El manuscrito de Avicena (52 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Démela, yo me encargo de esta escoria. —Sergio Álvarez acababa de acceder a la última planta de la torre.

Tomó la pistola con suavidad, sin dejar de apuntar al terrorista, y Silvia acudió a socorrer a su marido.

—Simón, cariño. No te vayas a morir ahora. Lo has conseguido, me has rescatado. Simón, cariño. —El médico permanecía con los ojos cerrados. Había sido herido en un brazo aunque al desplomarse se golpeó la cabeza.

Abrió los ojos. Miraba alrededor suyo. A sus pies una escena dantesca y enfrente una mujer.

—¿Quién eres? —No reconocía a su esposa.

Silvia se alarmó.

—Hay que llamar a una ambulancia. —De fondo se oían sirenas—. Simón, cariño. Mi amor, ¿dónde está el manuscrito? Lo necesito, ¿dónde está? ¿Lo tienes aquí?

El médico no parecía entender nada. Silvia buscaba entre sus ropas la bolsa de cuero. La localizó unida al cuello a través de un cordón. Hizo fuerza y la arrancó. Acto seguido la abrió bruscamente.

El director de Operaciones del CNI se percató a tiempo, golpeó al terrorista y corrió hacia Silvia.

—¡Apártese del manuscrito! —Álvarez logró alcanzarla antes de que pudiera abrir el documento—. Es muy peligroso, no debe conocer su contenido. Hágame caso, no intente usar ese poder.

Silvia se sentía enajenada, como empujada por una energía que la forzaba a apoderarse del contenido del pergamino. No atendía a las palabras de Álvarez, sus ojos se habían vuelto oscuros y su voz se oía impuesta.

—Tengo que conocer la fórmula. Debo saber qué oculta...

Y cuando estaba a punto de arrancarlo de las manos de Álvarez, un golpe en la nuca la dejó aturdida en el suelo. Era Javier.

—¡Silvia!

El médico intentó incorporarse para ayudar a su esposa. El agente se acercó hasta ella y comprobó que únicamente la había dejado inconsciente. Después fue hasta el doctor Salvatierra, respiró más tranquilo cuando se cercioró de que había sufrido una herida superficial.

—He venido a ayudar, no te preocupes por ella, está inconsciente, nada más. —Se detuvo un momento para mirarle a los ojos—. Tuve que hacerlo, ¿lo comprendes?

El doctor le miró confuso. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué había golpeado a Silvia? Javier le dirigió una mirada de ternura y después se acercó hasta Alex; la bala se había adentrado en el pecho y la inglesa se encontraba muy grave.

Unos metros por debajo de ellos seguían oyéndose disparos y sirenas policiales. Aquello se había convertido en una fiesta pública.

El médico se arrastró hasta Silvia y comprobó su pulso. Estaba bien. Sólo se encontraba aturdida. La recostó contra la pared e intentó levantarse. El dolor del brazo era insoportable. Álvarez se aproximó hasta él ofreciéndole su mano para alzarse. En la otra mano sujetaba la bolsa de cuero. El médico miró la bolsa y al desconocido.

—¿Quién es usted?

—Soy Sergio Álvarez. Estoy aquí para ayudarle.

—¿Ayudarme? Usted sólo quiere el manuscrito, como los demás.

—Soy el Gran Maestre de la Logia de Cádiz y mi misión ha sido desde hace años encontrar el manuscrito y protegerlo. Hace más de trescientos años que mi familia ha liderado esa búsqueda.

—Sí, claro, para librarlo de las fuerzas del mal, por supuesto... —Ironizó el médico—. O sea una panda de chalados...

Álvarez sonrió. No era la primera vez que alguien le escupía esas palabras.

—Piense lo que quiera. Mi grupo es el encargado de proteger el manuscrito, como le he dicho. Existe una organización muy poderosa que quiere su poder para esclavizar al mundo —explicó.

El médico volvió a interrumpirle.

—Al-Qaeda.

El Gran Maestre de la Logia de Cádiz sonrió de nuevo.

—No, amigo mío. Hay una organización enormemente resistente y más peligrosa aún, una organización con más de mil años de vida. Se hacen llamar los Hashishin y nacieron antes de la Primera Cruzada. De su nombre deriva la palabra asesino, imagine qué tipo de acciones ejercitaban. Su creador, Hasan As-Sabbah, fue el más cruel y sanguinario ser que ha podido conocer la humanidad pero supo mantener la discreción. El
Viejo de la Montaña...

—¿El
Viejo de la Montaña?

El ulular de las sirenas se intensificaba a medida que pasaba el tiempo, sin embargo el silencio entre los disparos se dilataba.

—El líder de los Hashishin. Ha ido pasando su funesto testigo de generación en generación. Y nosotros hemos trabajado año tras año para evitar que se hicieran con el manuscrito. Casi lo conseguimos a mediados del siglo pasado y consiguieron burlarnos, a uno de esos
Viejos de la Montaña,
concretamente Aymán Al-Zawahirí, se le encomendó concebir una organización que protegiera a los Hashishin y les devolviera al anonimato. Y a raíz de la creación de Al Qaeda las cosas se nos fueron poniendo más difíciles.

—Entonces, Al Qaeda y esos Hashishin son lo mismo.

—Es más retorcido que eso. El primer
Viejo de la Montaña
que pertenecía a Al Qaeda fue Al-Zawahiri, el lugarteniente de Bin Laden. Después todos los líderes de la organización han ejercido al mismo tiempo de
Viejo de la Montaña,
aunque sólo existe un grupo de escogidos, un grupo muy selecto, que pertenece a los Hashishin, el resto de Al Qaeda no sabe de su existencia.

El médico se sentía desorientado.

—¿Y por qué es tan peligroso? Sólo es un trozo de papel... o pergamino...

El Gran Maestre le miró serio.

—Ojalá sólo fuese eso —contestó entregándole la bolsa con el manuscrito—. Hay cosas que es mejor ignorar, Avicena las descubrió y desde entonces todos estamos en peligro...

—No le creo, no creo una palabra de lo que me ha dicho. Todo es una locura.

—No lo es... papá.

El doctor se volvió hacia la escalera. Un joven le miraba desde el último peldaño. ¿David? No podía ser. Tenía sus ojos y su mismo pelo, su cara había cambiado, había crecido, era un hombre. Silvia se quejó, estaba despertando.

—¿Cómo? —El médico no comprendía.

—Trabaja con nosotros —dijo el Gran Maestre.

—Lo estaba pasando mal, papá. Ahora comprendo que no hice bien cuando huí pero en aquel momento me pareció lo mejor. Después, más tarde, me fueron las cosas mal y ellos me ayudaron.

—¿Ellos? —Miró al Gran Maestre—. ¿Ustedes se lo llevaron?

—Lo descubrimos perdido hace un año, tenía problemas y no sabía a quién acudir. Poseía un enorme potencial, y no nos equivocamos. Siento que...

El doctor Salvatierra soltó un grito y empujó al Gran Maestre hasta la pared, había olvidado el dolor de su brazo.

—¡Usted se lo llevó! ¡Me lo robó! ¡Me robó a mi hijo! —Intentó golpearle pero apenas le restaban fuerzas—. Me lo robó...

David se aproximó hasta él y le sujetó por los hombros. El médico sentía sus brazos, los brazos de su hijo, le tocaba, le estaba tocando. Se dio la vuelta y ambos se miraron a los ojos unos segundos, luego se abrazaron rompiendo a llorar.

Silvia se había ido recuperando mientras tanto. La esposa del doctor sentía los latidos de su corazón en las sienes, eran profundas pulsaciones que horadaban su cabeza. Sufría mareos y una sensación de ahogo en su pecho. Al mismo tiempo las manos le picaban y le ardía la frente.

Javier presionaba sobre la herida de Alex.

—Señor, puede echarme una mano —le pidió a Álvarez. El Gran Maestre dejó al médico junto a su hijo y se acercó a su subordinado.

—Está muy mal.

—Me temo lo peor si no termina el tiroteo y llegan las ambulancias —advirtió el agente del CNI.

Los dos intentaron reanimarla, sin embargo sus ojos se cerraban y su respiración iba apagándose lentamente. El terrorista continuaba desmayado. Silvia se puso en pie y se acercó al doctor y a David.

—¡Dame el manuscrito!

—¡¿Mamá?!

La esposa del médico se detuvo y contempló a David, lo tenía a dos pasos. ¿Quién es? ¿Por qué dice mamá? Se aproximó y alzó las manos hasta su cara mientras le miraba fijamente, era David.

—¡David!

En ese instante las lágrimas vinieron a bañar sus mejillas, perdió el vigor que había demostrado poco antes e incluso la rabia la abandonó. David la sujetó para que no cayera. Se oyeron pasos, alguien subía, no había tiempo. El hijo del doctor Salvatierra se inclinó para que su madre pudiera acomodarse en el suelo.

—Ya vienen.

Álvarez se había colocado en el último peldaño de la escalera con el arma que tomó de Silvia y otra que extrajo de su cintura. Echó un vistazo al terrorista, parecía despertar.

—Átalo —ordenó a David.

De pronto el sonido de pasos se interrumpió. El médico se arrodilló junto a Alex, puso las yemas de los dedos sobre su muñeca y comprobó que el pulso latía débilmente. Iba a morir. La bala le había atravesado el pulmón hasta salir por la espalda. Se quitó la camisa y trató de hacerle un vendaje, el que le había colocado Javier estaba empapado por la sangre de la inglesa.

—Voy a morir... —susurró de forma tambaleante.

El médico le sonrió con ternura.

—Claro que no.

Alex tosió repentinamente vomitando sangre.

A unos metros Silvia contemplaba la escena. ¿Quién era? Miró a David y le señaló con un gesto interrogante a la joven.

—Es la hija de Anderson.

Su cara expresó desconcierto, después pareció que comprendía e intentó levantarse.

—Estás muy débil.

Silvia negó.

—Llévame hasta Svenson.

David le ayudó a incorporarse y se acercaron hasta el científico. Yacía boca arriba y de su boca escapaba un hilo de sangre, en el suelo, tras su espalda, un charco rojo. Silvia le alzó la cabeza y le pasó por detrás la correa de una bolsa de tela que había llevado colgada. Su hijo no entendía. Después se acercaron hasta el médico.

—No hay solución Simón, si quieres salvarla debemos usar el manuscrito.

El médico volvió la cabeza.

—¡¿Estás loca?! No voy a utilizar ese documento. No creo en esas supercherías. Hay gente que ha muerto por su culpa.

Silvia asintió quedamente.

—Muy bien. Entonces no tiene ninguna oportunidad.

El doctor Salvatierra se detuvo en el rostro de Alex. Estaba pálida, muy pálida, la respiración de su pecho disminuía sin que pudiera hacer nada por ella. Le apretó una mano con suavidad y alzó la bolsa.

—Haz lo que quieras.

En el exterior seguían ululando las sirenas de la Policía.

Silvia le arrebató la bolsa y sacó el pergamino. Jadeaba por la excitación.

—¿Esto qué es?

—Una cerradura. —Álvarez se volvió desde el antepenúltimo peldaño, aún esperaba allí a los árabes—. No podréis abrirla sin la llave, y si lo intentas el manuscrito se destruirá.

Al médico aquella noticia le estremeció.

—¡Maldita sea! Puede morir. —Se levantó bruscamente y se enfrentó a los ojos de su hijo—. Si es verdad que este documento puede servir de algo, ayúdala. Por favor, ayúdala.

—No puede —contestó Álvarez.

David se había soltado del brazo de Silvia y observaba a Alex con cara de preocupación.

—Hijo, si puedes ayudarla, hazlo. No se merece esto. Yo cometí errores contigo, pero ella no puede pagar por mis equivocaciones.

Una sombra de duda marcó sus facciones.

—¡¿Puedes?!

Álvarez abandonó la escalera, se acercó hasta David y le aprisionó el brazo. Ambos se examinaron fijamente, como si el intercambio de miradas fuese una conversación incomprensible para el resto de los presentes.

—¡No toque a mi hijo! —Álvarez le soltó el brazo—. David, no le hagas caso. Tú eres una buena persona, no supe entenderlo. Toda la culpa fue mía.

David bajó la cabeza.

—Sé que te decepcioné y es verdad que ellos te ofrecieron una mano cuando te creías solo. Pero también te han utilizado, ¿por qué estás aquí sino? Yo te voy a decir por qué. Estás porque eres nuestro hijo, porque te necesitan para convencerme.

Su hijo miró a Álvarez.

—No le hagas caso. Tu padre nunca te quiso, ¿por qué huiste? ¿Quién se encargó de ti? ¿Estuvieron ellos cuando tenías pesadillas? ¿Se encargaron de proporcionarte una vida?

Un disparo sonó en ese instante.

—Un momento, dices que te encontraron hace un año.

—Sí.

—Silvia inició su investigación en San Petersburgo hace un año. Es mucha casualidad.

La respiración de David se aceleró.

—¿Te encontraron o te buscaron? Querían usarte.

Silvia se acercó y le acarició la mejilla.

—No tenemos tiempo David. —El contacto con la mano de su madre le relajó—. Siempre fuiste un buen chico.

Otro disparo.

—Doctor, se está muriendo. ¡No respira! —Javier unió su boca a la de Alex para proporcionarle oxígeno.

El médico se arrodilló, colocó sus manos sobre el pecho y le masajeó el corazón hasta conseguir que latiera con timidez.

—Él. —David señaló a Álvarez—. Él tiene la llave. Ese anillo.

Álvarez se echó hacia atrás colérico.

—¡No lo abriréis!

—Sí, démelo —Javier se había incorporado y apuntaba al Gran Maestre con su arma—. No me obligue a usarla.

Álvarez respiraba con dificultad, mantenía los labios apretados y casi podía oírse cómo crujían sus dientes. Retiró el anillo de su dedo anular y se lo entregó a Silvia.

—¡Casi no hay tiempo! —La esposa del doctor introdujo el anillo a través de una cerradura circular y la apertura del mecanismo se activó permitiendo que pudieran desdoblar el manuscrito.

Lo leyó con rapidez hasta encontrar el error que habían integrado deliberadamente en la copia falseada y sacó unos frascos de la bolsa de Svenson. Javier se acercó hasta la escalera con el arma en la mano, no se fiaba ya de Álvarez. Ahora no se oía movimiento alguno.

—Están esperando algo.

Una decena de coches de la Policía Nacional y la Policía Local se había desplegado cercando la mezquita. Los agentes del MI6 y del CNI tuvieron que identificarse para no ser arrestados; entretanto, Eagan y Sawford accedían al edificio desde el sótano. La gente se arremolinaba detrás de la zona que la Policía había aislado. Unos tímidos rayos consiguieron romper entre dos nubes bañando de luz la torre.

El sol se coló por las ventanas difuminando la penumbra. Silvia mezclaba varios de los líquidos que Svenson había traído desde San Petersburgo mientras el doctor Salvatierra insistía en mantener viva a Alex.

Otro disparo más. Javier lo entendió, se han parapetado en algún lugar de la escalera, alguien les acosa desde abajo.

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