Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Para mi madre era la hora de su venganza: cuanto antes se produjera el resentimiento y el hastío del pueblo, antes se produciría su rebelión. Por eso espoleaba las locuras de mi padre y soliviantaba a los insatisfechos. Y decidió entretanto casarme con Moraima para poner de nuestra parte —de su parte— al honrado Aliatar.
Voy a contar algo que, cuando comencé a escribir estos papeles, me propuse silenciar. Si mi designio es contradecir las mentiras ajenas, he de decir la verdad en lo que a mí me afecta.
Desde la desgracia del gran alarde hasta la toma de Alhama todo es confuso para mí; porque yo mismo estaba confuso. Fue cuando me enamoré por vez primera, si es que aquello era amor, o si es que ha habido otra, o si es que uno no se enamora siempre por primera vez.
No tuve suerte, ni creo que sea una suerte enamorarse. En el amor hay siempre un amo y un esclavo, y, cuando el amor subvierte las posiciones de la realidad, todo lleva más de prisa al fracaso. Ahora sé que la vida no es esto, ni aquello; ni mi vida, ni la de otro cualquiera, sino un todo, y cada uno ha de responder de ese todo, que es lo que la hace avanzar. Sin embargo, entonces yo sólo tenía ojos para mi amor. Los tenía vueltos hacia el interior, de modo que me era imposible fijarlos en otro sitio que en mi propia herida por la que respiraba, y los avatares del Reino, tan decisivos de lo que vino luego, no conseguían despegármelos de allí. Porque, cuando uno ha llegado al amor, bueno o malo, y ha bebido y jugado con él, y ha sido acribillado por él, y alguna vez se ha reído, por sorpresa, mientras convivía, ¿adónde ha de mirar?
Hoy no estoy ya seguro de que el tiempo transcurra y de que no seamos nosotros los que en él nos movemos con torpeza. Quizá me conviene pensar así, no sé. Hay momentos que, si se intenta repetirlos o volverlos a gozar y sufrir, aunque sea sólo en el recuerdo, desaparecen por completo como si no hubieran existido jamás. Mientras vivimos el presente no lo percibimos. Igual que, si miramos un rostro desde demasiado cerca, no podemos abarcarlo entero: vemos arrugas que de lejos no veríamos, o el matizado color de los ojos, o la implantación de las cejas, o el sabroso alabeo de unos labios; pero ¿es eso un rostro? Es preciso que el presente se transforme en pasado y que nos distanciemos de él para entenderlo. Y entonces ya no existe: es sólo una turbia fuente de recuerdos, una baldía tentativa de resucitar lo que murió. (Lo que murió quizá con la esperanza de que nosotros, al evocarlo, estemos también muertos.) Pienso si la muerte no será un largo día de hoy construido con todos los días pasados, con todos los antiguos días ya inmóviles, ya explicables, y ordenados igual que en un tapiz los hilos, cada uno por fin en su lugar.
Si hoy presto oídos, escucho una música que viene de muy lejos, del pasado también, de cuanto ha muerto, de horas y signos distintos a los de hoy, y de otras vidas.
Quizá la nuestra —y nosotros mismos no somos otra cosa que ella— no sea más que tal música. Porque todos fuimos alguna vez mejores, o más felices y más dignos. No obstante, toda música cesa. Hasta en nuestro recuerdo toda música cesa.
¿De dónde surgió aquel extraño sentimiento? ¿Por qué me aguardaba, agazapado tras los mirtos, aquel día de mayo? Se asegura que mayo es el mes del amor; yo no conozco un mes que no lo sea. El amor, aunque yo tardé mucho en darle nombre, se derramó como un perfume por mi vida, llenando días, meses, años, de su olor; impregnando cada pliegue de mi ropa, cada sonrisa, cada tristeza mía; tiñéndolo todo con sus tonos de flor o de llaga; apartándome y desinteresándome de cuanto no fuera él; transtornando las perspectivas y las formas; convirtiendo en esclavo al amo y viceversa. Porque cada amor —luego lo he aprendido— trae su propia dicha; pero a la pesadumbre de un amor se añaden las pesadumbres de todos los amores.
Qué injusto es eso. Las heridas cicatrizadas vuelven siempre, despacito, a sangrar. Y aquel primer amor no ha dejado de dolerme todavía.
De la nada brotó, de una tranquila noche. áFue en la galería más próxima a la última habitación del palacio de Yusuf III que vi al irme para siempre de Granada mucho más tarde. De la nada brotó, de una mañana clara. ¿Quién podría decir el instante preciso en que empieza a tramar sus telas de araña el destino? Alguien se cruzó conmigo cerca de aquella habitación. Primero oí una voz, no limpia ni totalmente hermosa. Lo que la valoraba era que, dentro de ella, se desplegaba algo, igual que un ala que aún no ha empezado a levantar el vuelo y ya está el vuelo en ella. Oí la voz. Cantaba:
“Los secretos del amor sólo están en la mirada.
Unos bellos ojos ves que un hechicero creó, y, cuando se van, se llevan tu razón y tu dominio.
Tu corazón has de ver maniatado y en prisión”.
Cantaba un muchacho, al que el bozo aún no le sombreaba las mejillas. Me sonreía desde el otro lado de la alberca. Inclinó la cabeza en una reverencia, y, cuando iba a dejar de verlo porque continuaba mi camino, cortó un tallo de jazmín y se lo puso entre los dientes. No pasó nada más.
El empobrecimiento y la agitación del Reino aumentaban sin cesar. Se recibían noticias de que los abencerrajes se conjuraban contra mi padre en los territorios cristianos. No había tarde en que mi madre no me enviara, desde su casa del Albayzín, alguna queja contra la favorita.
—Tu herencia está en el aire.
Si no obras con rapidez y audacia, el trono lo ocupará un hijo de esa renegada. No puedes tolerarlo. Y, en el caso de que puedas tú, yo no lo haré.
Subía hasta la Alhambra —incluso yo, absorto en mis lecturas, lo escuchaba— un desasosegado rumor de algarada. Pero, como siempre que sucede algo culminante en mi vida, yo estaba distraído en otra cosa; esa vez, como quien ha enfermado sin saberlo. Tardé bastante en reparar con cuánta frecuencia venían a mi memoria los ojos del muchacho cantor y su gesto al morder el tallo del jazmín.
Comencé a escribir poemas que —eso creía yo— lo tomaban sólo como pretexto. Escribía encima las cansinas falsillas de los versos académicos y nada humanos de nuestra poesía, en la que los poetas se manifiestan desentendidos de lo que hacen, igual que rutinarias bordadoras. ‘Grandes sucesos —pensaba yo— ocurren a su alrededor (asesinatos, adulterios, muertes de amor, guerras, espantosas venganzas), y los poetas se limitan a hablar de narcisos, de jacintos y rosas’. E incurriendo en el mismo defecto que ellos, mientras crujían los cimientos del trono, inspirado por un pobre muchacho, yo escribía poemas.
Sólo pasado el tiempo me di cuenta de que los escribía con el jugo agridulce de mi corazón.
Durante el mes de junio vino de Almería Husayn. Desde aquella noche en su casa, tan desigual para los dos, había mantenido con él un trato muy somero. Ahora ascendía en una rápida carrera de secretario. Dio una fiesta para Yusuf y para mí. Yo comprendí que nos halagaba como hijos del sultán, y que sus atenciones eran bastardas; pero fui. En aquella zambra cantó, entre otros, el muchacho al que yo dedicaba mis versos; sin embargo, me pareció inferior al objeto de ellos, como les acaece a menudo a los poetas vanidosos. Lo encontré vulgar y gris. Ni sus ojos eran tan grandes, ni su mejilla tan florida. No cesaba de sonreír, y al parecer contaba con la simpatía de todos. Comprobé que su voz había perdido la nitidez de las voces infantiles, y aún no estaba afirmada. Sin duda, eso fue lo que me produjo la impresión de falta de limpieza cuando lo oí junto a la alberca.
—Canta como una gallina clueca —comenté—. ¿Quién es?
—Ya lo conoces —me repuso Husayn—. Es Jalib, el que cantó la noche en que se inició nuestra amistad. Entonces era un niño.
Ahora ha abandonado la fragua de su padre, y canta por las fiestas de la corte. Me extraña que no hayáis coincidido —y, con cierta malicia, agregó—, ¿o sí habéis coincidido? Parece que te mira de un modo algo especial.
—Ni he coincidido —contesté heladamente—, ni me gustaría coincidir. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Jalib.
—Pues dile a Jalib que se calle. Mejor hará llenando nuestras copas. —Sentía una sorda e injustificada irritación contra el muchacho que iba de fiesta en fiesta, y no logré disimularla—.
Es provocativo y engreído. A la gente que sólo sirve para divertirnos hay que ponerla en su lugar.
—¿Y cuál es su lugar? —me preguntó riendo Husayn.
El muchacho concluyó de cantar:
“Si vieras cómo es de guapo el mozuelo que yo quiero.
Tiene unas largas pestañas semejantes a saetas, y, en los labios, una rosa; pero no alargues la mano: con la boca hay que cortarla”.
Se acercó jovialmente a servirnos con una jarra de cristal.
Noté un vacío en el pecho: el aire me faltaba. Tendí mi copa mirando hacia otro lado, desdén que cortó la rosa y la sonrisa de su cara.
—Para volver a cantar —le advertí—, deja pasar un par de años.
Ahora no tienes ya la voz de niño, y todavía no la tienes de hombre.
—Como mandes, señor. No volveré a cantar hasta que tú lo mandes.
Al verter el vino, había salpicado la mesa.
—Has manchado el mantel.
—El vino derramado es presagio de alegría —murmuró, y su sonrisa renació en la comisura de los labios, curvados hacia arriba con delicada gracia.
—Un criado ha de servir el vino, no la alegría de los invitados.
‘¿De qué me estoy defendiendo, y tan mal?’, me preguntaba.
Le reclamaron de otro grupo, y se alejó en silencio. Bromeaban con él, lo acariciaban. Era muy querido por todos, según pude observar. Él repartía besos con gentileza, amable y dadivoso de sí mismo. Sentí una punzada que no había sentido nunca antes, y una devastadora ira también. No era amor, desde luego. ¿O era amor?
Los días y las noches se acumularon sobre mí sin otro propósito que el inexplicable de encontrarme de nuevo con el joven cantor, o copero, o lo que fuese. Se deslizaban en torno mío los acontecimientos sin dejar huella, ni rozarme apenas. Yo quería encontrarme con Jalib, pero sin provocar el encuentro, sin confesarme siquiera a mí mismo que lo deseaba más que ninguna otra cosa. Fingí que me olvidaba de él y de su nombre: qué difícil de engañar es uno mismo; porque iba a todas las fiestas a que se me invitaba con la recóndita intención de verlo. Entretanto, mi madre insistía en sus advertencias cada vez más ominosas, y me reprochaba que disipase mi tiempo —’igual que tu padre’— en músicas y zambras. Nuestras tropas sufrieron la derrota de Montecorto, que ensombreció aún más a los habitantes de Granada; sin embargo, los rondeños lo habían recuperado, lo cual alegró a todos menos a mí, que procuraba olvidar a Jalib, y por momentos lo conseguía, o al menos de eso intentaba convencerme; pero me recordaba con demasiada frecuencia que debía olvidarlo. Pronto el capitán Ponce de León se vengó de los rondeños destruyéndoles la torre del Mercadillo, cosa que echó por tierra, con la torre, la leyenda de inexpugnabilidad de Ronda. Lo irrompible ya se resquebrajaba.
Mi boda con Moraima me ayudó a separarme de las fiestas y me concentró en ella. Yo me di por curado; canté victoria demasiado pronto. Mi madre se desesperaba entre las ‘locuras sexuales’ de mi padre y las mías.
—Si alcanzo a saber hasta qué punto ibas a enamorarte de Moraima, nunca hubiese consentido en tal boda. Los nazaríes de Granada tienen que pasarse la vida mirando al enemigo. Ya que tu padre ha perdido la vergüenza, hazte tú con el trono. Nuestros súbditos quieren ser protegidos, no desdeñados.
Sus espías le traían noticias muy graves, algunas de las cuales pasaban al dominio común. La tregua llegó a su fin, y se avecinaban los peores años desde hacía mucho tiempo. El poder de los cristianos se afirmaba: la guerra con Portugal terminó con el tratado de Alca&obas por el que se reconoció a Isabel reina de Castilla; murió el padre de don Fernando, lo que le convirtió en rey de Aragón; sus fuerzas, reunidas, eran capaces de producirnos un daño irreparable; y los nobles dueños de las tierras que nos rodean, al percibir la autoridad creciente de la corona, se sometieron y se vincularon a ella. Había terminado, pues, el tiempo en que los señores, divididos, nos permitían hacernos ilusiones. Nada tenía remedio, y todos lo sabíamos.
Los informes recibidos por mi madre ennegrecían aún más la situación. Según ellos, el Papa de Roma, supremo poder de los cristianos, había remitido a los reyes de Castilla y de Aragón la orden de terminar con nosotros. Agobiado por el poder amenazador del Gran Turco al otro lado del Mediterráneo, quería que acabase de una vez la amenaza continua —tan débil, no obstante— de Granada, que, aliada con los africanos, podía constituir otro peligro en el extremo occidental.
‘No me da la gana verme como una nuez dentro de un cascanueces’, les había dicho.
Por otra parte, el designio del rey Fernando y el procedimiento que iba a emplear quedaron al descubierto. Años atrás, cuando él era aún heredero de Aragón, prometió ayuda para conquistar el trono de Granada al príncipe de Almería Ibn Salim Ben Ibrahim al Nagar que, por ser hijo de Yusuf Iv tenía a mi rama por usurpadora. Era un pleito latente, que la astucia del cristiano pretendía resucitar para salir ganancioso de nuestras disidencias. Con la ayuda cristiana, los señores de Almería, padre e hijo —el príncipe Yaya—, se comprometían a reverdecer sus aspiraciones al trono de Granada y a lanzarse a una lucha fratricida contra nosotros. En cambio, se reconocerían vasallos de Castilla, y, como contraprestación a los recursos suministrados, entregaban la ciudad de Almería.
Para cubrir las apariencias ante sus súbditos, los reyes cristianos habían de simular un bloqueo por mar y un ataque por tierra a la ciudad. No sé por qué, de lo que me contaba mi madre deduje que Husayn no era ajeno a este enredo.
Ignoraba —y no quería aclararlosi estaba del lado de Ibn Salim o del nuestro, o acaso del de nadie que no fuese él mismo; pero presumía que era él quien le suministró la noticia de estos pactos secretos a mi madre, que parecía tenerlo en gran estima y que continuamente me recomendaba su amistad y su ejemplo. Supongo que yo, para ella, resultaba demasiado poco ambicioso y demasiado desentendido de lo que en torno mío se fraguaba. Y así era: yo veía la vida como desde el centro de un torrente, distorsionada y girando a mi alrededor; absorto en lo mío, sin que me quedaran ojos para lo que, lejos de mí, ocurría. Yo era el protagonista de mi vida (o eso juzgaba, lo fuese o no; ahora pienso que no lo era en absoluto, como nadie lo es), y no veía a los demás —ni siquiera a Jalib, para mi desgracia—, ni sus ideas, ni sus preocupaciones, sino a través de las mías. Es decir, me hallaba separado del mundo por un cristal oscuro, que era mi obsesión enfermiza por Jalib.