Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
—Aunque pienso —concluía— que lo mismo sucede en todos sitios.
Nos sorprendemos de aquello que no hemos visto desde niños; pero en Granada hay también quienes adoran el dinero; quienes, para que se les considere, fingen el mismo sufrimiento que provocan; quienes descansan, como tu tío Yusuf, sin tenderse ni de noche ni de día; quienes destronan a su padre para sustituirlo en el poder...
Yo bajé los ojos al escuchar lo último, porque comprendí que se refería a mi padre, a quien no parecía tener devoción excesiva.
A Muley toda la Alhambra lo hallaba grotesco y divertido igual que un chascarrillo inventado por la naturaleza. A mí, por el contrario, me parecía solemne y variado como un libro que jamás se acabase, y nunca me hartaba de escucharlo. Él era el único de los criados cuyo rostro no se cerraba al aparecer el amo a quien servía.
El único que adquiría de repente una expresión señorial y enigmática cuando entrecerraba los ojos, a pesar de tenerlos como huevos enrojecidos, y marcaba con los dedos sobre un tambor pequeño un ritmo volandero, tenaz y alucinante, que a mí me producía a veces sopor y a veces una excitación incontenible.
Una noche me fue a buscar y, contra el parecer de mis nodrizas, me sacó al patio bajo la fría luz de la luna llena, y me obligó —tan sólo con el son de unas frutas secas dentro de un cantarillo— a bailar y bailar lleno de gozo, mientras él entonaba una insondable salmodia, y se movía más ágilmente que una bailarina, como si el peso de su jiba se hubiese evaporado.
Las nodrizas, contagiadas por el alegre misterio, acabaron por acompañarnos también con sus palmadas, hasta que un mayordomo nos ordenó con muy malos modales volver a las alcobas.
Creo que fue al año siguiente —aunque insisto en que, para los niños, el tiempo se amplía o se empequeñece, como un recipiente cuya importancia no depende de él, sino de su contenido— cuando, a la vuelta de Salobreña, no encontré ya a Muley. Unos me dijeron que una noche se había despeñado desde el Cerro del Sol, donde se aventuró a subir borracho; pero yo sabía que él era de los pocos que en la Alhambra no bebía. Otros me dijeron que no había regresado de la sierra, a la que subió en busca de hierbas para los médicos. Otros me susurraron que mi padre había mandado cortarle la cabeza, porque se negó a burlarse de mi madre como le ordenaba Soraya. Otros, por fin, a los que me cuesta menos creer, me dijeron que, habiendo visto ya cuanto tenía que ver en el Reino de Granada, se fue a la Cristiandad a conocer otros lugares, otras costumbres y otras gentes.
Sea de él lo que fuere, me habría complacido tenerlo más tiempo junto a mí. Hoy incluso, porque era alguien en quien se reflejaba el mundo entero. Sentí no haberme despedido de él. Dificulto que haya otro hombre que merezca ser príncipe más que él, ni otro a quien le siente mejor el nombre de Muley.
De cuantos médicos ejercen en la Alhambra, y su número es grande, ninguno tan cercano a nosotros como Ibrahim. Era minucioso y cargante: de una bondad y una paciencia tales que ponían a prueba la paciencia y la bondad de todos.
Perito en hidroterapia, tenía una confianza acendrada en la virtud curativa de las aguas. áGozaba fama de tener infalible ojo clínico y una estupenda facultad para diagnosticar; yo no estoy seguro de que a mi tío Yusuf le ayudara extraordinariamente, pero tampoco mi tío se dejaba ayudar. Opinaba que el hombre había nacido para la salud y que, si la perdía, era por error suyo, aunque la naturaleza disponía de medios suficientes para devolvérsela sin recurrir a la mano de otro hombre. Recelaba de los astrólogos, y, a pesar de admirar a los cirujanos, los miraba por encima del hombro —lo cual es una paradoja—, por entender que las vías de la naturaleza no es bueno contrariarlas, ni interrumpir sus ritmos. Se llevaba especialmente mal con otro médico, llamado Alí Ibn Mohamed Ibn Muslim, de notable habilidad en las intervenciones quirúrgicas, y su vanidad sufrió un rudo golpe cuando tuvo que ponerse en manos de su rival para que lo operara de cataratas, porque estaba perdiendo la vista a ojos vistas (si es tolerable hacer un retruécano con algo tan grave).
Tengo entendido que las extirpan, o bien por extracción, o bien por reabsorción mediante agujas metálicas ahuecadas. Comentaba mi madre que en el plazo que su curación había impedido a Ibrahim tratarnos a nosotros, habíamos gozado de envidiable salud.
La opinión de mi madre es, sin embargo, rebatible; ella es poco propensa a contar con nadie que no sea ella misma. Hasta tal punto que, siendo Ibrahim el responsable de sus viajes a Alhama para remediar su ciática —o fuese cual fuese la causa de sus molestias—, nunca le confesó que mejoraba, aunque continuó yendo a los baños con puntualidad, y llevándonos a mi hermana, a mi hermano y a mí, supongo que para aligerar su aburrimiento. Alguna vez nos acompañó el propio médico. ¿Cómo olvidar esos viajes anuales? Su anuncio nos desvelaba desde muchos días antes, puesto que perdíamos memoria de un año para otro de lo pronto que nos hastiábamos. Yo, en cuanto veía el paisaje ondulado y fértil de las cercanías de Alhama, las verdes vegas con tan vigilante amor cultivadas, las laderas de olivos, y las lejanas sierras, que hasta marzo conservaban aún restos de la nieve, sentía como un abandono interior, una disponibilidad, por gratitud quizá al alejamiento de la monotonía de la Alhambra. Aún hoy me enternecen el puentecito sobre el río, las caídas de agua caliente, ferruginosa y salada, los barrancos con sus rocas todavía no asentadas, los pájaros que gorjean allí con otro brillo. Yo paseaba bajo la arboleda. ¿Pasear?: saltaba, como un pájaro también, desde una franja de sol a la siguiente, y evitaba, casi volando, la sombra de las copas. Escuchaba el gran ruido de la cascada cerca del agua quieta, como un espejo rodeado de zarzas, donde los ruiseñores anidan. Y siempre me sorprendía comprobar que el agua humeante desembocara en un arroyo tan helado.
Era en Alhama donde las razones de Ibrahim, respetuoso investigador de la naturaleza, mejor se comprendían.
Releyendo lo anterior, me viene a la memoria algo que quizá nunca olvidé. Unos años después de aquéllos a los que se refieren estas líneas, al salir de las termas romanas, que se habían conservado con sus hermosas esculturas, divisé a un muchacho tan grácil que nada tenía que envidiar a los modelos de ellas. Para entablar conversación, le pregunté no sé qué. Y él, al ver de cerca al príncipe heredero, sobrecogido y tembloroso, no logró responder. Volvió la espalda y huyó. Yo me quedé a solas, observando un rebaño de cabras que trepaba por la otra orilla del río.
Especialmente me fijé en una, coja, que se esforzaba en seguir a las demás, y renqueaba, y permanecía la última siempre, arreada por el pastor, y se detenía un momento a descansar y considerar su mala suerte, y continuaba avanzando, fatigada y pesarosa, con su pata delantera rígida e inútil. No sé por qué —o sí— recuerdo con tal viveza hoy a ese muchacho ágil que huía, y a esa cabra inválida que no podía aligerar.
Ibrahim era muy religioso, y acudía a todas partes con una bolsa en que transportaba, además de las medicinas más habituales, la Biblia y la Misná: para consultarlas si lo precisaba, o sólo para sentirse acompañado. Él cumplía los preceptos de su religión con estricta observancia, y respetaba a los que cumplían con estricta observancia los preceptos de la propia.
Cuando se declaró la epidemia de peste, la gente la atribuyó a una conjunción nefasta de tres astros, y hasta algunos colegas de Ibrahim la juzgaron un azote divino descargado por nuestros pecados. Sin embargo, Ibrahim, tan religioso, entendió que todo eso eran tonterías, y que se imponía trabajar sin descanso en contra de planetas y de azotes. Pregonó los peligros del contagio y la importancia del aislamiento de los enfermos; mandó hervir o quemar sus trajes y sus utensilios, y hasta los zarcillos de las mujeres; prohibió concurrir a los baños públicos que dispersaban la contaminación, y, en una palabra, atribuyó el mal a causas naturales, avivadas por la falta de higiene y por el hacinamiento y escasez de viviendas.
Él sabía que los de su raza habían sido —y serán, afirmabaperseguidos en Granada y en muchos otros reinos. Y sabía que, en ocasiones, dieron motivos de persecución a un pueblo empobrecido por usuras, por tributos que en gran parte ellos cobraban, y por los altos precios que debía pagar a los profesionales judíos cuando los requería. Ibrahim habitaba en la judería, el barrio que trepa por la Antequeruela —donde se refugiaron los fugitivos de Antequera cuando la toma por el infante don Fernando— hasta las Torres Bermejas.
—Así —decía—, estoy dispuesto a venir en cuanto me llamen. Basta tocar un silbato desde la Alhambra para que yo lo escuche.
Y, en efecto, comparecía al instante con su bolsa repleta de hierbas, de remedios y de libros sagrados.
Se reconocía de la escuela de Ibn Zarzar, un judío famoso que fue médico de Pedro I de Castilla, y luego embajador suyo en Granada ante Mohamed V, cuyos destierros y retornos siguió para conservar la vida. Ibrahim estaba orgulloso de su antecesor, como físico y como hombre brillante partidario de dejar obrar a la naturaleza y despejar de obstáculos su acción. Él mismo era también hombre de gran predicamento; incluso, según oí, un respetado talmudista, consultor de sus compañeros de raza en las situaciones nebulosas que a menudo suscitan sus escrupulosísimas leyes. Y más de una vez le escuché dos afirmaciones. La primera, que, para los andaluces, la religión es más que nada una cuestión de liturgia.
—Y hablo de cualquiera de las tres religiones —puntualizaba—.
Una serie de reglas prácticas, devociones o supersticiones para ganarse el Paraíso; una serie de amenazas y prohibiciones para evitar el mal físico, y, por fin, una serie de procedimientos con que conquistar el dominio social. Eso es la religión para nosotros.
Y la otra afirmación es que la superioridad literaria de los judíos andaluces sobre los de otros países se debe, sí, a que son descendientes de las tribus de Judá y Benjamín; pero aún más que a eso, al profundo aprendizaje de la lengua arábiga, que había enriquecido y ampliado la suya. Ibrahim, él mismo, era la demostración de cuanto decía: un hombre exquisita y firmemente religioso, que hablaba un bello árabe clásico, pero salpicado por las deslumbrantes locuciones y los hallazgos del árabe popular (con el acento de Imala, con el que aquí lo pronunciamos), y aderezado con numerosas expresiones romances.
—Al fin y al cabo —afirmaba—, un idioma ha de servir para entenderse con los otros, no para ocultarse detrás de él.
—¿Quiénes son los judíos?
Qué hay que hacer, o dejar de hacer para ser judío? —le preguntaba yo.
—Está claro, jovencito: haber nacido de madre judía, o haberse convertido al judaísmo. Pero, si quieres saber mi opinión, en el fondo, todas las religiones son la misma. Al menos, las tres que cohabitan en Granada. Su diferencia depende de dónde se detengan, de quiénes sean sus últimos profetas.
Para nosotros, los del Antiguo Testamento; para los cristianos, Jesús; para vosotros, Mahoma.
Por eso muchas veces me asalta la duda de si yo soy un auténtico ortodoxo; aunque espero en Dios que así sea, pero en el buen sentido de la palabra. Yo le temo a los ortodoxos, porque suelen convertirse en fanáticos. Acuérdate de los almorávides: para nuestra cultura y nuestra tranquilidad fueron como un martillo. En la biblioteca de la Alhambra existe la copia de un libro escrito por el último rey zirí, que deberías leer por si un día te encuentras en el mismo aprieto. A él le arrebataron Granada los ortodoxos, y lo desterraron a África. No lo olvides, Boabdil. Abdalá fue también su nombre. Vivió hace exactamente cuatro siglos.
—Si es como dices, ¿qué diferencia hay entre las religiones para que sean tan incompatibles?
—Quizá ellas no lo son, sino nosotros. Ahí está mi peligro de heterodoxia. Después del exilio del pueblo judío a Babilonia, en el que no cantábamos porque no éramos libres y colgamos nuestras cítaras de los árboles; después de la destrucción del primer templo, surgió entre los judíos el temor a ser asimilados, a que se nos borrara como pueblo por la importancia de los vencedores, o por la importancia del helenismo en tiempo de los Macabeos. Por eso nuestro fin principal fue la continuidad, nuestra preservación como pueblo con características propias y singularidades. Y para ello se insistió, sobre todas las cosas, en las prohibiciones, paralizando la evolución. En tales circunstancias, imagínate qué tragedia supuso la destrucción del segundo templo por los romanos. Ello confirmó nuestros temores. Pudimos haber aceptado la doctrina de Jesús; pero sus seguidores gentiles la hicieron antagónica del espíritu hebreo, y, por si fuera poco, mi pueblo perdió la tierra prometida. Tuvimos que defendernos, agruparnos, encerrarnos alrededor de nuestros rabinos: el Talmud fue nuestra patria, el sustituto del suelo de la patria.
Como lo fue Sefarad, es decir, Al Andalus, desde hace muchos siglos. Hijo, el pueblo judío se ha visto obligado a luchar, a lo largo de toda la Historia, por seguir siendo él mismo. Nuestra religión no es dogmática como la cristiana, ni reglamentadora de comportamientos como el Islam; nuestra religión es política: ha llegado a ser sólo política. Vosotros y los cristianos creéis que nos empujáis y reducís a un barrio, a una comunidad, a un gueto. No es cierto: somos nosotros los que nos reducimos para guardarnos las espaldas unos a otros, para fortificarnos; porque, apiñados, nos defenderemos mejor de los contagios y las infiltraciones, resguardaremos mejor nuestra inmutabilidad. Ser judío, Boabdil, es luchar sin tregua por seguir siéndolo de la manera más rigurosa posible. Y por intentar a toda costa mantenernos indigeribles, es por lo que perpetuamente seremos expulsados del cuerpo que no puede digerirnos a pesar de intentarlo: ésa es también una elemental ley de la naturaleza.
De ahí que, en los momentos buenos, sintamos la tentación de abrir las puertas de nuestras juderías para perfeccionarnos, para evitar el estancamiento y la estrangulación; pero en seguida sucede algo terrible que nos convence de que aún no ha sonado la hora, de que acaso la hora nunca suene.
Ojalá, cuando llegue la tuya, Boabdil, se te permita ayudarnos; si es que se te permite dejar de ayudarte a ti mismo.
Habíamos llegado paseando, a las primeras horas de una tarde, ante la Torre del Homenaje sobre la Puerta de Armas. Ibrahim no se agotaba nunca, una vez tocado su punto flaco. Señalando la Torre, me dijo: