Aunque los trípodes ya habían pasado por allí, y una extraña calma había cristalizado en la calle, todavía se oían disparos y explosiones en la distancia, provenientes de los barrios vecinos, por lo que dedujeron que la invasión estaba lejos de concluir. Con Murray nuevamente a las riendas, pusieron rumbo a Regent's Park. Wells lanzó entonces un suspiro de angustia. En unos minutos, lo que tardaran en atravesar el parque, descubriría si Jane había sobrevivido a la invasión o no. Emma, que iba sentada enfrente sosteniendo la cabeza del agente en su regazo, como una madona cansada y terrenal, le dedicaba miradas de ánimo cuando sus ojos se encontraban, pero era evidente que, como él, sabía que las probabilidades de que Jane siguiera con vida eran muy escasas. Tal vez, se dijo Wells, Jane ya llevara muerta varias horas, tal vez yacía sepultada bajo los escombros, o convertida en uno de aquellos siniestros monigotes de ceniza que jalonaban Euston Road, y él todavía no había derramado una sola lágrima por ella. Sí, tal vez estuviese muerta y él siguiera creyéndola viva. Pero ¿acaso era posible que eso hubiese ocurrido y que no existiera un modo de saberlo? ¿Cómo era posible que no fuera capaz de percibir su muerte mediante alguna sensación física, o que el universo no tuviese una manera de notificárselo? ¿Y no debía ser el sacrosanto amor como una telaraña que, aparte de envolverlos, transmitiera a cada uno de los miembros de la pareja con una vibración de sus hilos que el otro había abandonado la red? El escritor respiró hondo y cerró los ojos, intentando ignorar el traqueteo del coche para concentrarse en la melodía interna de su cuerpo, no fuera a ser que su organismo llevara horas tratando de avisarle de que Jane había muerto con algún acorde desafinado. Pero su cuerpo no parecía sentir su muerte, y tal vez esa fuese la prueba más irrefutable que podía encontrar de que ella estaba viva, pues le resultaba inconcebible la posibilidad de que la persona que más amaba del mundo hubiese dejado de existir y él fuera incapaz de percibirlo, o que no hubiera muerto solidariamente un segundo después a causa de un paro cardíaco, con una sincronía aún más sofisticada que la que se establece entre los gemelos. Desde que encontrara su nota en la puerta de los Garfield, Wells había temido que Jane muriese o resultara gravemente herida en la invasión, pero se había esforzado en no pensar en ello. Y debía seguir con aquella estrategia, mantener todavía cerrado el dique que contenía el dolor hasta que confirmara realmente su muerte, hasta que, tras tres o cuatro horas de baldía espera en la colina, sus compañeros le dedicaran una mueca afligida y le dijeran que lo sentían. Pero sabía que ni siquiera entonces su corazón aceptaría su muerte. Solo cuando tuviera entre los brazos su cuerpo frío, despojado del calor del alma, admitiría que Jane había muerto, y que lo había hecho en alguna parte de la ciudad, mientras él todavía confiaba en que acudiera a la cima de Primrose Hill con un par de rasguños y la sonrisa exaltada de quien ha sorteado miles de peligros hasta llegar hasta él.
El manto de inquietante calma que cubría Euston Road se extendía hasta Regent's Park. No había nadie por los alrededores, y en el parque todo parecía estar en su sitio. Cada árbol, piedra y brizna de hierba se mantenía intacta, fruncida al planeta con determinación. Si algún trípode había pasado por allí, aquel retal de naturaleza en mitad de Londres debía de haberle conmovido lo suficiente para respetarlo. Lo único que les hizo recordar que se hallaban en mitad de una invasión marciana fue un perro que se cruzó ante el carruaje cargando en las fauces con lo que parecía el brazo de alguien. Al menos, había quien estaba sacando provecho de todo aquello, se dijo Wells, mientras Emma apartaba la mirada con una mueca de repugnancia. Pero salvo aquella pincelada macabra, el trayecto transcurrió sin incidencias, hasta que finalmente atisbaron la curva de Primrose Hill.
Estacionaron el coche al pie de la loma, y sin atreverse a dejar a Clayton en el carruaje, ascendieron cargando con él por la pequeña colina hasta alcanzar su cresta, donde lo sentaron contra un árbol. Desde allí pudieron hacerse al fin una idea bastante exacta de la destrucción que se extendía por la ciudad, absoluta e incuestionable.
Londres agonizaba a sus pies, herida y humeante. Hacia el norte, las casas de Kilburn y Hampstead habían sido reducidas a arrecifes de cascotes entre los que deambulaban ociosos tres o cuatro trípodes. Hacia el sur, más allá de las verdes olas de Regent's Park, el Soho se hallaba en llamas, y entre sus calles, con la torpe elegancia de las garzas, se movían también algunos trípodes, abriendo fuego de vez en cuando. En la lejanía, distinguieron las gigantescas mansiones de Brompton Road, casi todas derruidas, y la abadía de Westminster convertida en una pura ruina. Más allá, desdibujada tras un cortinaje de humo, la catedral de Saint Paul seguía en pie, aunque su cúpula mostraba el agujero que le había producido un disparo marciano. Wells observó la devastación que se extendía a sus pies sintiendo más humillación que miedo. Tanto tiempo para construir aquella inmensa ciudad, aquel hormiguero donde miles de almas desliaban sus existencias ignorando que aquello carecía de importancia para el universo, y tan solo un día para destruirla.
Entonces, una voz de mujer rompió aquella silenciosa desolación:
—¡Bertie!
Wells se volvió hacia la voz. Y entonces la vio, corriendo hacia él por la colina, acalorada, despeinada, histérica y viva, sobre todo viva. Jane había sobrevivido a toda esa destrucción, había sorteado la muerte, y aunque tal vez muriese en breve, como él, ahora estaba viva, aún no había muerto.
Al verla correr hacia él, Wells consideró la posibilidad de hacer lo mismo para fundirse en un apasionado abrazo, de abandonarse al romanticismo que demandaba la escena. El espíritu práctico con el que cargaba se había mostrado siempre reacio a ese tipo de gestos, sobre todo cuando ella se los exigía en la vida cotidiana, donde le parecía que aquellos actos propios de las novelas amorosas resultaban generalmente ridículos, un acorde desafinado en la prosaica partitura de la rutina doméstica. No obstante, por una vez en su vida aquel gesto estaba más que justificado, incluso tal vez resultara imprescindible, por no mencionar que se hallaba además ante un público que se sentiría estafado si aquella escena culminaba de otro modo. Así que, temiendo decepcionar si no lo hacía, Wells emprendió un ligero y esforzado trotecillo hacia ella, hacia su mujer, hacia la persona que más le importaba en el mundo. Jane gritaba de felicidad mientras acortaban la distancia que los separaba, Jane volaba sobre la hierba, feliz de encontrarle vivo. Porque también su mujer habría tenido que sobrellevar la angustia de imaginarlo muerto mientras ella seguía respirando, y el amor era eso, comprendió el escritor, esa desinteresada e irrefrenable alegría, la perplejidad de saberse más importante para alguien que su propia vida y la aceptación de que había alguien en el mundo más importante que uno. Wells y Jane, marido y mujer, escritor y musa, se abrazaron entonces en mitad de aquella salvaje destrucción, de aquel planeta arrodillado que esperaba el golpe de gracia.
—¡Estás vivo, Bertie! ¡Estás vivo! —gritó ella entre lágrimas.
—Sí, Jane —dijo él—. Estamos vivos.
—Melvin y Norah han muerto, Bertie —le informó ella entre jadeos—. Ha sido horrible.
Y Wells supo que había sufrido, que también Jane arrastraba a su espalda una historia como la suya, una emocionante aventura que él escucharía con una sonrisa tierna y el alivio de saber que, aunque por momentos no lo pareciera, aquella peripecia jalonada de peligros tenía un final feliz, un final que había sucedido entre sus brazos.
Murray y Emma sonreían felices a su lado, emocionados por aquel reencuentro imposible, y el sol se derramaba sobre la hierba con la dulzura propia del amanecer, y todo era tan explícitamente hermoso, todo relucía tanto que, de repente, Wells se sintió eufórico, inmortal y poderoso, capaz de expulsar a los marcianos a patadas él mismo. Aunque le bastó una mirada a la devastada ciudad que gemía a sus pies para comprender que estaban condenados, que solo era cuestión de tiempo que los marcianos asestaran la puñalada final a aquel inmenso dragón de ladrillo y se pusieran a matar a pie a todos los que habían escapado de los trípodes. Sí, aquel optimismo que sentía no era otra cosa que el desesperado esplendor que mostraba la rosa antes de marchitarse y deshacerse en un reguero de pétalos sobre la hierba. Pero qué demonios importaba. Lo sentía y estaba feliz, más feliz que nunca.
Entonces, alguien empezó a aplaudir. Y todos se volvieron, sorprendidos, en la dirección de la que provenía el sonido de las palmas, para descubrir, a unos metros de ellos, apoyado en un árbol, a un joven emocionado ante la escena.
—Empiezo a creer que el amor es lo mejor que hemos inventado los hombres —dijo—. Al menos, parece mejor que nuestros cañones.
En silencio, el grupo lo observó mientras se les acercaba.
—Señor y señora Wells, qué alegría encontrarles vivos —dijo, llevándose la mano al sombrero a modo de saludo—. ¿Se acuerdan de mí? Soy Charles Winslow.
Wells lo reconoció enseguida. Se trataba del joven adinerado que, un par de años atrás, había irrumpido en su casa de Woking a punta de pistola porque creía que él disponía de una máquina del tiempo como la que había descrito en su novela. Y aunque ahora mostraba un aspecto descuidado —el cabello despeinado y la chaqueta polvorienta y rota por varios sitios—, el escritor tuvo que reconocer que a pesar de ello seguía conservando su rutilante atractivo.
—Por supuesto, señor Winslow —contestó, estrechándole la mano.
Tras el saludo, el joven reparó en el millonario, y palideció repentinamente.
—Señor Winslow, parece que haya visto a un fantasma —se burló Murray.
—¿Y no es cierto? —preguntó con cautela Charles.
—Si estrecha mi mano comprobará que no. —El millonario se la tendió y ambos se saludaron con afecto—. Pero ya hablaremos de mi resurrección en otro momento. Ahora permítame que le presente a la señorita Harlow.
—Encantado, señorita —dijo Charles, besándole la mano mientras la aturdía con una sonrisa de arcángel perverso—. En otra situación, la invitaría a cenar, pero me temo que no queda ningún restaurante abierto en todo Londres. O al menos, ninguno digno de usted.
—Me alegra verle tan risueño a pesar de la invasión —le interrumpió el escritor, antes de que Murray profiriese algún exabrupto.
—Bueno, no creo que esto deba preocuparnos demasiado, señor Wells —repuso el joven, abarcando la destrucción que les rodeaba con un movimiento de la mano—. Es evidente que vamos a sobrevivir.
—¿Ah, sí? —respondió el escritor, manifestando su escepticismo.
—Por supuesto —aseguró Charles—. Ya saben que en el año 2000 nuestro problema serán los autómatas, no los marcianos. Está claro que esto acabará solucionándose.
—Entiendo. —Wells lanzó un suspiro resignado—. ¿Y qué debemos hacer entonces?
—Dejar trabajar a los héroes, naturalmente —respondió el joven.
—¿A los héroes? —intervino Murray—. ¿Se refiere a usted?
—Oh, no, señor Murray. Me halaga, pero no me refería a mí. Me refería a un héroe de los de verdad —puntualizó Charles, haciéndole una señal a un hombre que aguardaba a unos metros del grupo, para que se acercara—. A alguien que ha venido del futuro expresamente para salvarnos.
El joven se acercó con timidez, y les dedicó una sonrisa que intentaba resultar tranquilizadora.
—Caballeros, les presento al bravo capitán Derek Shackleton.
¡Apreciado lector, ya hemos llegado a las páginas finales de nuestro apasionante folletín!
¿Crees que nuestros héroes podrán vencer a los marcianos, o te parece una gesta tan imposible como conquistar el corazón de una dama altiva? Aquí descubrirás las respuestas a ambas preguntas.
Gracias por acompañarme en este largo viaje, gentiles caballeros y sensibles damas. Espero que hayáis disfrutado con esta singular aventura, aunque quizá, debido a los numerosos incidentes tan alejados de la experiencia humana que la pueblan, os hayáis visto obligados a alzar las cejas más de una vez. No os culpo, aunque mucho me temo que, por desgracia, el paso del tiempo acabará robándole a estos sucesos su cualidad extraordinaria.
Shackleton sorprendió mi mirada, y con un escéptico alzamiento de cejas, abrió sus brazos para abarcar toda aquella desolación.
—Como ve, señor Winslow, no hay ningún modo de que podamos viajar al año 2000
.
Yo me encogí de hombros, divertido ante lo que sin duda no era más que un pequeño inconveniente
.
—Entonces me temo que tendremos que vencer a los marcianos nosotros solos, capitán. —Y sonreí
.
A Charles Winslow le hubiese gustado que el tiempo fuese como un río en cuyas orillas se remansara un paisaje inalterable, un paisaje de bellas montañas talladas a cincel, lagos donde el atardecer se derramara con suavidad, colinas de sensuales lomas o cualquier otra cosa. Lo que lo constituyera no tenía importancia, al menos no tanta como su naturaleza inmutable, pues aquel paisaje debía permanecer allí no solo cuando él se detuviera en la orilla para admirarlo, sino también cuando decidiera marcharse, remontando la corriente en su barquita o dejándose arrastrar por ella en sentido contrario. Hiciera lo que hiciese, debía continuar allí, en un sereno reposo, cosido al borde del río con hilos imposibles de desatar. Pero, según parecía, el tiempo no era como ningún río. Si uno se marchaba creyendo que todo permanecería tal cual lo había dejado, se equivocaba. Charles jamás lo hubiera creído, pero así era. Él había viajado al año 2000 gracias a Viajes Temporales Murray, había sido testigo de la despiadada guerra del futuro, en la que los hombres combatían contra los malvados autómatas por el dominio del planeta, y luego había vuelto a su época, una época donde los autómatas eran considerados meros juguetes. Aquel presente llevaba larvado en su interior, como una enfermedad latente, el germen del mañana. Pero lo que había sucedido dos años después había alterado tan sustancialmente ese presente que ya no podría desembocar en el futuro que Charles había creído inalterable. El mundo que ahora habitaba había tomado otra vía, ya no se dirigía al año 2000 que Murray les había mostrado. No sabía hacia dónde se dirigía, pero desde luego no era allí, se dijo, al tiempo que se levantaba del jergón y, renqueante y tembloroso, se acercaba a la entrada de su celda. Desde allí observó con pesadumbre el mundo que había fuera, y lanzó un suspiro: tampoco esa mañana había despertado de la pesadilla en la que parecía estar viviendo. Y como para constatarlo, sus dedos acariciaron resignados el grillete que le rodeaba el cuello.