El manuscrito carmesí (27 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Esto me humilla y simultáneamente me reconcilia conmigo mismo. Evoco a menudo —y hace sólo unos días que estoy preso— el vapor de los baños, la humedad goteando sobre los azulejos, el enternecimiento de la música y de la luz coloreada por las claraboyas, la tersura de la piel penetrada por el calor y los masajes, el aroma del humo que sale por los umbrales perforados desde los pebeteros subterráneos, e impregna nuestras ropas livianas.

Evoco tal riqueza, y admito que la penuria de hoy me produce un conocimiento más profundo —y desde luego, más sucio también— de mí mismo, de una parte de mí que no tiene por qué ser la peor, pero que sí es, sin duda, la más humilde y animal y, por ello, la más desatendida...

Sea como quiera, los cristianos han ganado esta vez. Aquí estoy en sus manos. No sé si para siempre; no sé por cuánto tiempo, si es que el tiempo —su medida y lo que midesirve para algo en la cautividad.

Han prometido no quitarme la vida; acaso sea lo único que no me quitarán. Porque la vida, sin lo que la mantiene y la rodea, ¿qué es?; bajo la inminente y continua amenaza de perderla, ¿qué es? Vivir no es sólo no morir, es mucho más. Si fuese no morir, se reduciría a algo precario y negativo, y para mí debe de ser positivo y flamígero: es su ardor y su refulgencia lo que distingue la vida de la muerte. A la muerte yo no la temo sino como ausencia de lo que entiendo por vida plena, no una respiración o un simple pensamiento. Quizá, en definitiva, y contra lo que opinaba, sea cierto que, si se ama la vida, hay que estar dispuesto a morir por ella; no si se ama la desnuda y abstracta idea de la vida, sino la manera como uno la consume, como la consumieron —y la consumaron— sus antecesores: la vida nuestra frente a la de los otros. Porque antes de perder nuestra forma de vida más nos vale morir.

Es a esta muerte a la que me refiero, y a la que estoy desde ahora resignado.

Ayer me obligaron —con cortesía, pero me obligaron— a asomarme a una ventana del piso bajo de esta torre para que me vieran, desde la plaza, los habitantes de Lucena; ellos ardían en deseos de contemplar al rey moro. Me cargaron de cadenas, que no suelo llevar en mi prisión; me pusieron al cuello un ceñidor de hierro, y me exhibieron como un trofeo de caza. Se produjo un instante de silencio; su filo, con nitidez, partió en dos la mañana. Después, como para sacudirse una fascinación, el griterío y los insultos de la turba. Y las serviles aclamaciones a sus caudillos, que todavía no sé bien quiénes son.

Hasta ahora, en general, el trato ha sido respetuoso. Son muchos siglos de ver en Andalucía el paraíso perdido como para que no miren a su rey con un sentimiento en que se mezclan el odio y el asombro y una inconfesable envidia.

En su imaginación nos rodean espantosas leyendas, que sus gobernantes desde el principio fomentaron: crueldades atroces, costumbres decaídas, afeminamiento, personificación de cuanto les han enseñado a odiar y a temer al mismo tiempo; pero también somos lo que ellos, en su fuero interno, presienten que serían si se abandonasen a la vida. Es fundamentalmente por eso por lo que “necesitan” eliminarnos: porque constituimos el ejemplo de sus desmayos morales y de sus prevaricaciones, pero también constituimos la provocación de su curiosidad y su más alta aspiración secreta.

Hoy he sentido el peso de esta cárcel desplomarse sobre mis hombros con una insoportable crueldad.

He levantado los ojos a Dios, al que está por encima de las religiones, y también por debajo y en nosotros. ‘No me castigues por olvidarte o por caer en el error. No me impongas una carga que sea superior a mis fuerzas, o dame fuerzas con que soportar la carga que me impongas. Omite mis pecados, que no fueron dirigidos contra ti, y concédeme el perdón y la paz y el bálsamo de tu misericordia. Tú eres el dueño y el refugio. En ti he puesto mi esperanza, porque mi corazón la ha expulsado de sí.’

Mientras oraba, reflexioné en lo que se nos ha dicho y repetido:

’Dios no grava a ninguno por encima ni más allá de su capacidad’; acaso tal promesa la hizo Dios un día en que no se le ocurrió otra cosa más alentadora. Hoy no puedo creer sinceramente en ella.

Hablamos con ligereza de la vida y de la muerte; pero ¿qué conocemos de una ni de otra? Son las caras de una misma moneda, y nuestro tesoro se reduce a esa sola moneda; oscilamos, como entre Escila y Caribdis, entre las dos reinas absolutas, de colores distintos, que nos gobierna, a los reyes también, desentendidas de nuestro beneplácito. En la vida, al menos, residimos; pero ¿qué sabemos de la muerte? Yo he visto desde niño cadáveres; ¿es eso saber algo de la muerte? (Viene a mi memoria el cadáver de Subh, el primero que vi. ¿Dónde estás, Subh, ahora? ¿No habrías preferido morir a ver a tu “vidita”, a tu “zogoibi”, expuesto a la befa de los enemigos? ¿No iba a ser yo, con mi aroma de rosas, el que acabase con las guerras?) ¿Nos dice algo de la muerte la podredumbre de lo que un día fue hermoso? Sí, he visto su mano pálida y desastrosa desatar el deslumbrante lazo de la vida; he visto las víctimas de las justicias de los hombres, y las víctimas de sus injusticias. He herido y me han herido.

He atentado contra la vida ajena, y han atentado también contra la mía. Se hallan tan abrazadas vida y muerte que es arduo decir “hasta aquí” o “desde aquí”... En mis relaciones con Jalib, ¿no me he sentido morir a veces con mayor rigor que cuando Moraima vino a decirme que había muerto? ¿No de la plenitud de mi vida, y no me venía de ellos el aniquilamiento más sombrío? ¿O quizá es que esas mortales agonías eran precisamente la expresión más intensa de la vida? Acaso la desesperación es cosa de ella, y la desesperanza, de la muerte. Pero ¿no es desesperanza lo que ahora mismo siento? ¿No estaré muerto de alguna forma ya?

Me lanzo a estos papeles cada día con mayor fruición; igual que el famélico a la comida, o el sediento a la fuente. Los miro como el enamorado mira, en cada despertar, los ojos de quien ama; porque, según ellos, así será la luz del día que se inicia. Son mi único sustento.

A través de la mirilla de la puerta vislumbro los ojos del carcelero cuando él acecha mis paseos, mis paulatinos o nerviosos movimientos, mis vanos esfuerzos por mantener una dignidad regia. Esos ojos que se cruzan con los míos y los rehuyen son, a su vez, la mirilla del mundo para mí. Por un lado, estoy en una soledad que nunca imaginé; por otro, mi soledad salta en pedazos como un cristal cada vez que es acechada por esos ojos inquisidores, que me son tan extraños. Tan extraños, pero tan necesarios. ¿Será como ellos Dios?

Hay momentos en que de tal modo se me hace presente el cuerpo de Moraima, su carne morena y armoniosa, su olor casi sonoro, que, si cierro los ojos, podría acariciarlo. Nunca la deseé con tanto arrebato, ni se lo dije tanto como ahora. Veo su última mirada mientras me retenía con su abrazo, tratando de impedir, de amanecida, mi partida a Lucena, como si presintiese que iba a ser privada a la vez de su esposo y de su padre...

Y me asaltan también recuerdos muertos —no, los recuerdos no mueren; muere quien los suscitacon la misma vigencia, o acaso mayor, que los vivos recuerdos de los vivos. Está muerto Jalib; pero ¿cómo olvidar nuestro extravío en la alcoba del palacio de Yusuf aquella noche en que todo fue posible, y el orbe entero giró en torno a nuestros cuerpos? Me anonadan con impaciente vigor las memorias de lo que tuve y no volveré nunca a tener: unas memorias mezcladas y confusas, pero tan netas que percibo con infinita exactitud —a pesar de las brumas con que el amor envuelve los sentidos cuando nos enajena— la leve yema de un dedo, una oreja con su mórbido lóbulo, el deleitoso pezón de un pecho, el vello rizado de un pubis, una corva de seda, una rodilla igual que una naranja, un lunar en la espalda... La memoria de cómo se deslizan las manos por el cuerpo desnudo de quien se ama; de cómo, bajo sus manos, se muere y se resucita: desde los muslos hasta el cuello, desde la nuca hasta los muslos, por los hombros, por los tensos costados, por el cálido rincón de las axilas, por los surcos que se entreabren entre los pechos o entre las nalgas.

En esos momentos mi sexo se yergue y reclama su dicha. He de apoyarme contra la pared en que se abre la puerta para evitar que el carcelero presencie mi vergonzosa masturbación de adolescente. No, no, porque el adolescente presiente sin sentir, pero yo ya he sentido.

Por eso, tras de los pobres gestos, me quedo descontento y vacío.

Paso después marchita revista a los lugares en los que fui feliz —¿fui feliz?— y tengo la impresión de estar entrometiéndome en la vida de otro; de otro que me cuenta, a balbucientes retazos, su felicidad.

O acaso es que yo entonces era otro —embriagado, alterado, irreflexivo—, no éste de ahora. Qué raro que un feliz pierda el tiempo en pensar que lo es; porque la felicidad quizá consiste en una paralización de raciocinio, o en un sopor, o en un instantáneo alivio de la razón. O quizá el ser que fue feliz permanece todavía allí donde lo fue, abandonado a su ventura por quien dejó de serlo. Yo, el que he llegado a ser no sé por dónde, no he gozado conscientemente de la felicidad ni una sola hora; porque, cuando estuve a punto de reconocer que la tenía, me invadió tal pavor a perderla, que la perdí sin más.

Siempre admiré la lucidez de aquel califa del esplendor omeya que redactó su testamento con moroso cuidado. Al comienzo se definió a sí mismo con resplandecientes oleadas. ‘Fui rey durante cincuenta años de la ciudad más hermosa del mundo, y, por si algún esplendor le faltaba, junto a ella construí otra aún más hermosa: la fulgurante joya de Medina Azahara. Amé a la mujer más bella de la Tierra (la divina Azahara), y ella me amó. A mi corte se acogieron los filósofos más profundos, los poetas más sutiles, los más alados músicos...’ Y así continuaba, entre vanaglorias e hipérboles, como si hubiese creado un cielo y residido en él. Hasta concluir su personal definición con una escueta frase: ‘Y fui feliz catorce días’. Pero asombrado él mismo de esta arrogancia última, añadió: ‘No seguidos’.

¿Puedo yo proclamar que, aun no seguidos, haya sido feliz catorce días? ¿Puede el ser humano luchar con uñas y con dientes por algo tan gratuito como la felicidad? Nos movemos entre la necesidad y la contingencia; entre el “si Dios quisiera” y el “si Dios hubiese querido”; entre el fatalismo y el escepticismo; entre el “todavía no” y el “ya no”, con la sola certidumbre de que, cualquiera que sea la elección, ambos caminos nos llevan a la muerte.

En cualquier caso, se hable de lo que se hable, la felicidad es siempre otra cosa; u otra cosa además. Muy de vez en cuando al más afortunado le llega su perfume, pero sólo cuando ella dejó de estar presente.

Desde esta inmovilidad recorro ahora, entre vértigos, los instantes próximos a la felicidad que desperdicié por aspirar a algo más, como si hubiese algo más alto. ¿Y cómo rectificar los errores que el pasado ha convertido en piedra? De equivocarnos no acabamos nunca.

Las lecciones que recibo en este cautiverio de nada me servirán si un día —Dios lo haga— me devuelven la libertad. Porque el hombre no sólo no recibe enseñanaza ninguna de los otros, sino que ni siquiera aprende de sí mismo.

El poder, en mi caso, es inútil: sólo me vale para intentar sobrevivirme. Como el enfermo grave que detiene toda la vida de la casa, tan ancha y tan segura, con tal de prolongar el quebradizo hilo de la suya; en el fondo, todos los moradores desean que esa lucha tan desigual termine. Yo he llegado a la conclusión de que, a estas alturas, somos —me refiero a mí y a mi Dinastía y a la forma de vida que hemos representado— igual que las dagas de adorno, cuya hoja no corta, ni su extremo se clava.

Porque no es defenderse con ellas lo que se pretende, sino que brillen y engalanen sólo. Dagas cuyo valor reside no en el filo y el corte, sino en la empuñadura: en el oro y la pedrería y la prolija y esmerada labor de la empuñadura, y en la vaina, labrada y enriquecida, que enfunda y esconde aquello en lo que debe consistir una daga, y lo que la define. Preveo que alguien impetuoso y bárbaro se adornará la cintura, sin tardar, con la daga fingida y deslumbrante en que nos hemos convertido.

‘Un rey que no es patriota, ¿cómo podrá ser rey?’, se me argüirá; pero ¿es que un rey debe negarse a la verdad? Más aún, ¿un rey es algo más que una argucia o un símbolo? Aunque me acabe yo aquí, no acabará la guerra. Porque no soy yo el que la declaró, ni quien la concluirá. Un rey no es nunca un reino: por fortuna, el segundo dura más que el primero (o así prefiero creerlo, porque yo, que nací para rey, ¿en qué habría, si no, de trasmudarme?, ¿o es que hay reyes sin trono aun sin ser destronados?). La guerra entre los cristianos y nosotros no cesará jamás: de ella está hecha la esencia de nuestras dos historias.

Granada, aun invadida, no terminará nunca de ser conquistada; dicen que el amor tarda en olvidarse el doble justo del tiempo que duró... Se compone una guerra de múltiples batallas, y no todas visibles, y no todas ganadas por quien en apariencia las ganó. Y el vencedor no ha de vencer sólo en cualquiera: ha de vencer en la final, a la que debe llegar, sin saber cuándo, de una en otra victoria. No se acabará nunca nuestra guerra; como mis antecesores, nací en ella y en ella moriré. Qué suplicio para alguien tan poco beligerante como yo; dan ganas de rendirse aun después de haber conseguido una victoria; de decir:

’Aquí me quedo, ya no sigo.’ Y cuánto más dan ganas de decirlo en el abismo de hoy; y de añadir:

’Vuelva la corona a mi padre, o al “Zagal”, o a mi hermano’, si es que no ha vuelto ya y yazgo aquí sin ella... Pero no, no me está permitido. Es posible que haya de ser yo aquel a quien los cristianos definitivamente tengan que vencer (dentro o fuera de esta prisión, que no lo sé). Ante tal sino, ¿importaba haber salido victorioso en Lucena sólo para ser definitivamente derrotado?

Hundido aquí, me acosa la angustia de que sea mi destino el del supremo perdedor: el perdedor en el que todos pierden.

No acostumbro soñar; pero anoche, después de masturbarme y quedarme dormido, he soñado. O quizá no soñé, sino que, reducido a un letargo, imaginé que soñaba.

Aseguran algunos que el sinsentido de los sueños es una consecuencia de hechos anteriores, o que se explican luego en la vigilia y en ella se confirman. He tenido un sueño —o el sueño me ha tenido— de desamor y de orfandad. Había un mar sin movimiento, como un estaño inerte; había una alta fortaleza de ceniza, y una nevada sobre un jardín de rosas, y una herida que no cesaba de sangrar y que hablaba. Y soñé que, por fin, había muerto.

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