—Por supuesto, Claire, por supuesto que está aquí por amor —dije—. Pero no podemos olvidar que el capitán Shackleton es un héroe, y ahora más que nunca necesitamos uno.
—Le agradezco la confianza, señor Winslow, pero ya le he dicho que un hombre solo no puede hacer nada en una situación así —terció Shackleton.
—Pero usted no es un hombre cualquiera, capitán —repuse—. ¡Es un héroe!
Shackleton suspiró y sacudió la cabeza. Su modestia me sorprendía. Miré a mi alrededor en busca del apoyo que estaba seguro de que encontraría, pero me disgustó el cuadro con el que me tropecé. Al parecer, los demás no veían tan nítidamente como yo el motivo por el que Shackleton estaba allí. Los criados me devolvieron una mirada estúpida, visiblemente superados por aquella rápida sucesión de acontecimientos imposibles: la invasión marciana, la derrota del poderoso Imperio, la presencia en su saloncito de un héroe del futuro que según nuestro calendario aún no había nacido… Todo aquello les había convertido en un monumento a la estupefacción, pero tampoco esperaba yo nada más de aquellas mentes tan sencillas. Victoria, mi mujer, me decepcionó mucho más, pues exhibía una mueca de sufriente resignación con la que pretendía dar a entender que para ella no existía peor molestia, invasiones marcianas incluidas, que la de soportar las excentricidades de su marido. Y qué decir de mi primo y de su adorable esposa… Andrew y Madelaine parecían encontrarse más allá del desconcierto, incapaces de ofrecerme ningún apoyo. ¿Es que no había nadie en aquella habitación que viese lo que yo veía? Me volví hacia Shackleton, desesperado.
—Capitán, yo le he visto batirse en duelo con el rey de los autómatas y vencerle —insistí—. Usted es el salvador de la humanidad. Y solo se me ocurre una razón para que esté aquí: tiene que volver a salvarnos.
—Me temo que no puedo hacerlo, lo siento —rezongó Shackleton, como si le costara desprenderse de su disfraz y todavía siguiera interpretando su papel de director de banco, negando ahora un crédito a uno de sus clientes.
—¡Claro que puede! —exclamé. Miré a mi primo, buscando su respaldo—. ¿Acaso tú tienes alguna duda de ello, Andrew? Los dos le vimos acabar con Salomón. Y ahora está aquí, ante nosotros, justo cuando más lo necesitarnos. ¿No te parece una coincidencia increíble, Andrew? ¡Di algo, maldita sea!
—Yo… —respondió aturdido mi primo—, no sé muy bien qué quieres que haga el señor Peachey… Perdón, quiero decir, el capitán Shackleton…
—Su primo tiene razón, señor Winslow —dijo el capitán—. Cuando vencí a Salomón no estaba solo. Tenía a mis hombres. Tenía armas poderosas, tenía…
—Pues iremos al año 2000 y traeremos todo eso —propuse—. ¡Sí iremos al futuro a buscar sus armas y a sus hombres, que le seguirían hasta la muerte, y destrozaremos a los malditos marcianos…!
—¿Cómo? —Shackleton se encogió de hombros.
—¿Qué? —pregunté, deteniéndome en mitad de mi arenga.
—¿Cómo pretende que vayamos al futuro? —repitió el capitán.
Le miré aturdido.
—No lo sé… —reconocí—. Pensé que… ¿Cómo vino usted del futuro, capitán?
—Esa es la cuestión, Charles —intervino Claire—. Derek vino del futuro en una máquina que luego fue destruida.
Eso me sorprendió, pues ignoraba que existiera una máquina para viajar en el tiempo distinta al
Cronotilus
, aunque debía comprender que en el futuro del cual provenía Shackleton algo así podía ser más que posible. De todos modos, si esa máquina había sido destruida, tal y como aseguraba Claire, tampoco podíamos contar con ella. Solo nos quedaba un modo de realizar el viaje.
—Pues iremos a Viajes Temporales Murray y utilizaremos el
Cronotilus
para viajar al año 2000 —expuse, triunfal.
—Pero Viajes Temporales Murray cerró hace dos años, señor Winslow, tras la muerte de Gilliam Murray —me recordó Shackleton.
Eso era cierto. Tras la intempestiva muerte de Murray, la empresa había clausurado sus puertas.
—Sí, lo sé… Pero ¿qué cree que habrá pasado con el agujero que conducía al año 2000 a través de la cuarta dimensión, seguirá abierto?
—No lo creo —respondió Shackleton, con una seguridad que me asombró.
Contemplé fijamente al capitán, pensando en cómo sortear sus reticencias.
—Pues yo creo que sí. Y estoy seguro de que podremos viajar al futuro a través de él. No puede ser de otro modo, capitán, ¿no lo entiende? En el futuro del que usted proviene no hay rastro de los marcianos, lo que significa que en algún momento, y de algún modo que todavía no sabemos, acabaremos con ellos. De lo contrario, ninguno de los que estamos aquí habría podido ver ese futuro. —Miré de nuevo a mi alrededor y me pareció encontrar en el rostro de mi primo, y en el de Madelaine, e incluso en el de Harold y algunos criados, una ligera sonrisa de comprensión. Eso me hizo dotar de un mayor entusiasmo a mis palabras—. Todos empiezan a verlo, ¿verdad? ¡Claro que sí…! Iremos a Viajes Temporales Murray, viajaremos al futuro y derrotaremos a los marcianos. ¿Y saben por qué lo conseguiremos? ¡Porque ya lo hemos conseguido!
—Pero no podemos estar seguros de que sea mi intervención la que ponga fin a la invasión —respondió tozudamente Shackleton—. Tal vez sea la ayuda de algún país amigo, o cualquier otra cosa…
El capitán miró a su alrededor, buscando la aprobación de su audiencia, pero sus palabras se perdieron entre el unánime murmullo de admiración que empezaba a rodearle. Mis entusiastas palabras y mi sencilla explicación del enrevesado asunto habían tenido un mayor efecto en ellos que los remilgos del capitán. Algunos criados dieron un paso hacia él, hipnotizados: allí, en su modesto saloncito, estaba el héroe que salvaría a la raza humana de la extinción, y que antes vencería a los marcianos, acabando con las poderosas máquinas que estaban arrasando la ciudad en la que se habían criado.
—Tal vez esté en lo cierto, Derek —musitó entonces Claire, dirigiéndose a su esposo—. Quizá no estés aquí solo porque me amas. ¿Y si tu presencia en nuestra época obedece también a otra razón, como asegura Charles?
—Pero Claire… —protestó Shackleton.
Claire apoyó su mano en el brazo de su esposo con suma dulzura.
—Creo que… deberías intentarlo, Derek —insistió, dedicándole una mirada suplicante.
Shackleton guardó silencio, sumergiéndose en sus ojos, mientras todos aguardábamos su decisión con el corazón en vilo.
—De acuerdo, Claire, lo intentaré —dijo.
—¡Estupendo! —exclamé, celebrando su decisión, mientras todos los presentes comenzaban a aplaudir, e incluso a abrazarse entre ellos emocionados—. ¡Iremos al año 2000!
Vi cómo Harold se limpiaba las lágrimas de los ojos, intentando disimular, mientras los criados se abrazaban y se palmeaban la espalda unos a otros, como si su equipo hubiera ganado el partido más importante del año. Solo mi esposa permanecía enfurruñada, ajena a la algarabía general.
—Yo os acompañaré —dijo entonces Andrew, profundamente emocionado.
—No, primo —le respondí con una sonrisa—. Iremos solo el capitán y yo. Salir ahí fuera es peligroso. El capitán Shackleton tiene un papel importante en esta función, no lo olvides: él es quien debe impedir la invasión, y el futuro nos dice que lo conseguirá, por lo tanto, no morirá, al menos hasta que lo logre. Pero eso no significa que quienes le acompañemos disfrutemos de su inmunidad, así que quédate aquí cuidando de las mujeres, primo. Estoy seguro de que las encantadoras hermanas Keller no soportarían quedarse viudas al mismo tiempo —bromeé. Mi primo hizo amago de protestar, pero le detuve con un gesto conciliador. Luego me volví hacia el cochero—. Harold, prepare el carruaje.
El cochero miró imperceptiblemente a Andrew, que asintió.
—El carruaje estará preparado en cinco minutos, señor Winslow —dijo.
—Hágalo en dos. —Sonreí.
Cuando se marchó, los que partíamos en aquella misión descabellada —y que sin embargo, tendría éxito— procedimos a despedirnos de quienes debían aguardar en el refugio: Claire le rogó a Shackleton que tuviese cuidado, y yo le dije a Andrew que cuidara de todos lo mejor que pudiera. Victoria no se acercó a mí; se limitó a sacudir la cabeza, decepcionada, y yo me encogí de hombros. En aquel silencioso intercambio de reproches consistió nuestra despedida. Ella no sabía que intentaba salvar el planeta, y yo no sabía que jamás volvería a verla. Aunque de haberlo sabido, ¿habríamos actuado de otro modo?
Charles sopló delicadamente sobre el último párrafo para secar la tinta. Luego cerró el cuaderno, cruzó la estilográfica sobre él y lo miró sin verlo. Habían transcurrido más de dos años desde la última vez que vio a su esposa, y ahora le dolía en el alma como pocas cosas le habían dolido nunca no haberse tragado el orgullo y despedido de ella enhebrando sus labios en el romántico beso que la situación demandaba, o en su defecto, si el pudor lo impedía, en un abrazo más o menos tierno, más o menos sincero.
En ese momento, oyó el chasquido de roedor que emitía el grillete que le ceñía el cuello, y casi de inmediato sintió aquel familiar cosquilleo que parecía nacer justo en la zona donde el collar se incrustaba en su piel a través de unos finísimos tentáculos, aproximadamente a la altura de la cuarta vértebra cervical, de forma parecida a como lo haría una garrapata. Un par de segundos después, el hormigueo se derramó por toda su columna como un chorro de metal ardiente que abrasó su médula, y se desflecó al alcanzar sus piernas en un manojo de afilados calambres. Charles apretó los dientes, a la espera de que la tortura pasara, dejándole como cada día el vientre dolorido, el cuerpo acolchado y las piernas temblorosas. Afortunadamente la descarga no duraba demasiado, apenas unos segundos, y con el tiempo casi había acabado por acostumbrarse a ella. Aunque las primeras veces pensó que aquel latigazo de fuego que surcaba su columna acabaría por derretirle la médula o tal vez las vísceras, las únicas secuelas que le había dejado habían sido un par de muelas fracturadas a causa del entrechocar de dientes y cierta vergüenza que le duraría hasta su muerte, pues más de una vez se le habían relajado tanto los esfínteres que había tenido que acudir al campo de trabajo con un humillante lastre pesándole en los raídos pantalones.
Con aquella innecesaria fanfarria, el zumbido del collar le avisaba de que ya podía salir de su celda, y cuando los calambres en las piernas cesaron, Charles se levantó y escondió el cuaderno bajo el colchón, felicitándose por haber logrado terminar el pasaje justo a tiempo. Salió de su madriguera con aire desvelado, simulando que acababa de despertarse.
Su celda era uno de los cubículos más elevados de la gran estructura metálica en que consistía el barracón de los prisioneros, por lo que desde la angosta plataforma en la que confluían los somnolientos presos de su planta se podía obtener una panorámica de todo el campo marciano. Charles decidió tomarse unos segundos para estudiar con resignación el lugar en el que moriría, aquel escenario que día a día iba resultándole más ajeno, pues cambiaba imperceptiblemente. A pesar de no estar todavía terminada, la enorme pirámide que había en su centro ya resultaba gigantesca. En aquel momento, con el sol naciente asomando por detrás de una de sus aristas, arrancando destellos anaranjados a su superficie cromada, incluso parecía hermosa. Pero Charles sabía que aquel edificio inmenso era en realidad un artefacto horrible y monstruoso. Desde hacía algunos meses, unos destellos verdosos habían empezado a recorrer horizontalmente los primeros niveles de la estructura piramidal, los que estaban más cerca de la base, emitiendo extraños zumbidos. Sus lados eran tan largos que aquellos resplandores tardaban horas en dar toda la vuelta a la misma y si uno se encontraba trabajando por casualidad cerca de la estructura cuando aquella extraña fosforescencia resbalaba por su cromada superficie, sentía un dolor intenso en los pulmones que de inmediato le provocaba un brote de tos. Fuera lo que fuese lo que aquella titánica pirámide tuviera que hacer con la atmósfera terrestre, ya había comenzando a hacerlo. Tras ella, arracimadas al fondo del paisaje, se encontraban las horripilantes chozas marcianas, una especie de bulbos de color rosa pálido, de cuyos techos surgían unos tubos que parecían hechos de un cristal sorprendentemente flexible, y que caían por sus paredes con una desagradable laxitud, dándoles el aspecto de inmensas medusas colocadas del revés. Los tubos se derramaban por el suelo, y a cierta distancia del barullo de chozas, se introducían en la tierra en dirección a la pirámide. A la izquierda del campo, no muy lejos de ellas, se abría en el suelo un inmenso agujero en forma de embudo. Allí eran arrojados los cadáveres humanos, que se deslizaban dando vueltas lentamente sobre sus bordes, hasta que eran succionados por el orificio central. Pero en aquel siniestro pozo no solo caían cadáveres. Si los marcianos juzgaban que algún prisionero debía ser castigado por alguna razón, o si tenía la desgracia de caer enfermo hasta el punto de que su debilidad le impidiera trabajar, el grillete de su cuello emitía un ronco quejido y el desdichado comenzaba a caminar hacia el embudo sin poder remediarlo, como una marioneta guiada por hilos invisibles, hasta arrojarse en su interior, donde daba morosas vueltas, cada vez más pequeñas y rápidas a medida que descendía, hasta escurrirse por el orificio central con un aullido de terror.
Con un estremecimiento, Charles apartó los ojos del pozo. No había un día que aquel maldito agujero no devorase a alguno de ellos, vivo o muerto, y como cada mañana, se preguntó si ese día le tocaría a él, si en algún momento de la jornada el grillete se haría con el control de sus piernas y se descubriría caminando decidido hacia el embudo, en un gesto que podría pasar por voluntario de no ser por la mueca horrorizada que asomaría a su rostro.
Sus ojos se perdieron entonces en el horizonte. Aunque a simple vista el campamento no parecía estar cercado, de modo que cualquier prisionero podía considerarse invitado a huir a campo través, en realidad estaba rodeado por un cerco de muerte invisible. Nadie sabía con exactitud dónde estaba trazada la mortífera línea, pero si alguno cometía la osadía de alejarse del centro del campamento más metros de lo permitido, el grillete que les rodeaba el cuello comenzaba a estrecharse de repente, obstruyéndoles la garganta y obligándoles a retroceder si querían volver a respirar. Eso no evitaba, por supuesto, que en los momentos de mayor desesperación algunos presos se olvidaran de aquella alambrada invisible o simplemente creyeran que podían correr más deprisa de lo que el anillo tardaba en ahogarlos. Pero a lo largo de aquellos dos interminables años Charles nunca había visto a nadie tan rápido. El, sin embargo, no había hecho el menor amago de fugarse desde que lo habían trasladado allí. ¿Adónde podía ir si el mundo era, todo él, un enorme campo de prisioneros? Por lo que sabía, en ningún lugar se escondía su soñada resistencia humana. Y bastaba un rápido vistazo a los presos que descendían en hilera hasta el campo para comprender que tampoco allí germinaría clandestinamente ningún grupo de resistencia.