Bajé al fin a la primera planta y anuncié mi presencia gritando todo lo que pude, pero mi voz apenas se oía por encima del estruendo de las explosiones y el clamor de las campanas. Me detuve entonces ante el reflejo que por azar me devolvió uno de los espejos del gran salón de mi tío. Me sorprendió la imagen de aquel Charles sucio y agitado, cuyos ojos supuraban una mirada de demente. Había perdido mi sombrero, tenía el cabello revuelto y la chaqueta harinada de polvo y desgarrada por un hombro. Nunca pensé que ese sería el estado en el que regresaría del prostíbulo para invitar a cenar a Victoria. Me desentendí del espejo y caminé por la planta, preguntándome dónde estarían mi primo y sus invitados. ¿Se habrían echado a la calle, impulsados por el miedo o por la curiosidad? No lo creía.
De pronto, reparé en que aún no había buscado en el que sin duda era el sitio más seguro de la mansión en el caso de que la ciudad fuera invadida por los marcianos o sufriera cualquier otra catástrofe similar: el sótano, donde se hallaban las dependencias del servicio. Probablemente, alarmados por las explosiones, habrían optado por refugiarse allí. En todas mis visitas a la casa de mi tío nunca me había aventurado en el mundo que latía bajo las suelas de mis zapatos, aunque sabía que se accedía por una discreta puertecita que se encontraba junto a la cocina. Bajé la escalera que conducía al sótano sintiéndome como un intruso, preguntándome si mis sospechas serían ciertas, pero enseguida oí una voz proveniente de alguna de las habitaciones. Me dejé guiar por ella a través de aquellos pasillos austeros, y pronto empecé a distinguir lo que estaba diciendo la voz, que sin duda debía de pertenecer a un hombre mayor, el cual hablaba con sumo sosiego y corrección, como si estuviese acostumbrado a dirigirse a los demás en un tono de esmerado respeto. Supuse que debía de tratarse de Harold, el servicial cochero de mi tío. «Entonces comprendí que para espantar al hurón tenía que buscar el rastrillo, pero no era fácil porque, a causa de lo que les he contado antes, yo me encontraba sin mis pantalones», estaba relatando. Aquello provocó un estallido de francas carcajadas, de lo cual deduje que Harold debía de estar narrando su historia ante un auditorio tan numeroso como complaciente, probablemente el resto del servicio y los invitados. Y no me equivoqué, como comprobé al abrir la puerta tras la que se había desencadenado el temporal de amables risas.
Descubrí entonces la habitación que debía de constituir el saloncito del servicio, en el que se habían dispuesto varias sillas formando un corro en cuyo centro se hallaba el cochero con las manos levantadas, como un brujo sorprendido en mitad de un conjuro. Sentados entre los criados, distinguí aliviado a mi esposa Victoria, a su hermana Madelaine y a su marido, mi primo Andrew, los únicos amos vigentes en aquel momento, ya que a mis tíos les había sorprendido la invasión visitando Grecia junto a mis padres. Pero también distinguí a sus excelsos invitados, que no eran otros que dos de las mejores amigas de nuestras esposas: Lucy Nelson y Claire Haggerty. El marido de la primera, un inspector de Scotland Yard apellidado Garrett, no se hallaba presente —no era difícil deducir que se encontraría de servicio, poniendo orden en las calles, si tal cosa era posible—, pero Claire sí había acudido acompañada de su esposo, John Peachey, al que yo todavía no tenía el placer de conocer.
Reparé en que todos acunaban una copa en sus manos, y algunos ya exhibían la sonrisa ensimismada de quienes han rebasado la primera ronda. Para animar la reunión, un gramófono sonaba en una esquina, espolvoreando por la estancia una música jovial que amortiguaba las explosiones. Victoria pareció alegrarse al comprobar que yo seguía vivo, aunque su enfado le impidió manifestarlo y se limitó a dedicarme una sonrisa de triunfo: mi penoso aspecto corroboraba sin lugar a dudas que la invasión estaba fructificando, tal y como ella había sostenido durante nuestra discusión, independientemente de lo que dictara el futuro. Yo, por mi parte, y a pesar de lo que había visto, todavía continuaba pensando que eso no significaba nada, que los marcianos no tardarían en ser derrotados de algún modo. Enrocados en nuestras posturas contrarias, ninguno de los dos hizo el menor intento de abrazar al otro, como hubiésemos deseado, pues es bien sabido que el orgullo herido es el gran usurpador del cariño. Fue mi primo Andrew quien se levantó y acudió a recibirme, desbaratando la inmovilidad del retablo que componían.
—¡Dios mío, Charles, menos mal que has aparecido! —exclamó, contento de verme sano y salvo—. No sabíamos qué estaba ocurriendo allí arriba y temíamos por ti.
—Estoy bien, Andrew, no te preocupes —respondí, observando con disgusto cómo algunas doncellas intercambiaban comentarios sobre el lamentable estado de mis ropas.
—Solo se oían explosiones, y eso nos estaba poniendo a todos muy nerviosos, por eso hemos bajado aquí —me explicó mi primo señalando la habitación con su copa—. Harold incluso había empezado a contarnos una divertida historia para evitar que pensáramos en lo que está sucediendo fuera.
El cochero hizo un gesto vago con la mano, como restándole importancia a mi interrupción.
—Nada que no pueda continuar en otro momento, señor —dijo.
Con un ademán servil, el mayordomo se apresuró a ofrecerme una copa de una bandeja que había sobre una mesita.
—Tenga, señor. Imagino por su aspecto que no le vendrá mal un poco de brandy.
Se lo agradecí con aire distraído, intentando conciliar las terroríficas imágenes que había visto fuera con aquel ambiente relajado.
—¿Qué está sucediendo, Charles? —preguntó Andrew en cuanto le di un trago a la copa—. ¿Estamos… siendo invadidos?
Todos clavaron sus expectantes miradas en mí.
—Me temo que sí. Los marcianos han entrado en Londres y… —Hice una pausa, sin saber cómo resumir toda la devastación de la que había sido testigo, pero no había un modo de decir aquello de forma suave—, bueno… están destruyendo la ciudad. Nuestro ejército ha sido barrido, nadie puede protegernos ahora, estamos absolutamente a su merced.
Hubo un murmullo de consternación generalizado. Un par de doncellas comenzaron a llorar. Mi mujer y su hermana se abrazaron, mientras el señor Peachey hacía lo propio con su mujer, quien enterró la cabeza en su pecho como una niñita asustada. A mi lado, mi primo suspiró con dificultad.
—Dios Todopoderoso… nos están invadiendo los marcianos… —musitó con una vocecita apenas audible.
Parecía como si hasta mi confirmación se hubiese resistido a creerlo, pese al rosario de explosiones que se sucedían en la distancia y que seguían oyéndose también allí abajo, por encima de la alegre música. Al contemplar su repentino desasosiego, comprendí que, a pesar de haberse refugiado en la mansión de mi tío, una parte de su alma deseaba que yo estuviese en lo cierto y que la invasión no llegara a producirse. Ahora, más que asustado, mi primo parecía decepcionado, como si yo, al errar en mi vaticinio, le hubiese traicionado. Contemplé al resto de los presentes: todos ellos parecían haber recibido mis palabras como la orden que estaban aguardando para comenzar al fin a temblar. «Dios mío», musitaban varios criados en una letanía nerviosa, al tiempo que intercambiaban miradas desvalidas.
—Pero no hay nada que temer —les tranquilicé, aunque hasta a mí me costara creerlo después de los horrores que había presenciado en la superficie—. Todo se va a arreglar, estoy seguro de ello.
Victoria sacudió la cabeza, y sus labios dibujaron una mueca donde convivían la tristeza y la ironía. ¿Cuándo iba a darme por vencido?
—¿Por qué dice eso, señor Winslow? —preguntó esperanzada Claire, desenterrando la cabeza del pecho de su esposo.
Tomé una honda bocanada de aire antes de responderle. Sabía que iba a costarme que mi improvisada audiencia lo entendiera, aunque lo cierto era que tras los últimos acontecimientos, hasta yo había empezado a considerar la posibilidad de que mis conjeturas fueran equivocadas. Aun así, intenté exponer mis suposiciones con la mayor claridad, ignorando la mirada de reproche de mi esposa.
—Como sabe, señora Peachey, algunos de los que nos encontramos aquí, incluida usted, hemos viajado al año 2000 y paseado por un futuro en el que la única amenaza del hombre eran los autómatas. Eso solo puede significar, evidentemente, que la invasión que estamos sufriendo en estos momentos no prosperará. Estoy convencido de que no tardará en ocurrir algo que le pondrá fin, aunque todavía ignoro qué puede ser. Lo dice el futuro.
—Yo no haría mucho caso al futuro, pues, como su propio nombre indica, es algo que aún no ha sucedido —intervino su esposo, el tal Peachey.
Molesto por su interrupción, le dediqué una mirada inquisitiva, alzando exageradamente las cejas, y Claire se apresuró a presentármelo, porque hasta en aquella situación tan especial había que mantener nuestra ancestral educación.
—Charles, este es mi marido, John Peachey —dijo.
Al oír su nombre, su esposo me tendió la mano con presteza, como si temiera infringir alguna regla de cortesía si se demoraba unos segundos, aunque eso no evitó que yo se la apretara con una mueca de hastío.
He de confesar aquí que mi primera impresión del tal Peachey no fue favorable, y no solo porque se hubiera atrevido a llevarme la contraria. Siempre he sentido un irremediable desagrado por los hombres que no son conscientes de su potencial y que no hacen sino desaprovecharlo, y aquel era uno de ellos, quizá el más esforzado de todos. Era un joven alto y fuerte, dueño de un rostro bien proporcionado, presidido por unos ojos intensos y rematado en un mentón airoso, pero a pesar de haber sido bendecido con tales atributos, Peachey parecía dedicar su aseo matinal a empañar dichas virtudes, obteniendo tras su concienzudo sabotaje un hombre deslucido, encogido y apocado que lucía el pelo aplastado sobre la frente y unas gafas enormes. Era como si le faltara la personalidad que requería un físico así, esa resolución que le permitiría rentabilizar su rotunda apariencia. Todo en él resultaba insulso, discreto, contrario a su naturaleza. Aunque nunca me lo habían presentado oficialmente, yo sabía que Peachey era director honorario del Barclays, el banco del que el padre de Claire era uno de los principales accionistas, y me bastó un simple vistazo para comprender que no estaba ocupando ese preciado despacho en Lombard Street por su diligente y temeraria capacidad de gestión. Su vistoso cargo correspondía, evidentemente, a otra clase de razones.
—Bien, ahora que al fin nos conocemos, señor Peachey, ¿puedo preguntarle qué pretendía insinuar antes con su ingenua afirmación? —le dije, con la más resbaladiza de las cortesías.
—Que el futuro está por hacer, señor Winslow —se apresuró a responder él—. Que aún no existe, que es intangible. Por lo que basar sus suposiciones en algo que todavía no ha sucedido me parece muy…
—¡Oh, usted parece saber mucho sobre el futuro, señor Peachey! —le interrumpí con esa mezcla justa de ironía y urbanidad que solo sabe destilar un hombre de noble cuna—. ¿Ha visitado el año 2000? Yo sí, y le aseguro que me pareció del todo tangible, aunque no recuerdo que coincidiéramos en esa expedición. ¿En cuál de ellas viajó usted?
Peachey me observó unos segundos en silencio, tal vez intimidado por no saber cómo manejar la exquisita ambigüedad de mi tono.
—No… Yo nunca he viajado al futuro… —confesó con incomodidad.
—¿Nunca…? Vaya, qué contrariedad, mi querido señor Peachey. Entonces supongo que coincidirá conmigo en que quien hace comentarios sobre algo que no ha visto, acepta el riesgo, demasiado alto a mi entender, de equivocarse y quedar ante los demás como un ignorante —le dije, con una afable sonrisa—. Por ello, antes de que continúe por ese camino, permítame informarle de que, como Claire sin duda podrá confirmarle, el futuro existe. Sí, en algún lugar del tiempo ese futuro está sucediendo ahora mismo, y es tan real como este instante en el que usted y yo estamos hablando. Y puedo asegurárselo porque yo, al contrario que usted, sí he estado en el año 2000. Un año en el que la raza humana se halla al borde de la extinción por culpa de los malvados autómatas, no de los marcianos, aunque gracias a un hombre llamado Derek Shackleton conseguiremos vencerlos.
—Ojalá el tal Shackleton estuviera aquí… —murmuró Harold a mi espalda.
Peachey le miró con repentina curiosidad.
—No creo que un hombre solo pueda hacer nada —sentenció secamente, encogiéndose de hombros.
Aquel comentario del banquero logró irritarme aún más que el anterior. Ese hombre no solo se mostraba impermeable a mi desprecio, ignorando mi último comentario para contestar a un vulgar cochero, sino que además se atrevía a opinar sobre lo que Shackleton podía o no hacer.
—El capitán Shackleton no es un hombre cualquiera, señor Peachey —dije, intentando no parecer enojado—. El capitán Shackleton es un héroe. Un héroe, ¿lo entiende?
—Aun así, dudo mucho que en esta situación pueda hacer…
—Me temo, mi querido Peachey, que no puedo estar en mayor desacuerdo con usted —volví a interrumpirle con estudiado desprecio—. Pero por desgracia no disponemos de tiempo para enzarzarnos en la interesante discusión a la que todo esto apunta, que en otro momento y circunstancias me habría resultado de lo más agradable, pues no existe nada en el mundo que pueda atraerme más que un intercambio de opiniones tan inteligente como inútil. Tan solo me limitaré a decirle que si hubiese viajado al futuro, sabría lo que es un verdadero héroe y de lo que es capaz. —Y tras dedicarle una sonrisa cortés, no pude resistirme a añadir el regalo de un comentario mordaz—: Aunque acabo de darme cuenta de que quizá haya cometido una terrible descortesía con usted, señor Peachey, poniéndole en evidencia. Sospecho que hace dos años no gozaba de una posición tan desahogada como la que tiene ahora, por lo que el precio del billete quedaría fuera de su alcance.
Observé a Peachey apretar los labios para evitar responderme con un exabrupto que habría arruinado la esforzada corrección que trataba de aparentar. Luego, una vez reprimido el fatal impulso, ladeó ligeramente la cabeza, buscando una respuesta más apropiada pero igual de hiriente, y comprendí que habíamos comenzado sin proponérnoslo un duelo verbal, ese deporte donde uno está obligado a demostrar su ingenio para la ironía y la réplica impertinente, lo cual no me disgustó en absoluto, pues sin temor a vanagloriarme, mi habilidad en el cruce de agravios era conocida en todo Londres. En cambio, resultaba evidente que Peachey, si bien no parecía dispuesto a dejarse amedrentar, carecía de mi talento y experiencia. Naturalmente fui consciente, tal y como acababa de decirle, de que una situación como aquella tal vez no fuese la más ideal para enzarzarse en una batalla dialéctica, pero nunca he sabido resistirme a ciertas tentaciones. Aproveché el tiempo que el banquero consumió en hilar su réplica para echar una rápida mirada a mi alrededor. Todos habían dejado sus conversaciones y permanecían atentos a nosotros: los criados se mantenían alejados, sin comprender probablemente de qué discutíamos, salvo Harold, que estaba algo más próximo, cerca de Lucy, de Madelaine y de mi esposa, que se habían levantado de sus respectivas sillas, alarmadas por los peligrosos derroteros que había tomado nuestra conversación, y a un paso de nosotros, tensos como cuerdas de violín, se hallaban Claire y Andrew. Sonreí a Peachey, doblemente excitado por disponer de un público tan atento. El gramófono labraba el silencio con su animada melodía.