Mientras intentaba comprender por qué las cosas no estaban saliendo como debían, empecé a ser zarandeado por la nerviosa multitud de un lado a otro, así que me senté en el banco de una placita que me salió al paso, más tembloroso y asustado de lo que quería reconocer. Necesitaba pensar. Era imposible saber lo que estaba ocurriendo con exactitud, pero resultaba evidente que las terribles explosiones se sucedían cada vez con mayor rapidez y mucho más cerca. Siempre era lo mismo: primero se oía un silbido agudo, luego el trueno de la descarga, y finalmente removía el aire el estrépito que producía algún edificio al derrumbarse. Pero lo peor era que aquella sinfonía macabra parecía provenir de todo Londres, desde Ealing hasta East Ham.
Con la intención de serenarme, saqué un cigarrillo de mi pitillera y lo encendí mientras las personas que pasaban corriendo ante mí se sorprendían de mi fría calma de suicida. Yo les devolvía la mirada con altanería, aunque el pánico al cual me resistía a entregarme había empezado a quemar mi garganta, otorgando a mi tabaco un sabor acre y metálico. Expulsé el humo con lentitud, intentando comprender la situación: ¿Por qué no había sucedido todavía aquello que debía impedir que la invasión prosperase, fuera lo que fuese: la inspirada orden de algún ministro, una poderosa arma secreta, un fenómeno natural imprevisto, algún grupo de soldados entrenados para aquella clase de contingencias, tal vez un hombre cualquiera que lo restableciera todo mediante un gesto azaroso? No sabía qué era lo que tenía que ocurrir, pero estaba convencido de que algo debía evitar la invasión.
Estudié con curiosidad a la multitud que pasaba corriendo ante mí: taberneros todavía con sus delantales puestos, doncellas vestidas con sus uniformes de trabajo, niños arrastrados por sus madres, mendigos y banqueros corriendo codo con codo, algún hombre a caballo. Su desorientación y pánico eran tan absolutos que resultaba obvio que ninguna de aquellas pobres almas estaba destinada a salvar Londres, y mucho menos el planeta. Tampoco nuestro ejército parecía estar capacitado para ello, según los rumores que había podido oír, corroborados enseguida por la cada vez mayor proximidad de las explosiones. Pero yo sabía que alguien
tenía
que hacer algo, y hacerlo ya. ¿Y si era a mí a quien correspondía ese papel?, me pregunté de repente, ¿y si era yo quien debía intervenir en los hechos para encauzarlos correctamente? Pero aquello se me antojó un pensamiento tan ególatra como absurdo. Después de todo, ¿qué podía hacer yo para enderezar el presente? Poco o nada, me dije, al igual que todos aquellos desgraciados que corrían despavoridos azuzados por las explosiones.
Se produjo entonces una terrible explosión a escasas calles de allí, seguida por un derrumbe ensordecedor. El estruendo hizo que me levantara de un salto, con el cuerpo tembloroso. Entonces, de la calle que tenía enfrente surgió, acompañado de aquel macabro silbido, lo que solo puedo describir como un relámpago domesticado por un dios, pues en vez de zigzaguear en el aire, lo cortó en línea recta y paralelo al suelo, como la luz de un faro. El extraño rayo cruzó la plaza, incendiando a su paso las copas de algunos árboles, e impactó contra uno de los edificios que había al fondo de ella, que estalló en mil pedazos, barriendo brutalmente al puñado de personas y berlinas que había en las proximidades, como quien aparta de un desdeñoso manotazo las migas del mantel.
Observé aquella salvaje destrucción sin dar crédito a lo que acababa de ver. Entonces, todos los que nos encontrábamos en la placita, oímos un repiqueteo metálico cada vez más ensordecedor a nuestras espaldas. Clank, clank, clank. El suelo comenzó a temblar y, espantados, miramos hacia la calle de donde había provenido el rayo, sabiendo que lo que se acercaba hacia nosotros no podía ser otra cosa que uno de los trípodes de los que hablaban los refugiados. Y a través de la densísima nube de polvo que había producido el derrumbe, atisbamos la siniestra silueta de una máquina vagamente arácnida. Aquella visión me sobrecogió: lo que caminaba hacia la plaza era enorme, gigantesco. Unos segundos después, traspasó el cortinaje de niebla y se plantó frente a nosotros, apuntalándose firmemente en el suelo con sus tres poderosas patas. Muchos huyeron despavoridos, pero otros, entre los que me encontraba, permanecimos clavados en mitad de la plaza, como hechizados por la aparición.
Aquella fue la primera vez que vi un trípode marciano, y todavía hoy me estremezco al recordarlo. Se me antojó más poderoso que cualquier máquina que el hombre hubiese construido hasta entonces y que cualquiera que pudiese construir en el futuro. Debía de medir unos treinta metros, quizá más, y sobre sus patas, finas y articuladas como las varillas de una sombrilla, se mecía algo semejante a uno de esos cestos que acarrean los globos areoestáticos, aunque algo más grande, y cerrado como un caparazón inexpugnable. De su parte delantera colgaba una suerte de tentáculo, probablemente del mismo material reluciente que la máquina, aunque más flexible. El flagelo oscilaba graciosamente en el aire, como la trompa de una mosca, y estaba rematado por un extraño artilugio que parecía un arma. En ese momento, como para confirmar mis sospechas, un segundo rayo brotó de él. Se hundió en el suelo, a sus pies, pero a medida que la máquina fue alzando el tentáculo, el rayo empezó a cortar la plaza en diagonal, como si se tratara de un pastel de bodas, reduciendo a cenizas a quienes encontró a su paso. La terrible guadaña de fuego terminó su recorrido rajando en dos el edificio que había al extremo, que se deshizo en un suspiro de cascotes.
Todo eso sucedió a unos quince metros de donde yo estaba, pero pude sentir el calor que despedía el rayo erizándome dolorosamente la piel, y aquello sirvió para despejarme. El hecho imposible de que se estuviera produciendo la invasión me había aturdido de tal manera que no había podido pensar en nada más. Pero en aquel instante, con un escalofrío de temor, comprendí que mi vida peligraba, que podía morir en cualquier momento. La invasión se estaba produciendo, por imposible que me resultara. Pero tanto daba que prosperase o no, pues yo no era más que un actor insignificante, y podía morir de cualquier manera, abrasado por el rayo, aplastado en un derrumbe, atropellado por un carruaje desbocado, sin que mi muerte alterase su desenlace. Fui consciente entonces, como no lo había sido nunca, de mi terrible vulnerabilidad. Podía morir en ese mismo instante, me dije, podría haber muerto ya.
De pronto, mientras observaba cómo la máquina se preparaba para efectuar un nuevo disparo sobre los edificios, pensé en Victoria, y en mi primo y su mujer, que también podían morir cuando los trípodes llegaran a Queen's Gate, porque al igual que yo eran frágiles y mortales. ¡Debía reaccionar, huir de allí, acudir a su lado cuanto antes!
El edificio derruido componía una humeante barricada de cascotes que impedía el paso hacia las calles que conducían a Queen's Gate, por lo que, en parte por voluntad propia y en parte arrastrado por la enloquecida multitud, eché a correr hacia una callecita lateral, alejándome del trípode que había irrumpido en la plaza, y de otro que lo estaba haciendo en aquel momento. Me vi empujado entonces por un laberinto de callejuelas sin saber hacia dónde me dirigía, escuchando las explosiones que se sucedían en la placita e intentando no tropezar por miedo a ser arrollado, como les estaba sucediendo a muchos. Mientras corría veía sobre mi cabeza un cielo tiznado de resplandores rojizos, olía el humo de los incendios y oía una ensordecedora algarabía donde se mezclaban los gritos de la multitud, el bramido de los cañones y los insistentes silbidos de los trípodes, que parecían provenir de todas partes a la vez.
Hasta que desemboqué en el Chelsea Embankment no descubrí que había corrido en dirección contraria a South Kensington, que era adonde quería ir. Ahora me hallaba en el muelle, resoplando y tosiendo, apretado entre docenas de personas que, como yo, lucían el rostro tiznado por el polvo de los derrumbes. Parecíamos un grupo de sopranos de ópera que hubiera sido evacuado por la policía de un teatro. Me acometió entonces un profundo vértigo, y tuve que inclinarme con las manos en las rodillas. Permanecí en esa postura varios segundos, estudiándome la punta de los zapatos mientras intentaba controlar las náuseas para no vomitar. Lo último que me apetecía era señalarme como un muchachito impresionable entre aquella multitud. Cuando finalmente pude levantar la vista, todavía un tanto jadeante, reparé en que a los pies del embarcadero se amontonaba un rebujo de barcas y lanchas cuyos pasajeros no se sabía si querían surcar el río o subir a tierra. Y entonces, irguiéndome lentamente, mientras el rostro se me desencajaba en una mueca de espanto, descubrí el motivo de aquella histeria. Ante mí se desplegaba el Támesis, con su rutilante lomo peinado por los puentes. El que tenía más cerca era el imponente Albert Bridge, sostenido por el centro por sus dos fuertes pilares de hormigón, pero aquella estructura que siempre me había parecido una acertada muestra del poder del hombre se me antojó ahora terriblemente desvalida ante el siniestro rebaño de trípodes que avanzaba por la ribera sur. Componían un enjambre de fantasmagóricas siluetas oscuras recortadas sobre una noche incendiada, pues habían atravesado Battersea dejando a sus espaldas un legado de edificios demolidos acunados por las llamas, y se aproximaban al Támesis con el evidente propósito de cruzarlo con sus largos zancos para reanudar su inclemente devastación en la otra orilla.
Sin embargo, antes de que alguno lograra alcanzar las aguas, un destructor irrumpió valientemente en escena. Deslizándose sobre el río como un Leviatán desafiante, se interpuso entre los trípodes y la muchedumbre que nos agolpábamos en el muelle. Intentando ver entre el bosque de cabezas que me rodeaban, descubrí que algo similar estaba sucediendo a lo largo de todo el río, salpicado de buques de combate que intentaban mantener a raya las hordas de trípodes que, irrumpiendo en la metrópoli por el sur, habían arrasado Lambeth y los barrios colindantes. Algunos destructores incluso habían abierto fuego contra ellos, a juzgar por el estruendo que provenía de aquella dirección. Con una vaga sensación de protección similar a la de quien ve arder el escenario desde su palco, preguntándose inquieto si las llamas se propagarán hasta él, todos los que estábamos allí apiñados nos dispusimos a presenciar el duelo que iba a tener lugar ante nuestros ojos, pues en ese momento el destructor que teníamos delante comenzaba a disparar airadamente contra los marcianos. Los cañonazos se sucedieron con rapidez y estruendo, destrozando muchos de los edificios que se alzaban al otro lado como si fueran de papel, pero sin lograr acertar a ningún trípode, que esquivaban los disparos con un bamboleo desganado. Sin devolver el fuego, se limitaban a continuar su aterrador y concentrado avance hacia el río. Uno de los cañones acertó entonces a uno de ellos, cuyo caparazón se hizo añicos, antes de derrumbarse sobre un edificio como un árbol talado. Llenos de emoción, todos celebramos aquella baja estallando en vítores jubilosos, pero nuestra euforia apenas duró unos segundos, pues enseguida fuimos testigos de la brutal respuesta de los trípodes. Al menos tres poderosos rayos de fuego surgieron de los más próximos a la orilla y alcanzaron de lleno al destructor, que fue violentamente zarandeado sobre las aguas, y aunque una densísima nube de humo y vapor ocultó durante unos instantes la refriega, todos pudimos escuchar la saña de los impactos posteriores, e incluso ver emerger de la bruma una granizada de trozos metálicos y parte de una de sus chimeneas gemelas. Los disparos cesaron de repente, y la niebla se desflecó unos segundos después, mostrándonos al destructor desvencijado y humeante, flotando sobre las aguas como un pájaro muerto. Un par de trípodes dispararon entonces sobre el Albert Bridge, segándolo con su cuchilla de fuego y derramando sobre el Támesis, como quien vuelca un cucurucho de uvas, el puñado de personas que huía hacia Chelsea, mezclado con una lluvia de llameantes cascotes. Los restos del puente forjaron una suerte de barricada que aisló aquella escena de la cruenta batalla que se libraba a lo largo del río. Advertimos entonces que los trípodes se internaban en las hirvientes aguas con un balanceo de ancianos espectrales. Era evidente que, pese a la precariedad con la que caminaban sobre el lecho del río, pronto llegarían hasta nosotros sin que ningún buque pudiera cortarles ahora el paso.
El más impaciente de ellos disparó contra nuestra orilla. El disparo destrozó el muelle a unos quince metros de donde yo me encontraba, reduciendo a cenizas a los curiosos que se agolpaban allí, y obligándonos a los demás a huir hacia las calles más cercanas en una alocada desbandada. Nuevamente me vi arrastrado por la multitud sin saber hacia dónde. Unos metros por delante, vi caer a una niña, que fue pisoteada por aquella muchedumbre ciega, y enseguida noté el crujido de sus huesecitos bajo mis pies, incapaces de frenar aquella carrera. El incidente me impulsó a hacer todo lo posible por separarme de la riada humana de la que involuntariamente formaba parte. Deseoso de recuperar mi voluntad, me aplasté contra un muro y dejé pasar aquella horda enloquecida, hasta que la calle quedó casi desierta, salvo por algunos cadáveres pisoteados. Entonces traté de orientarme. Cuando lo hice, eché a correr en dirección a South Kensington, intentando no dejarme llevar por el pánico. Así, deteniéndome de cuando en cuando para escuchar con atención de dónde provenían las explosiones, logré sortear los trípodes e incluso los torrentes de personas que huían de ellos, y fui cruzando el barrio con cuidado, casi siempre por callecitas desoladas, hasta que logré alcanzar Cromwell Road. No sé cuanto tiempo me llevó llegar hasta allí, pero se me antojó una eternidad. Cuando lo hice estaba exhausto y tembloroso, pero me alivió descubrir que Queen's Gate se mantenía todavía en calma, con su hilera de lujosas mansiones intactas.
Corrí hacia la casa de mi tío e irrumpí en ella jadeando estrepitosamente por la carrera. Para mi sorpresa no encontré a nadie en la primera planta, así que subí a trompicones la suntuosa escalera de mármol que conducía a la segunda, que también se hallaba desierta. Antes de volver a bajar, sin embargo, no pude evitar aceptar el regalo que tan desinteresadamente me ofrecían sus ventanales: una aterradora panorámica de Chelsea y Brompton que me permitió hacerme una idea mucho más general de la atroz destrucción que estábamos sufriendo. ¿Realmente iba a poder detenerse aquello?, me pregunté, absorto en la docena de columnas de humo negruzco que ascendían al cielo desde varios puntos de aquellos barrios, cuyos edificios más emblemáticos habían sido reducidos a una montaña de cascotes. Más allá, al otro lado del Támesis, se distinguía un ondulante telón de llamas. Los trípodes se extendían por la ciudad como una plaga imparable, constaté. Y pronto estarían allí y aquellas airosas mansiones no serían más que escombros. Lancé un suspiro de impotencia, e intenté darme ánimos pensando que, aunque lo pareciera, aún no estaba todo perdido. Alguien haría algo tarde o temprano, alguien cambiaría el curso de la invasión. Alguien que probablemente estaba escondido en alguna parte, esperando su momento para actuar.