una pausa y muy a su pesar.
—Sesenta días como mínimo, para ablandar al pueblo —me vino a las mientes El Pequení—, para preparar las entregas y para evitar las posibles revueltas. Es algo que interesa tanto a vuestros reyes como a mí.
—Todo eso se resuelve en menos de los treinta días que os ofrezco.
Sólo con uno, podría yo poner a punto la ciudad y “ablandar” a sus habitantes —se recreó en el “ablandar”.
—Vos, puede; yo, no. Nuestros procedimientos son distintos; precisamente es eso lo que más me conturba.
El conde se revolvió en la jamuga donde estaba sentado. (Al llegar declinó sentarse sobre cojines, según nuestra costumbre, que también era ya la suya: fue su manera de no dejarse seducir.) —Señor, traigo la orden de plantear tajantemente el problema del plazo: o entregáis la ciudad en esa fecha, o mañana mismo la asaltamos a sangre y fuego.
—No sé si ésa es la orden exacta que traéis, aunque me extrañaría; de haberos sido factible el asalto, no estaríamos sentados aquí juntos, bebiendo jarabe de manzana y comiendo pasteles de almendra. Por cierto, ¿deseáis una bebida algo más fuerte?
—Sí —exclamó irritado—: me gustaría algo mucho más fuerte. Si de mí dependiera, hace tiempo que estas necias discusiones habrían terminado.
—Señor conde... —comenzó Aben Comisa.
—¡Dejadme en paz! —le atajó Tendilla, y supe que el exabrupto me estaba dirigido.
Habló El Maleh:
—Ya contestes en el contenido, el tema del plazo podríamos postergarlo para una próxima entrevista.
Iríamos nosotros...
—Nada de postergar. Por vosotros estaríamos postergando la entrega hasta el juicio final.
¡Ahora o nunca!
—Señor —dije en voz baja—, soy el sultán de este Reino, dueño de darlo o de negarlo. Y dueño, en consecuencia, de señalar la fecha en que lo dé. Vuestros reyes proponen condiciones, que yo puedo aceptar o rechazar.
—Os atendréis a las consecuencias —casi gritó.
—¿Es que he dejado de atenerme a ellas ni un solo día? Lo menos que cabe esperar de los fuertes es que tengan buenas maneras.
—Ya me habían dicho de vos que erais dubitativo y veleidoso.
—Sí, no acostumbro a entrar a caballo en casa ajena. Sé que os lo habían dicho. —Miré a Aben Comisa, que desvió los ojos avergonzado—. Por cortesía no os repito lo que a mí me dijeron de vos, y aun lo que he visto.
Su irritación se desbordaba:
—Nos obligaréis a hacer lo que no quisiéramos. Mañana, quinientos cautivos moros de los que tenemos en Santa Fe serán liberados. Y vendrán a Granada, cada uno con una copia del tratado secreto en que vos y vuestros consejeros conseguís insolentes ventajas personales. El pueblo sabrá así cómo ha sido subastado.
—Os respondo, señor conde —repliqué sonriendo—, porque estáis en mi casa y porque no tengo cosa mejor que hacer. Mi hijo duerme ahora; si no, me iría a entretener con él: perdería menos tiempo. Si podéis hacer en una noche quinientas copias de cualquier documento, tenéis el real de Santa Fe mejor organizado de lo que imaginaba. Si lo que deseáis es que mis vasallos me asesinen, habéis tenido mejores ocasiones de lograrlo, porque los motines que he sufrido fueron todos provocados por sus altezas. ¿Para qué, pues, esperar hasta hoy? —El conde había vertido un poco del jugo de su vaso—. Os excitáis demasiado. Y amenazáis demasiado también: o un asalto, o una delación pública. Y delación, ¿de qué?
¡De haber obtenido “insolentes ventajas personales”! No hablo de mis consejeros: lo que les hayáis dado a espaldas mías es cosa vuestra y de ellos; yo lo ignoro, no meto mis narices en las jugadas de los criados. Pero ¿de veras llamáis un buen negocio a trocar todo mi Reino por unas tierras yermas en Andarax y Ugíjar? ¿Lo hubiérais hecho vos? ¿Llamáis “insolentes ventajas” a que mi madre la sultana conserve sólo una parte de las propiedades que como horra le corresponden, y que son patrimonio privado de ella, no del trono? ¿Llamáis “ventajas personales” a salir infinitamente peor parado que cualquiera de mis vasallos, que conservará, según vos, cuanto posee? ¿Y, con la prueba de esa mala venta, los queréis sublevar en contra mía? Señor conde, no me gustáis, ni me gustan vuestra actitud ni vuestro tono; pero os voy a hablar en él, para que oigáis cómo suena. —Alcé la voz—. Yo soy el propietario de este Reino. Si habláis de vender, yo vendo lo que es mío; pero a mi pueblo, no. En lo que hemos leído creo que queda claro. Y en el plazo que exijo, también queda.
—Os conozco. He pasado mi vida en Andalucía. Conozco las tretas y las mañas de los de vuestra raza.
—De tretas y de mañas nos faltaba a los andaluces mucho por aprender; desde hace unos cuantos años, sabemos mucho más. Yo también os conozco, señor conde.
Incluso he leído los versos de vuestro abuelo Santillana, lo que no sé si vos mismo habréis hecho, y sé que sois sobrino del Cardenal de España, lo cual os califica frente a mí. Pero, por mucho que hayáis vivido en Andalucía, aunque hubiesen nacido aquí todos vuestros abuelos, sangre andaluza no lleváis, ni la llevaréis nunca. Afortunadamente, diréis vos... Andalucía la hemos hecho nosotros, señor; a vosotros os cabe el dudoso laurel de deshacerla. No nos vengáis con fatuidades. Vuestros títulos, que os parecen tan grandes, los ganaron soldados de fortuna a costa de la nuestra. —Hizo una mueca soberbia y colérica—. Sosegaos. Para hacer olvidar tales orígenes se necesitan muchas generaciones. También los tuve yo; pero los sultanes de mi Dinastía hemos sido treinta y uno, y mi tío “el Zagal” fue, sólo de los nombrados Mohamed, el decimotercero: un número decididamente infausto.
—Me temblaban las manos; así fuerte la sortija que antes acaricié para que nadie lo notara—. Vos sólo sois el segundo conde de Tendilla; hace muy poco que empezasteis a encumbraros: por eso justifico vuestros ímpetus. Fijaos, en cambio, en mí: yo no soy ambicioso. Gracias, claro, a que mis lejanos antepasados sí lo fueron.
Yo lo he tenido todo ya, señor conde; no aspiro a tener más. La ambición, en el fondo, es cosa de vasallos. —Señalé a Aben Comisa y a El Maleh—. De estos míos, pero también de los de vuestros reyes. Quien empieza a medrar es siempre codicioso; quien se apea, ya no. —Podía cortarse su ira; la sentía a mi alrededor como un reptil. Cambié la entonación—. Dispensad que os haya aburrido con estas reflexiones. Si no traéis el poder suficiente para negociar el plazo que os propongo, llevad mi proposición a vuestros reyes. No sé si ellos la aceptarán, pero en cualquier caso la entenderán mejor que vos.
La provocación dio resultado.
Saltó el conde:
—¿Es que dudáis que traiga poderes suficientes de representación?
—Ni entro ni salgo en ello.
Si es así, resolved.
—Sólo pensando en la largueza de ánimo del rey y en la caridad maternal de la reina, me he contenido al escuchar esas torpezas que llamáis reflexiones: los fuertes hemos de tener para los vencidos una actitud cortés.
—Un poco tarde lo recordáis, señor.
—Para que certifiquéis una vez más la grandeza de miras de nuestra religión, que no desea que muera el pecador, sino que se convierta y viva; para que certifiquéis qué ciertos descansamos en la alianza con la divina providencia, y cómo lo que podríamos tomar por las armas lo adquirimos con fraternales pactos, en nombre de sus altezas los reyes de Castilla y de Aragón, os concedo la prórroga del plazo tal como lo pedís: sesenta días a partir de la firma, que escribiréis ahora, día veinticuatro de noviembre.