El manuscrito de Avicena (50 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Veo que no me ibas a esperar para desayunar.

—Pensé que aún seguirías durmiendo. Todavía faltan varias horas para nuestra cita.

Entró sin ser invitada.

—No podía dormir. Además, recuerda que soy inglesa. Vosotros, los latinos, os levantáis muy tarde siempre.

El camarero fue a dejar la bandeja en el salón de la suite cuando el médico le interrumpió.

—No la deje ahí. Póngala dentro, en el dormitorio. —Luego se dirigió a Alex—. ¿Qué quieres desayunar?

—Lo habitual: huevos, bacon, tortitas, zumo de pomelo y un café bien cargado.

—Ya ha oído a la señora. Tráigale lo que ha pedido.

—Como ordene el señor.

Alex se acomodó en una silla y tomó una de las tostadas y el zumo que habían traído para el médico.

—Ahora te daré una de las mías —bromeó.

El médico se sentó frente a ella con una sonrisa, cogió otra tostada y el café. Ninguno de los dos parecía querer iniciar la conversación que tenían pendiente desde la noche anterior. Ambos se hacían preguntas acerca de aquel que les había seguido unas horas antes. ¿Fueron imaginaciones? ¿Estaban paranoicos? La sensación de estar en peligro sobrevolaba por la habitación. No obstante, era mejor soslayarla si querían mantenerse lo suficientemente fríos.

Alex echó un vistazo alrededor. Sobre una de las mesitas de noche, la bolsa de cuero con el manuscrito. El médico no había querido desprenderse del documento. Era mejor que él lo guardase, ella se hubiera visto tentada a leerlo. Estuvo unos segundos pensando en aquello, entretanto el doctor Salvatierra había cogido el cuchillo en una mano y el pan en la otra, parecía haber olvidado qué tenía que hacer.

—Déjame que te eche una mano —le dijo al tiempo que agarraba el cuchillo y el pan. Alex lamentaba que el agente del CNI no les hubiera acompañado, él parecía saber siempre cómo ayudar al médico.

—Deberíamos ir pronto a la mezquita. ¡Te parece bien?

Alex asintió.

—Tengo dudas —dijo de improviso el médico.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que debo hacer.

—Hablemos —respondió la inglesa.

Eran las 08:30 horas. Faltaban dos horas y treinta minutos para el intercambio.

Nasiff aparcó la furgoneta en el acceso inferior a la mezquita. La noche anterior el terrorista había simulado ser un hombre de negocios camino de Argelia para embaucar al imán y a su ayudante. Ninguno de los dos detectó el engaño. Según les dijo, había oído hablar gratamente de este centro de rezos, lamentablemente debía marcharse sobre las doce del mediodía del día siguiente. El supuesto hombre de negocios dejó caer que algunos de los productos que transportaba tal vez pudieran quedarse definitivamente en Ceuta si accedían a sus ruegos. Por supuesto, el imán aceptó. No sólo aceptó, sino que además se ofreció para hacer de guía.

Accedió a la mezquita a las nueve de la mañana. Saludó al imán con los besos de rigor y le preguntó por su ayudante. El religioso le dijo que no vendría esa mañana porque su padre había enfermado repentinamente.

—La familia es el mayor bien del hombre. Nos protege y nos enseña a caminar en la senda de Alá... —El imán hablaba sosegadamente. Parecía disponer de toda la eternidad para exponer su conocimiento espiritual.

El terrorista no tenía tanto tiempo y le interrumpió cuando iba a alargarse sobre las interpretaciones coránicas acerca de la familia.

—¿Entonces estamos solos?

—Sí, hermano. Podrás contemplar la mezquita y orar a Alá sin limitaciones.

Nasiff no necesitaba más. Sacó su arma y le disparó en la cabeza. A continuación arrastró el cuerpo a una pequeña habitación lateral y lo escondió lo mejor que pudo. Era jueves y el rezo no se celebraría hasta el viernes, para entonces los terroristas estarían lo bastante lejos.

Eran las 09:15 horas. Faltaba una hora y cuarenta y cinco minutos para el intercambio.

Sawford y Eagan descendieron del avión con prisas. Detrás, cinco hombres les seguían de cerca. En el pequeño aeropuerto de Gibraltar fueron recibidos por un alto cargo del
Foreing Office
para proporcionarles un vehículo y la documentación que necesitarían al otro lado de la verja. El director del MI6 se acariciaba las manos nervioso. Habían contado con mucha suerte, si no es por el rastro de la tarjeta de crédito del doctor Salvatierra no los hubieran encontrado con tanta rapidez. Según la información que recibió en pleno vuelo, el CNI había enviado agentes tras la pista de Anderson y el médico.

Eagan intentó tranquilizarlo aunque en su fuero interno le culpaba del retraso. Es más, le hubiera dicho el consabido «ya te lo dije» si no fuera porque había sido invitado a la operación pese a que su jurisdicción empezaba y acababa en Londres. De hecho, Sawford se lo advirtió con rotundidad antes de subir a ese avión: era un simple observador, no debía interferir en ningún momento.

Ya veremos quién se lleva los méritos, pensó el comisario camino de la furgoneta de siete plazas que les iban a proporcionar.

Llegaron a Algeciras sin problemas. Eran siete hombres de negocios camino de Marruecos. Una vez en el barco se dispersaron para entrar en la ciudad por separado. Se reunirían de nuevo en el hotel donde se alojaban el médico y Anderson. Únicamente permanecieron juntos Sawford y Eagan, dado que éste no debía actuar por su cuenta.

Pasaban las nueve de la mañana cuando alcanzaron la costa africana. En el puerto de Ceuta podía percibirse el ajetreo de los operarios que trabajaban en la descarga de los buques frigorífico. Una docena de ellos permanecían amarrados en dos Je los muelles.

Como habían acordado, los cinco miembros del MI6 salieron a pie del barco y se dirigieron al hotel. Todos habían memorizado el mapa de la ciudad, aunque portaban sus PDA con navegador. Al abandonar el puerto, uno de ellos se percató de la presencia de un par de hombres que observaban con curiosidad al pasaje. Tenían la tez aceitunada y eran muy jóvenes, no más de quince años. En cualquier caso ninguno de ellos se fijó en él.

Diez minutos después de abandonar el buque, los siete integrantes del operativo se encontraron en el hotel Sawford y Eagan aguardaron fuera mientras dos de los agentes averiguaban el número de las habitaciones de su objetivo. El director del MI6 se mantenía en contacto con Londres en todo momento. Eagan sospechaba que su amigo no se fiaba de sus propios hombres, y por ello trataba de controlarlo todo incluso a mil quinientos kilómetros de distancia.

Eran las 09:34 horas. Faltaba una hora y veintiséis minutos para el intercambio.

La mezquita relucía en el sol de la mañana. Poseía dos pisos y un alminar de siete plantas de principios del siglo XX. Las fachadas habían sido pintadas de blanco y decoradas con líneas geométricas de color verde, tan característico del mundo islámico. En la planta superior se abrían siete grandes ventanales rematados por dobles arcos de herradura unidos entre sí por columnas de madera. Y en el piso inmediatamente inferior, situado a nivel del suelo, existían cuatro enormes puertas de madera detalladamente engalanada. Además contaba con una planta inferior para otros usos distintos al religioso, cuya fachada trasera daba a un antiguo cementerio musulmán. Era un edificio de bella factura.

El médico se acordó de Javier. Si en aquel momento hubiera estado junto a él seguramente habría hecho patente sus emociones al contemplar una maravilla como esa. A él le recordaba el exotismo de los países más mediterráneos y el sabor del pequeño restaurante árabe que frecuentaba con Silvia desde hace años, y al mismo tiempo le producía una sensación de paz.

En un lugar santo como este no puede ocurrir nada malo.

Las puertas estaban cerradas.

Eran las 10:01 horas. Faltaban cincuenta y nueve minutos para el intercambio.

Los dos agentes del MI6 que habían entrado en el hotel
La Muralla
no tardaron en regresar con las manos vacías. Ni el médico español ni la inglesa daban señales de vida.

—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó Eagan de malas pulgas.

El director del MI6 pasó por alto su tono.

—El coche está controlado, tenemos la grabación de las gasolineras. Sólo tenemos que encontrarlo.

Corrieron a la furgoneta. Uno de los hombres de Sawford arrancó y preguntó hacia dónde se dirigían. El director del MI6 no supo qué contestar.

—Busca en el navegador la mezquita más grande de la ciudad —le pidió Eagan.

No tardaron más de quince minutos en dar con el coche. Sin embargo, no había rastro de ellos. Los agentes se desplegaron por la zona para tratar de descubrir su paradero. Mientras lo hacían, Eagan observó el lugar. Tenía toda la pinta de ser un barrio de la periferia. Sus edificios no eran muy altos, de cuatro plantas, y habían sido pintados de rosa. Algunos individuos le miraban con desconfianza. Seguramente no estaban acostumbrados a ver desconocidos junto a sus casas. No obstante, no parecían peligrosos. Al otro lado de la carretera, una mezquita se elevaba imponente sobre el resto del barrio.

Eran las 10:23 horas. Faltaban treinta y siete minutos para el intercambio.

Hacía rato que Nasiff había desaparecido. Silvia se encontraba sola en el habitáculo trasero de la furgoneta. Tardó varias horas pero por fin consiguió deshacerse de las esposas que le colocaron cuando despertó. Ahora debía resolver el siguiente obstáculo, el bloqueo de las puertas. El sistema de seguridad del automóvil no permitía la apertura sin la llave codificada, era imposible desde fuera y también desde el interior. ¿Cómo abrirlas? Buscó algún punto débil, unos cables que pudieran provocar un cortocircuito o un gato para estallar una ventanilla, y no encontraba nada que la pudiera ayudar. En el techo del automóvil advirtió un pequeño dispositivo con una luz intermitente. Se acercó, no poseía demasiados conocimientos de mecánica o electrónica aunque era obvio que se trataba de una alarma contra incendios.

Si se activa, quizá queden desbloqueadas las puertas. No tenía otra opción. Debía activar la alarma. ¿Pero cómo?

En lo primero que había que pensar era en un desencadenante. Era necesaria una chispa. Para eso necesitaba un cable, un detonador de algún tipo. No había nada. Abrió el contenedor refrigerado y extrajo una botella de agua. Pensaba mejor si se hidrataba. Mientras bebía su mente seguía maquinando. El frescor del agua le estaba haciendo bien. Las gotas que rodeaban el envase resbalaban por su mano. Se fijó en ellas y, de pronto, se dio cuenta. ¿Cómo no había caído antes?

El refrigerador del vehículo contiene un refrigerante, concretamente el R600a, un isobutano inflamable. En cantidades bajas no es peligroso pero bien manipulado le podría servir para sus propósitos. Sacó las bebidas y abrió la carcasa interna del contenedor. Allí estaba el serpentín. Golpeó varias veces el tubo que recorría el circuito hasta que abrió una brecha. Arrancó dos de los cables que proporcionaban electricidad al refrigerador y los acercó entre sí y a la diminuta tubería. La chispa inflamó rápido el gas, prendiendo en el material de revestimiento. Pronto se formaron unas diminutas llamas y un humo negro que ascendió a gran velocidad hacia el techo de la furgoneta, haciendo saltar la alarma.

Las puertas se abrieron automáticamente y Silvia escapó sin reparar hacia dónde debía dirigirse. En su loca huida se tropezó con unas escaleras y ascendió los peldaños de dos en dos. Al alcanzar el final de la escalera descubrió una mezquita de grandes dimensiones, una carretera de doble vía y unos edificios de colorido chillón y cuatro plantas de altura. No había ni rastro de sus secuestradores. Ya se sentía a salvo.

Eran las 10:32 horas. Faltaban veintiocho minutos para el intercambio.

Un coche blanco se paró detrás del
Lancia
que había conducido Alex hasta Ceuta. En su interior Sergio Álvarez y otros dos miembros del CNI. El director de Operaciones salió del vehículo acompañado por uno de los agentes y merodeó por la zona, ni rastro del médico. Uno de los espías españoles se percató de que eran observados e informó a su jefe. Álvarez miró sin disimulo. Era Sawford. Había venido en persona.

Llegaba el momento de hablar cara a cara con él. Se acercó despacio hasta la furgoneta del británico y vio salir a Sawford.

—No imaginaba que la operación fuese tan importante —ironizó.

El director del MI6 no estaba para bromas.

—Tienes dos opciones. Marcharte o unirte a mi equipo.

—Olvidas que estamos en territorio español.

Sawford sonrió. En el interior del vehículo, Eagan contemplaba la escena con curiosidad, aunque estaba seguro de que el director de la agencia inglesa saldría victorioso de las negociaciones.

—Y tú olvidas que tus intereses son personales. Me apuesto lo que quieras a que nadie sabe de tu viaje en el CNI.

Álvarez apretó los labios. No era la primera vez que el británico le meaba en la oreja, pero esta vez estaba yendo demasiado lejos.

—Estoy seguro de que tú también estás comprometido personalmente. De otra manera no hubieras liderado el operativo —le advirtió.

—¡Touché!
—Admitió el director del MI6—. No nos queda otra salida que colaborar. Ya veremos cómo lo solucionamos más tarde. ¿De acuerdo? —Los ojos grises de Sawford le miraban impasibles. No había ni un asomo de duda en su retina, y Álvarez lo sabía.

El español frunció el entrecejo. Seguía sin gustarle trabajar con los ingleses, sin embargo no disponía de más opciones. Si ahora entablaban una discusión sobre jurisdicciones y demás, los únicos que se verían beneficiados serían los terroristas de Al Qaeda, y eso era algo que no se podía permitir dadas las circunstancias.

—De acuerdo, yo lidero la operación. Estamos en mi casa —sentenció con un gesto de las manos que pretendía abarcar todo lo que existía a su alrededor.

—De eso nada. Yo mando... —replicó Sawford con voz grave, añadiendo inmediatamente en un tono más bajo—, por supuesto previa consulta contigo de mis órdenes.

Álvarez rumió la última respuesta, después aceptó y se volvió a su coche. Mientras tanto, sus hombres se habían dispersado.

Eran las 10:34 horas. Faltaban veintiséis minutos para el intercambio.

El médico paladeaba el té. En vista de que aún no había llegado la hora de la cita, él y Alex resolvieron esperar en una diminuta tetería frente a la mezquita. El local era regentado por dos musulmanes barbilampiños y se encontraba repleto de jóvenes desocupados que tomaban infusiones, jugaban al ajedrez o las damas y discutían acaloradamente en árabe. El doctor se acordaba de nuevo de Javier. El agente habría sospechado de todos. En cualquier caso no parecía que allí hubiera un terrorista agazapado. Salvo alguna mirada de curiosidad no detectaron nada sospechoso entre los parroquianos.

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