El manuscrito carmesí (63 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Y además cargaréis con la ingrata y borrosa responsabilidad que la Historia necesita volcar sobre unos hombros únicos.

Me temblaba la voz al murmurar:

—”El Zogoibi”, traidor.

—Por esa majestuosa resignación es por lo que estoy aquí.

Vuestro tío “el Zagal” será siempre “el Valiente”. A vos os ha tocado la peor parte, y la última. Perdéis cuanto tuvisteis; salís de vuestra Alhambra dando un portazo que se oirá en el mundo, y es por esa generosidad justamente por lo que seréis injustamente acusado. Que el débil es el fuerte lo sabremos muy pocos.

—Conviene que sea así. Es difícil apoyarse en la virtud de la docilidad cuando desde niño le inculcaron a uno la de la rebeldía.

En todo caso, la trama en que me he visto envuelto es tan espesa que ni yo mismo soy capaz de decir dónde comienza la culpa y de quién es.

Todo se me ha ido acumulando encima de un modo indescifrable.

Acaso la vida me dé tiempo para desembrollar esta madeja; pero ahora no lo tengo: puede que sea mejor... Ahora necesito dejar de lamentarme, y suplicaros unas cuantas cosas.

—Contad conmigo.

—Oídme. Cuando Granada sea de vuestros reyes, no quedará esperanza para ningún cautivo musulmán, esté donde esté. Los alcaides y los muftíes y los sabios de esta ciudad opinan, como yo, que Dios no nos perdonaría el pecado de no liberarlos antes.

—Eso lo opináis vos, señor, no los muftíes.

—Y Dios también lo opina.

Por eso yo pido a sus altezas la libertad de todos, sean de Granada o del Albayzín, o de sus arrabales y de sus alquerías. Que no pierdan más ellos de lo que todos pierden.

Y que sean sus altezas los que paguen a los dueños que los tengan, porque mis granadinos no entran en otra cuenta que en recibirlos libres.

—¿No veis, señor? Lo que os decía.

—Y os pido asimismo, don Gonzalo, que sea vuestra palabra la que avale que nada le ocurrirá a los quinientos rehenes, hijos y hermanos de los principales, que se me piden por diez días para garantizar la posesión pacífica de la ciudad. La palabra del rey, tan incumplida con los mudéjares, no será para mi pueblo garantía bastante, y se provocarían insurrecciones y motines que yo sería el primero en comprender.

—Por vos me comprometo. ¿Alguna cosa más?

—Que los judíos gocen de los beneficios de esta capitulación en el mismo grado que los musulmanes.

Juntos hemos vivido la historia de este Reino, y no es cabal que, aunque entre los cristianos muchos los aborrecen, les demos nosotros de lado en esta hora. En un naufragio, todos los que van en la nave son iguales. —Hice una pausa—. Y escuchadme: cuando se acerque vuestro ejército... —Me temblaron los labios. Don Gonzalo, por delicadeza, apartó los ojos—. No será menester que vuestro ejército entre en la Alhambra sino por fuera y poco a poco, por el amor de Dios. Puede entrar por la Puerta del Refugio, que tenéis tan a mano, o la de la Loma, ya sabéis, entre la Acequia Grande y la Acequia del Cadí, si es que os viene mejor. Y me atrevería a pedir que se encargaran de ocupar los palacios aquellos capitanes vuestros que les dan mejor trato a los mudéjares: don Rodrigo de Ulloa, que tiene Ricote, o Portocarrero, que tiene la Palma, o vos, señor, que tenéis Illora y me tenéis a mí. —Una lágrima rebelde me mojaba los párpados; pasé la mano, rápida, por ellos—. Y que se miren bien las cláusulas todas de las capitulaciones: las del común de la ciudad, sobre todo, y las de la sultana madre; que ningún ulema ni ningún alfaquí hallen nada que oponer, ni se deshagan unos puntos con otros, ni se contradigan, porque será escarbar con el cuchillo en las heridas. Y os encarezco que lo testifiquen de veras, con responsabilidad plena, vuestro príncipe heredero y vuestros grandes, además de los reyes, y vuestros obispos y vuestro padre de Roma.

Porque todas las precauciones son pocas cuando se entrega un reino y se confía a los súbditos en manos forasteras.

Se me quebró la voz. Don Gonzalo, al notarlo, dio un quiebro a la conversación.

—Para vos, sobre lo estipulado, ¿nada pedís?

—Como hasta mis monturas estarán contadas —le sonreí—, me atrevería a pedir cuatro acémilas buenas y dos mulas, que sea la una de ellas alta y ancha, para que pueda sufrir a El Maleh, que es también alto y ancho.

Rió don Gonzalo y dijo:

—Ya El Maleh tendrá mulas que lo lleven, según lo que ha sacado de los reyes; pero se hará como decís, aunque tenga yo que pagar esa mula que cargue con el peso del más grande traidor.

—Unos con otros, allá se van todos. Y, por fin, don Gonzalo, hablad con vuestra reina, a la que tanta afición tenéis como ella os tiene a vos. Todo lo pactado se escribió para ser cumplido en el plazo que se concierte; pero ¿y si no se llega a un concierto en el plazo? ¿Se deshará lo que con tanto esfuerzo hemos conseguido? ¿No tendremos siquiera sesenta días para ordenarlo todo desde aquel en que se firmen las capitulaciones?

—Yo, que vine a veros en mi nombre, no en el nombre de nadie, me vuelvo al campamento lleno de recados que dar en nombre vuestro.

Me miraba y se sonreía. Yo le repuse:

—A los hombres y a los reyes se les mide en la derrota, dijisteis antes; pero se les mide también en la manera de saber ganar.

Yo era un adolescente cuando os vi por vez primera. Mi padre os recibía con otros caballeros. Los temas fueron entonces muy distintos; pero algo dentro de mí me dijo que vos erais también distinto de los otros. Aquella primera vez no me engañé... Hoy es la última que nos vemos a solas.

—¿Quién puede asegurarlo? —me interrumpió.

—Cualquiera, don Gonzalo.

Habría deseado que a esta conversación asistieran, detrás de esos tapices, los míos y los vuestros.

La verdadera historia de esta Península que es una piel de toro va a terminarse ahora; sé que no estáis de acuerdo, pero así es.

Ahora vendrán capítulos dorados en que nosotros no estaremos. Digo nosotros, y me refiero a los musulmanes; vos sí estaréis como protagonista.

—¿Cómo no vais a estar? Se os respetan todas vuestras diferencias de una en una: lo habéis firmado vos.

—No estaremos. Vuestros reyes se encuentran demasiado seguros de sí y de lo que quieren; los criados nunca marcan la conducta de la casa. Y, sin nosotros, la historia de España será otra. Cristianos y musulmanes, durante ocho siglos, hemos vivido y muerto los unos por los otros; nos hemos observado, odiado, perseguido, imitado; hemos convivido. ¿Cómo viviréis ahora sin el otro, en qué espejo miraros, qué Granada añorar, qué Paraíso perdido para reconquistar, qué quiméricos jardines echar de menos en medio del invierno? Tendréis nostalgia de nosotros, porque no sabréis qué hacer con Granada...

Todo lo que colorea nuestra vida, la nuestra, se considerará pecado y crimen: la variedad de los amores corporales, la pasión esencial por este mundo, el refinamiento y la indolencia. ¿Qué será, fuera de ellos, Granada, sino un bien decorado túnel que no conducirá a ninguna luz? Vuestras plegarias han sido concedidas: quizá eso es lo peor que a un pueblo guerrero le puede suceder; ahora tendréis que inventaros aventuras nuevas, nuevos proyectos inimaginables, enemigos diferentes. Porque, ¿qué es Castilla sin enemigos, don Gonzalo?

—Rompió a reír—. Vos y yo, en esta helada noche, representamos la verdad verdadera: el frío de Granada y, en él, el abrazo de los dos contrincantes. Para los demás se queda la calidez embalsamada de una ciudad que tantos siglos anhelasteis, y que es mentira, y el asalto y el poderío con el que la adquirís, que también es mentira.

Para los demás se quedan Dios y Santiago, las banderas al viento, la cruz sobre los minaretes, el “plus ultra” y la Y y la F de vuestros reyes rompiendo la geometría de nuestro alicatado; es decir, la fanfarria y la excitación. Aquí todo se ha reducido a una forzada operación de compraventa; para que todo siga lo más parecido posible a lo que hay, desaparezco yo. Sin embargo, no os bastará con eso: se procurará que desaparezca todo; se tratará de borrarnos cuanto antes, con nuestros bienes y nuestra religión, pero sobre todo con nuestras costumbres que llamáis licenciosas, y nuestra lengua y nuestra cultura, que estorbarán a la unidad artificial que buscan vuestros reyes.

No sólo cambiará de dueño el Paraíso, sino que el tiempo durante el que fue nuestro será raído de la historia. Ocho siglos se comprimirán entre dos parpadeos. Después, hasta nuestros nombres sonarán ajenos y serán abolidos, y nuestro rostro quedará, encadenado por el cuello, tan sólo en el escudo de dos nobles como símbolo de lo que nunca debió ser. Todo ha de volver a su cauce anterior; para eso, desarraigar religión, lengua, usos y leyes es una precaución que hay que tomar... Y aquí estamos, despidiéndonos, las dos últimas personificaciones de lo que la desmesura de estos siglos ha sido.

Del choque de dos mundos, en este campo que ya se llama España, saltaron chispas que han enseñado todas las ciencias y todas las artes a los extraños; pero uno de los mundos se ha deshecho en el choque.

De la unión de dos cuerpos, en esta yacija que ya se llama España, ha brotado una fascinación inolvidable; pero en el amor uno de los amantes pierde siempre... No nos olvidéis, don Gonzalo, vos al menos. El alma de un pueblo es algo que no puede morir; puede ocultarse como se oculta una rosa, o secarse como una rosa, pero permanece como permanece su olor.

Decidme, ¿cómo fueron los muchachos beduinos ya olvidados? Nadie lo sabe y, sin embargo, dentro de mí, esta noche, late el corazón de un muchacho beduino.

Me levanté al mismo tiempo que él. Me abrazó. Fue a apartarse, azorado por su gesto impulsivo, pero lo abracé yo. Me dijo:

—Ojalá, “inch Allah”, a esta reunión hubiesen asistido los vuestros y los míos. Así no olvidarían nunca la enamorada y tormentosa aventura que han vivido en común.

Sólo cuando se hubo ido don Gonzalo caí en la cuenta de que habíamos empleado en la conversación indistintamente el árabe y el castellano. Sin embargo, él habló más en árabe, y en castellano, yo.

Por fin estaba persuadido de que se había hecho más de lo humanamente posible. Gracias a nuestras fingidas reticencias, las capitulaciones eran para mis súbditos las más ventajosas que jamás se firmaron por unos reyes cristianos para recibir ciudad alguna. Yo era quien más perdía, pero también quien tenía más: de soberano pasaba a ser vasallo. Ganaba, en cambio, esa paz casi fúnebre que proporciona la desgracia una vez que se consuma y que se asume.

No obstante, la misma largueza de Fernando me hacía desconfiar.

Por su ansia de Granada y por su prisa había aceptado un tanto a la ligera. Por eso exigí que cada cláusula se expresase con toda nitidez en privilegio fuerte, firmado, rodado y sellado. Y solicité la confirmación del príncipe áentonces no sabía que jamás iba a heredar las coronas de sus padresú y del Cardenal de España y de los maestres de las órdenes militares y de los prelados y arzobispos, por lo que sirvieran para más adelante, y de los marqueses, condes, adelantados y notarios mayores. Quería que todas sus firmas estuviesen allí, y que fuesen conocedores y testigos y avaladores de lo concertado, y que la palabra de cada uno reforzara las ingrávidas palabras de los reyes, de forma que lo contenido en las capitulaciones valiera y fuera inamovible ahora y después de ahora y en todo tiempo para siempre jamás. Y, recelando aún de la firmeza de todos esos hombres, solicité que el Papa de Roma verificase con su firma lo acordado; con ella salvaría de la precariedad las palabras humanas.

Todo se hizo tal cual yo lo pedí; sin embargo, no se obtuvo ese último recaudo: los reyes se resistieron a mezclar en sus asuntos —que cuando les convenía eran temporales y, cuando no, ocupación de Dios— a la cabeza de la Cristiandad. Con la disculpa de que la recogida de esa firma alargaría aún más la conclusión de los tratados, declinaron la exigencia. Y ofrecieron bienes y dinero a mis emisarios, que se los embolsaron en la seguridad de que ni rechazándolos se llevaría a cabo la firma del pontífice. Cuando leí los códices, se me antojó su falta un mal presagio.

Lo más importante, de lo que el resto era una enumeración de previsiones desglosadas, se resumía en esto:

“Sus altezas y el señor príncipe don Juan, su hijo y sus descendientes, tomarán y recibirán al dicho rey Muley Boabdil y a los dichos alcaides, cadíes, alfaquíes, sabios, muftíes, alguaciles y caballeros y escuderos y comunidad, chicos y grandes, machos y hembras, vecinos de la dicha ciudad de Granada y del dicho Albayzín y de sus arrabales y villas y lugares de su tierra y de las Alpujarras y de las otras tierras que entraren bajo este asiento en capitulación, de cualquier estado o condición que sean, por sus vasallos y súbditos y naturales, y bajo su amparo y seguro y defendimiento real, y los dejarán y mandarán dejar en sus casas y haciendas y bienes muebles y raíces y leyes y religión y costumbres, ahora y en todo tiempo para siempre jamás, sin que les sea hecho mal ni daño ni desaguisado alguno contra justicia, ni les sea tomada cosa alguna de lo suyo, antes serán de sus altezas y de sus gentes honrados y favorecidos y bien tratados como servidores y vasallos suyos.”

El único descanso de mi alma era que a todos se nos tratara mejor como servidores y vasallos que como enemigos; mi única inquietud, que así no fuese. Acertó la inquietud.

Aben Comisa no se avenía a que El Maleh hubiese acaparado las negociaciones. Casi en vísperas de las firmas escribió al conde de Tendilla, recién llegado de Alcalá la Real, con el que mantenía buenas relaciones y del que supo que iba a ser nombrado máxima autoridad militar y civil de Granada. Tales relaciones se habían afirmado meses atrás, cuando el conde apresó a una sobrina de Aben Comisa que se dirigía a Tetuán para contraer matrimonio con su alcaide. Las gestiones del rescate fueron laboriosas. Yo ofrecí la entrega de unos cuantos sacerdotes cristianos y de otros cien cautivos. Tendilla trajo a la joven Fátima a las puertas de Granada, pregonando entre los cristianos que era el suyo un ademán caballeresco y que, por si no era bastante, al enterarse de su rango y de sus circunstancias —como si no los supiera de antemano—, le había hecho un presente de joya por su boda. Todo fue una faramalla del conde que, de tal modo, consiguió sus propósitos y una fama de galantería y gentileza que no le era debida.

En su carta de ahora, el rastrero Aben Comisa le advertía indignamente que, dentro de la ciudad, no marchaban las cosas tan bien como se sostenía; que era “dificultoso reducir a un pueblo tan grande si una vez se alteraba”, y que todos conocían lo inconstante de la condición del sultán. Ante estas amonestaciones, quiso el conde entrevistarse conmigo para cerciorarse de la situación. Lo recibí en la Alhambra, en el Cuarto de los Leones.

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