El mapa del cielo (30 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
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Había huido a América desde Inglaterra impulsado por el convencimiento de que Estados Unidos, tras un parto difícil y unos primeros pasos azarosos y titubeantes, habría logrado conformar una nación guiada por la antorcha de la racionalidad y las libertades universales. Tenía la esperanza de que se hubieran convertido en una visión suprema de todo cuanto la vieja Europa, harta de sí misma, no había llegado a ser, ni siquiera tras el favorable golpe de timón que habían supuesto el Siglo de las Luces y la Revolución francesa. Pero, para su asombro, se había encontrado con un país infectado por un espíritu religioso en el que las tan familiares supersticiones europeas convivían con otras de nuevo cuño. ¿Para eso se había descubierto América?, se preguntó con gran desconcierto Locke, ¿para convertirla en una mala copia de Inglaterra? Porque al igual que la vieja Europa, aquella sociedad incipiente estaba convencida de que todo cuanto abarcaba la mirada constituía un indicio de la obra divina. La cercana llegada del cometa Halley, por ejemplo, no era una excepción. ¿Quién si no el Creador podría orquestar semejante espectáculo pirotécnico en los cielos de septiembre? Por eso mismo se habían apostado numerosos telescopios en los parques de Nueva York, de manera que todos pudieran observar aquella exhibición de poder con la que Dios corroboraría su existencia para regocijo de sus devotas criaturas. Pero, por paradójico que suene, aquella convicción también cohabitaba con una confianza ciega en el progreso y en los científicos, y debido a ello, cualquiera que escribiera el primer delirio que se le pasara por la cabeza podía obtener la credulidad de los ciudadanos. Ahí estaba el caso del reverendo Thomas Dick, por ejemplo, cuyas obras ya eran enormemente populares en Estados Unidos cuando Locke llegó allí. En uno de sus exitosos libros, el reverendo había calculado que el sistema solar contenía 21.891.974.404.480 habitantes, cifra que quizá se les antoje algo exagerada, aunque no lo era tanto si tenemos en cuenta que, según esos mismos cálculos, la Luna ya contaba con una población de 4.200 millones. Por ese y otros ejemplos de candidez semejantes, los americanos le parecieron a Locke un pueblo que estaba pidiendo a gritos un escarmiento. ¿Y quién podía dárselo, si no él? Así que, al principio, más que velar los sueños de la humanidad, lo que Locke se propuso fue algo tan poco elevado como darles una lección a sus nuevos vecinos, tratando de paso de divertirse con ello todo lo posible. Decidió inventar una historia sensacionalista que ridiculizara esa y otras muchas de las extravagantes teorías astronómicas que se habían publicado hasta la fecha. Eso obligaría al pueblo americano a reflexionar sobre la fragilidad de sus creencias, a la par que incrementaría las ventas del
The Sun
, el mejor púlpito que podía concebir para su propósito, pues se trataba de un diario de circulación masiva que por primera vez no se vendía por suscripción, sino en plena calle, de mano de una tropa de niños que anunciaban a voz en grito las más asombrosas noticias al precio de un insignificante centavo.

¿Y cuál podía ser esa historia? Locke sabía que aquel agosto el científico John Herschel, hijo de William Herschel, el célebre astrónomo real de la corte de Jorge IV, se encontraba en el sur de África realizando observaciones astronómicas. Cargando con varios instrumentos ópticos, el astrónomo británico había partido de Inglaterra rumbo al cabo de Buena Esperanza, con el propósito de establecer allí un observatorio y poder confeccionar múltiples mapas de las estrellas visibles en el hemisferio sur, con los que pretendía completar la clasificación que su padre había llevado a cabo en los cielos del norte. Sin embargo, durante dos años no se había sabido nada del astrónomo, y desde donde se hallaba ahora, una comunicación con Nueva York tardaría al menos dos semanas, tiempo más que suficiente para que Locke pudiera acribillar a los americanos con una serie de artículos en los que se enumerasen los supuestos descubrimientos de Herschel, sin que el astrónomo se enterase de ello y mucho menos pudiera desmentirlos.

Sin perder un segundo, y con una sonrisita juguetona arruinando la habitual gravedad de su rostro, Locke se puso manos a la obra, y el 21 de agosto se publicó el primero de esos reportajes. Bajo el título «Grandes descubrimientos astronómicos» el artículo explicaba que un culto caballero escocés de visita en Nueva York había proporcionado a
The Sun
un ejemplar del
Edinburgh Jornual of Sciencie
, donde podía leerse un fragmento de la bitácora diaria del doctor Andrew Grant, un colaborador ficticio de Herschel. La primera parte del artículo se dedicaba a describir el portentoso telescopio que había construido el astrónomo, provisto de una lente colosal capaz de distinguir objetos de dieciocho pulgadas en la superficie de la Luna y proyectar sus imágenes sobre una pared del cuarto de observación. Gracias a aquel excepcional invento habían podido escrutar cada planeta del sistema solar y muchos otros de los sistemas vecinos, habían establecido una teoría firme sobre los fenómenos cometarios y solucionado casi todos los problemas de la astronomía matemática.

Una vez abonado el terreno, el siguiente artículo se centraba en la Luna, que habían escrutado atentamente con el telescopio, distinguiendo en ella una zona cubierta de roca verde oscuro y una especie de sarpullido de amapolas rosadas. Al explorar el
Mare Nubium
de Riccioli, habían descubierto hermosas playas de arena blanca jalonadas de árboles desconocidos, y unas pirámides de cuarzo malva de más de veinte metros de altura. Y luego, continuando su inspección con aquella lente milagrosa, se habían tropezado con el insólito rebullir de la vida. Atónitos, habían atisbado los primeros animales. Atestando sus llanuras habían visto manadas de algo parecido a bisontes, y en la cima de las suaves colinas, como pinceladas azul pálido, algunos ejemplares de gráciles unicornios.

En el siguiente artículo, Locke, llevando su broma al extremo, prosiguió con el registro de las especies zoológicas. Entre la estupefacción y la maravilla, hizo que Herschel y Grant contemplaran una especie de reno diminuto, un oso con cuernos y hasta un grupo de simpáticos castores bípedos, que construían chozas de madera con altas chimeneas de las que brotaba el humo. Todo valía. Gracias a esos tres artículos ya habían superado la tirada del
Times
de Londres.

Pero Locke no estaba dispuesto a aflojar la marcha. En el cuarto reportaje, hizo su revelación más sorprendente: los astrónomos habían visto a los habitantes de la Luna, a los que bautizaron como
Homo vespertilio
u hombre murciélago. Según se explicaba, se trataba de unas criaturas de algo más de un metro, enteramente cubiertas de un pelaje cobrizo, y dotadas de unas alas membranosas que les llegaban desde los hombros hasta las pantorrillas. Con las alas plegadas, caminaban con la dignidad y el equilibrio de los humanos; cuando las abrían, surcaban los cielos como un ballet extravagante. Sus caras, presididas por unos labios prominentes que se movían como si articulasen palabras, eran semejantes a las del orangután, aunque destilaban una expresión más inteligente. El telescopio los mostraba holgazaneando felizmente en la hierba, si bien de un modo que en la Tierra podría considerarse un tanto indecoroso. Y tras aquel fabuloso descubrimiento, que había sobrecogido a los lectores del
The Sun
, Locke se preparó para la estocada final.

El último artículo narraba cómo, en mitad de aquel edén primitivo, Herschel había atisbado lo que sin duda era un enorme templo religioso de zafiro pulido, con un techo de metal amarillo. ¿A qué Dios rendían culto aquellos seres? Pero en el momento de máximo interés de los lectores,
The Sun
informó que desgraciadamente, en un lamentable descuido, los astrónomos habían dejado orientado al Sol el que empezaban a llamar «el telescopio de los milagros», y los rayos solares, enaltecidos por su enorme lente, habían producido una quemadura de siete metros en el suelo del observatorio, dejándolo prácticamente inservible.

Tras asombrar a Estados Unidos, la historia fue reproducida en los periódicos de casi todo el mundo, muchos de los cuales llegaron a asegurar que habían tenido acceso a los artículos originales del
Edinburgh Journal
. Eso llevó a un comité de científicos de la Universidad de Yale a visitar la redacción de
The Sun
, con el inocente propósito de ver aquellos documentos. Y aunque fueron mareados por los empleados del periódico, que los enviaron de aquí para allá durante varios días y finalmente tuvieron que volverse sin ver los originales, los científicos regresaron a New Haven sin sospechar que todas aquellas excusas ocultaban un fraude. Otros periódicos, sin embargo, se mostraron mucho más escépticos, y acusaron a
The Sun
de engañar a sus lectores. El
Herald
incluso aseguró que el
Edinburgh Journal of Sciencie
había dejado de existir varios años antes. Ante las numerosas presiones,
The Sun
publicó unos días después una columna en la cual consideraba la posibilidad de que la historia fuera una broma, aunque no podía asegurarlo hasta que lo corroborasen los periódicos ingleses.

Locke jamás reconoció públicamente que todo había sido un fraude. Le asustaba la magnitud de lo que había desencadenado. Jamás pensó que aquello pudiera llegar a tanto. Su única intención había sido que los americanos se cuestionaran la fragilidad de los fundamentos de cualquier creencia, pero la mayoría de los lectores se habían mostrado refractarios a su ironía y habían seguido creyendo que todo era cierto, que la Luna estaba realmente habitada por aquella fauna delirante, que el satélite era un remedo del paraíso o el lugar de recreo de los personajes de los cuentos de hadas. Algunos clérigos incluso estudiaron la posibilidad de imprimir biblias para los hombres murciélago, y un grupo de bautistas hasta empezó a recolectar dinero para enviar misioneros a la Luna con el fin de salvar las almas de los depravados moradores del satélite. Y a pesar de que con el correr del tiempo, telescopios tan sofisticados como el de John Draper realizaron daguerrotipos que mostraban una inmaculada y deshabitada Luna, sin rastro alguno de la caprichosa colección de seres ideados por Locke, muchos neoyorquinos continuaron convencidos de que la ciencia acabaría demostrando que lo narrado por el doctor Grant era cierto.

Y si alguno de ustedes se está preguntando cuál fue la reacción de Herschel al respecto, he de decirles que el astrónomo no se enteró del fraude en el que había sido involucrado hasta pasado un tiempo, pues, como afirmaba el artículo, se encontraba en Ciudad del Cabo realizando observaciones astronómicas. Cuando al fin conoció la noticia, se lo tomó con humor, tal vez porque sabía que sus observaciones nunca llegarían a ser tan asombrosas. Sin embargo, cuando quienes creían que la historia era real empezaron a acribillarlo con preguntas, queriendo saber hasta los más absurdos detalles, como los hábitos sexuales del
Homo vespertilio
, aquella sonrisa terminó por desaparecer de su rostro.

Esos fueron los inesperados efectos que la broma de Locke tuvo sobre la sociedad americana, por lo que fue él quien, tras vencer su propia incredulidad, extrajo una lección de todo ello: el hombre necesitaba soñar. Sí, necesitaba creer en los espejismos, creer que su vida era algo más que la miserable y hostil realidad que lo asfixiaba. Y él había sido un sastre lo suficientemente habilidoso como para confeccionar una ilusión a medida para aquel hombre desencantado. Al principio, ese logro inesperado le sirvió para capear el temporal de críticas e insultos de sus rivales, pero a medida que pasaban los años, las aguas volvían a su cauce y su broma adoptaba la forma de una simpática anécdota, Locke empezó a sentirse cada vez más orgulloso de su hazaña; no en vano había descubierto la necesidad de la humanidad y el modo de satisfacerla. Los hombres necesitaban soñar, y él les había invitado a hacerlo, desvelándoles que el mundo era mucho más bello de lo que les mostraban sus ojos. Bien mirado, les había dado todo lo que podía darles una religión, pero sin quitarles nada a cambio. Les había regalado un paraíso con el que soñar, en el que refugiarse de los sinsabores terrenales, y lo había hecho sin arrebatarles su libre albedrío, sin obligarles a cumplir absurdas normas ni amenazarles con una condena en ningún infierno. Sí, eso era lo que Locke había hecho, y que le hubieran repudiado por ello le resultaba tan injusto como castigar a un lazarillo por describirle a un ciego una puesta de sol imposible, con colores musicales y nubes con sabor a fruta. Hacer soñar a los demás no debería corresponder únicamente a las religiones, ni a los artistas, se dijo. No, en cada gobierno debería haber un ministerio dedicado a hacer soñar a sus ciudadanos con un mundo mejor, lleno de despachos en los que un soñador como él pudiera consolar a otros individuos regalándoles ilusiones. El mundo sería entonces, si no racional, al menos razonable…

A medida que pensaba aquellas cosas, Locke fue sintiéndose cada vez más complacido con su logro, pero también más frustrado por el hecho de que nadie más hubiera sabido valorarlo. Como había comprobado, las ilusiones a gran escala tenían sus inconvenientes, y por mucho que le gustara imaginarse a la humanidad como una niñita deseosa de escuchar un cuento antes de dormirse, no todos los hombres eran iguales. Muchos preferían aceptar la realidad tal cual era, en vez de suavizarla con el barniz de la imaginación. Otros, simplemente, no soportaban que alguien tuviera un poder superior al suyo. Y todas aquellas voces juntas eran demasiadas para que un solo hombre pudiera luchar contra ellas. Lo único que podía hacer era regalar aquella pócima milagrosa que había descubierto por azar a quienes realmente se la merecieran. Una labor puerta a puerta, por así decirlo. Pero si bien la humanidad se le había antojado digna de su brebaje, ninguno de sus integrantes por separado le parecía indicado para merecerlo.

Aquello cambió, sin embargo, el día en que tuvo a su primera hija en los brazos, observándole con esa mirada profundamente inquisitiva de los recién nacidos. Locke supo entonces que al fin había encontrado a alguien que se merecía por derecho el regalo de un mundo más bello. Así que, cuando Eleonor cumplió diez años, le entregó un presente muy especial. Le regaló la capacidad de soñar, que físicamente se concretaba en un rollo de papel atado con una cinta escarlata. Al desenrollarlo, la niña pudo contemplar un mapa del universo dibujado por el propio Locke. Ya no podía poblar la Luna de seres mágicos, los científicos se lo habían impedido, pero el universo estaba aún por descubrir. Con el paso de las décadas, los telescopios irían desvelando sus misterios y el hombre incluso podría surcarlo con máquinas aladas más pesadas que el aire, pero para eso aún faltaba mucho tiempo, tal vez siglos. De momento, el universo podía ser tal y como Locke lo había dibujado en ese rollo de papel.

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