El manuscrito carmesí (71 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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O vieron todavía más lejos de mí mismo, después de mí, cuando yo forme parte del pasado de otros, a los lectores que vendrán, ya desprovistos de la Alhambra y del trono, o incluso ajenos a nuestra Dinastía y a su ansiedad. Me alegra suponer que unas manos que ya no existen —me pregunto si no existen— abrieron esta cubierta, pasaron estas hojas; que una mirada que no existe —o existe acaso sólo por este libro— se deslizó sobre estas líneas, descifró esta frase, se sumergió en el laberinto de esta caligrafía. Me rejuvenece pensar que alguien como yo hoy, pero hace siglos, interrumpió un momento la lectura y reflexionó con un dedo entre estas mismas páginas, mirando como miro yo al vacío, entre muros quizá ya derruidos y ante un paisaje quizá irreconocible.

Aparece la vida —o aparecemos nosotros en la vida— avasalladora, ecuestre, verde, jocunda; nos deslumbra, y luego continúa sin nosotros. Hoy está aquí, en esta apartada fortaleza, en esta virginal mañana de fines de febrero en que se infiltra ya la primavera; una mañana que han hecho posible mis predecesores porque me hicieron a mí y a estos libros ilustres. De ahí que, pese al sentimiento de fracaso que me impregna, esta intensa mañana yo me sienta comprometido a oír y a ver y a acariciar —a vivir, en una palabra—; porque con mis ojos y mis oídos y mis manos, ven y oyen y acarician los que llamamos muertos acaso desacertadamente. Otra limpia mañana vendrá, y yo ya no estaré. Estarán estos libros y algún otro lector.

Y acaso él recordará mi nombre sin facciones, y yo veré por medio de sus ojos, y escucharé la armonía del mundo por medio de sus oídos, y acariciaré el aire azul y gozoso con sus manos. Para mí entonces, dormido sin remedio, se rendirá y se consumará la impetuosa carrera de la vida: la carrera que hoy me toca a mí seguir en el puesto de quienes antes la corrieron.

Leo la poesía de los viejos poetas de Bagdad o de Córdoba, de Sevilla o de Murcia, o de los más antiguos aún y de más remotas tierras, cuyo lenguaje es casi incomprensible porque la expresión de la vida se ha transformado más que la propia vida. Con los poemas viajo “en compañía de guerreros de pelo crespo, que afrontan la muerte sonriendo, como si perecer fuese su fin único: beduinos de pura sangre que, cuando relinchan los caballos, saltan impetuosos de la silla, llenos de brío y de placer...

Lo que más les complace es matar adversarios, pero el destino tampoco les prolonga mucho su plazo, después del de sus víctimas...”

Estos versos los escribió un poeta de Cufa, que pensó de sí mismo lo que yo de los libros:

“Irán mis versos al Oriente, hasta donde ya no hay más Oriente, y al Occidente, hasta donde se acaba el Occidente.”

En los poemas de los viejos poetas leo las quejas tan vivas de sus amores, y leo la agitación de sus corazones cuando fueron correspondidos.

La poesía me alcanza más cuando brota del libro, y se despierta de él, como de un lecho, y es abrazada por la voz y desperezada por la música. Me gusta leérsela, armonizada con algún instrumento, a Moraima y a Farax, cuando los demás se han retirado, y provocar en ellos el “tarab”: la alteración física por la tristeza o por la alegría, el éxtasis, el rapto.

—En tanto que el “tarab” te bambolee —me dijo anoche Moraima—, nada se habrá perdido.

Y me lo dijo ella, que, recostada entre los almohadones, había sollozado irreprimiblemente con el poema que le leí, mientras Farax arrojaba, delirante, los dátiles de una bandeja por la ventana, y se golpeaba después con la bandeja en la frente. Decía así el poema:

“Grita mi nombre cuando muera.

El llanto aquí no cabe: todavía la boca no me sabe a ceniza.

Inmóvil esta luz se rezaga sobre el jardín.

Cansada y no marchita retorna a las constelaciones de las que descendía.

Sobre nosotros caerá lo oscuro en vano, porque el sol, al acecho en su cubil, maquina la venganza.

Desterrados del mediodía, la oquedad pronto de la tarde nos sorberá como el jugo a una toronja.

Astros desorbitados nos vigilan.

De par en par abiertos estamos a la noche; el insomnio es nuestro único armamento, y, alrededor del agua, la planicie perfuma.

Descuelga el lubricán desde la nieve su fatigado verde y su amarillo...

Quién cerrará estos ojos, esta boca, esta carne?

Nadie se librará del postrer día, ni del luto.

La luz se aleja, pero la vida y tú permanecéis.

Cuando muera la luz, grita mi nombre.

Mi nombre y tú ya estáis a salvo en el jardín: fuera del tiempo, su maleficio no os perturbará.”

Como Alcaide de Andarax, Bejir ha escrito ya dos cartas en mi nombre a los reyes de Castilla para implorarles —¿qué otra cosa puede hacer un vencido?— que me devuelvan a mis hijos. Moraima y yo, aunque no hablemos de ello, no los apartamos de nuestro pensamiento. El pequeño Yusuf nos echará aún más de menos que Ahmad, educado en la separación, a pesar de que Moraima me recrimina que opine de este modo.

Aben Comisa y El Maleh van con frecuencia, si bien nunca juntos, a Granada. Se entrevistan allí con Hernando de Zafra, ahora regidor perpetuo de la ciudad, con el que El Maleh ha estrechado una amistad muy útil para nosotros y nuestra información, aunque supongo que será aún más útil para ambos.

Me cuentan, y así debo creerlo, que el rey se porta muy generosamente con los musulmanes: les administra justicia con equidad, les dispensa de los tributos, y es con ellos solícito y respetuoso. Por lo visto, los cristianos se lo echan a los nuestros en cara: ‘No os quejaréis —les dicen—: más ensalzados y honrados por nuestro rey sois vosotros que nosotros’. Sin embargo, El Maleh conjetura que la intención del rey es conseguir lo que está consiguiendo: confirmar la opinión de la gente en que durará tal clemencia para que se resuelvan a vivir con los cristianos y compren casas y tierras y se arraiguen. Al rey viene que abandonen la ciudad para pasar a África: ¿quién trabajaría sino ellos, quién conoce las tierras y los riegos, quién realizará las labores humildes que ningún cristiano aceptaría, porque para eso no salió él de Castilla?

Sobre mis hijos sólo les ha dado Zafra, hasta ahora, buenas palabras y una muy breve carta de Ahmad.

Moraima lleva unos días muy pálida. Desganada y absorta, pasa las horas muertas sentada ante una ventana sin darse cuenta de que se ha ido la luz, o deambula por la casa sin detenerse en ninguna labor ni habitación concretas. Yo la observo en silencio, y se me cae a los pies el alma.

El médico, que también es judío y se llama Yusuf, asegura que nada grave le sucede. Se trata de una pasión del ánimo —¿no es eso nada grave?—, que le estruja el corazón con una fuerza insoportable cuando recuerda a nuestros hijos.

—Quizá si tuvieseis uno aquí, se curaría —me ha sugerido hoy.

—Pero no tenemos a ninguno de los dos —repuse suspirando.

—Me refiero a que la dejases embarazada y diera a luz aquí.

—Tendré que consultarlo con ella. El remedio puede ser peor que la enfermedad. Quizá, hasta que nosotros no alcancemos la certidumbre de que amamos la vida, no debamos engendrar otra nueva.

—Yo amo la vida —me confesó hace días Moraima— porque tú estás en ella. Si así no fuera, dejaría de amarla.

—¿Es que a nuestros hijos no los amas?

—Sí; ellos son como una prolongación tuya para mí. Son, para mí, tú mismo de otra forma. Tú aquí estás incompleto.

Llevo una vida reposada y perezosa. Quizá la felicidad consista sencillamente en este adormecimiento. Por la mañana, salgo con Farax a vigilar cómo construyen el breve jardín. Hoy le decía, y me escuchaba él con una atención de discípulo:

—Nuestra sabiduría sobre los jardines proviene de los nabateos, que convirtieron los ásperos desiertos de la Arabia pétrea en una tierra fértil. Ellos poseían grandes conocimientos de la relación que hay entre los movimientos celestes y los crecimientos vegetales. Todos los primitivos pueblos agricultores han considerado el cielo como la fuerza activa y generadora, y la tierra como la fuerza paciente y receptora del universo.

—¿Igual que el hombre y la mujer?

—Más o menos. Y en esa teoría se funden los dos sentidos: el espiritual e ideal, y el material y práctico. La agricultura siempre la ha referido el hombre al culto de la Divinidad. Cuando no ha sido así, no la ha amado, ni la ha desenvuelto con la debida unción.

Eso es lo que le sucede a los cristianos, y a los romanos antes; ellos son agricultores de secano, de los que sólo usan el agua cuando la tienen cerca. Para nosotros, el jardín es un reflejo, o mejor aún, una anticipación del Paraíso.

¿Ves? —y le mostraba lo que le exponía—. Aquí he dispuesto la alberca: en el centro de dos ejes, que se cruzan en ella y señalan los cuatro puntos cardinales del horizonte, a semejanza de los ríos del Edén. Nuestros primeros antepasados árabes, estudiosos de otras culturas, tomaron esta iconografía de los mandalas budistas, y la difundieron por el mundo. El jardín representa de ese modo un símbolo de vida, un esbozado laberinto, como una miniatura del cosmos. En nuestro idioma, jardín y Paraíso se expresan con la misma palabra, y también jardín y cementerio. Porque todo es uno y lo mismo. Yo opino que la tierra y el cielo son recíprocos, se miran y se anhelan... —Y añadí—: Aquí estoy preparándome mi tumba como un imperecedero domicilio. No quiero que me lleves a Mondújar: he renunciado a aquella compañía; en mí se rompe la cadena de mis antepasados.

—¿Piensas que vas a morir antes que yo? —exclamó Farax riendo.

—Te lo ruego, Farax. Nunca me has decepcionado; no lo hagas al final. No te perdonaría... Yusuf III, el constructor de mi casa, mandó grabar en su estela fúnebre:

“Que empape este sepulcro la lluvia de las nubes, y que lo vivifique.

Que el húmedo jardín haga llegar hasta él el frescor de su aroma...”

‘Cuánto ha sido siempre nuestro fervor por el agua. Nunca la malgastamos: es preciso lograr grandes resultados con cantidades mínimas; no hay que usar el agua como fuerza estruendosa, sino como un murmullo pacificador. En realidad, seguimos siendo gente de los desiertos, que no se acostumbra a tenerla a la mano. Por eso en ella juntamos el deleite y la utilidad —le señalaba una raya imaginaria aún en el jardín—. Hasta aquí el agua se derrama, trina, goza, y en este templete nos curará de la melancolía.

Desde aquí, la pondremos a trabajar: rociará verduras y frutales.

En su tratado sobre la agricultura nos aconseja cómo hacerlo Ibn Luyún. Yo pienso que hay que crear el silencio para que el agua rompa ese silencio; hay que aceptar el calor para que el agua lo refresque; hay que crear el secreto para que alguien lo comparta.

De repente, Farax se detuvo y musitó:

—No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del amado.

—¿Dónde has leído eso? —le pregunté con asombro.

—En uno de tus libros.

—Gracias, amigo —le dije, y proseguí—: El jardín, si no representa nuestra alma, es que no está bien hecho. Ocurre con él como con la arquitectura; pero, así como una muralla puede tenerse en pie mil años, un jardín es más delicado y más efímero: necesita solicitud, constancia, miramientos.

En una palabra: como nosotros mismos, necesita de amor.

Mis horas, sin apresurarse en absoluto, resbalan de puntillas y equivalentes. ¿Tienen razón los relojes de sol de los romanos:

’Todas hieren; la última, mata’?

Hoy no sé si el sol tiene razón: no lo hay. Hace días que llueve.

Separo los ojos del libro, y se anegan con las cortinas de la lluvia, mansas ahora, pero no ayer.

Ayer reinó el viento con una indiscutida tiranía. Incansable y acezante, recorría el endeble jardín y el campo entero. Se erguía colérico, retumbaba, se revolvía como un toro invisible. Destrozó cuanto se opuso a su no sé si ciega voluntad: desgajó ramas, asoló los rosales que habían traído de Granada, zarandeó los grandes árboles del monte. Alzaba, sobre un constante bramido sordo, silbidos hoscos y acelerados; sobre un movimiento, alzaba otro dispar; llegaba al paroxismo en rachas súbitas, como si por irritación se hubiese propuesto destruir el mundo, y le irritara aún más no conseguirlo.

El viento fue ayer un rey desconcertado e insomne, que a todos nos traspasó su insomnio y su desconcierto. Con un mohín asustado, Moraima me rogó que le pemitiese pasar conmigo la noche. El viento gimió fuera, se retorció, se enredaba en sí mismo, trepó, se derrumbó, serpeó, erigió altas torres vanas, expolió los retoños, ignoró el olor de las jaras y de los romeros y, olvidado de todo, balanceó la tierra. Moraima se arrebujaba contra mí para no oírlo.

Hoy la lluvia, liberada del viento, cae con misericordia.

Leo a Ibn Hudail, el experto en paladines:

“Se derrama la crin por su ágil cuello como lluvia que cae sobre guijarros lisos.

Cuando otros purasangres, exhaustos, arrastran polvaredas sobre el pedriscal, él se impacienta fogoso todavía, bulle su furia, y el fragor de sus cascos es igual que el hervor de un caldero.

Raudo es como la peonza liada con un cordel que un niño descorre y suelta de su mano.

Cuando galopa, levanta las piedras, las parte con sus patas que marcan como hierros al rojo.

Montado solo en ellas, esbeltas y seguras, salta con ligereza, y es vigoroso en todo.”

Obsesionado por el clima, no sé si habla de la lluvia, del viento, o de un caballo.

En la última carta que Bejir el Gibis escribió a los reyes reclamando a mis hijos, les pedía que los enviaran a Andarax conmigo y con su madre. ‘Tener a los hijos —le recordaba a la reina—, no es sólo darles la vida, sino prepararlos para la suya con el calor y el roce.’ Yo añadía una sugerencia nueva: que los manden pasar a África. Por una parte, quizá eso sea menos dificultoso de obtener; por otra, mi deseo es que mis hijos se eduquen con arreglo a la cultura y a la acepción de la vida a las que sus abuelos y su padre pertenecen. No estoy seguro, sin embargo, de lograrlo en África.

El Maleh me ha traído, desde Granada, la opinión de Zafra. En definitiva, ésta precede o se adhiere a la de los reyes: coincide, en todo caso. Parece que se duda si enviar a mis hijos a África o no. A favor de una decisión positiva está que, una vez allí ellos, yo me determinaría a trasladarme también con el resto de mi familia. En contra, que, si por cualquier aciago accidente, mis hijos mueren, o caen en poder de un reyezuelo interesado en utilizarlos en su provecho, yo no pasaría jamás a África. Y, en el fondo, que pase es lo que están procurando los reyes. Les estorba mi estancia en su territorio, aunque sea tan reservada y tan mansa, como estorba una mancha de sangre, por muy seca que esté, en un traje de fiesta.

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