Murray suspiró. Le encantaba que ella pronunciara su nombre. En su boca parecía un trozo de tarta o un gajo de naranja.
—Me temo que nada —respondió con amargura—. Si hubiese sabido que tendría que enamorarte con mis actos, mi vida habría sido muy distinta, te lo aseguro. Pero no pensaba que tuviera que deslumbrar a ninguna dama con ella, y menos a una dama como tú.
Se reclinó en el sillón y la contempló con tristeza. Él la amaba, y quizá por esa razón, la conocía sin apenas conocerla. Y seguiría amándola igualmente aunque ella le confesara que en su pasado había asesinado o robado, porque la amaba y nada de lo que ella hiciera le parecería mal nunca. Su amor era tan fuerte e irracional que incluso le impedía juzgarla. La amaba por lo que era, independientemente de lo que hiciera o dejara de hacer. La amaba por su belleza, aunque esa sería una manera muy pobre de decirlo. Tal vez fuese mucho más exacto decir que la amaba por la manera en que existía sobre el mundo: por sus ojos, por su sonrisa, por sus gestos, por la dulzura con que habría asesinado o robado. Pero ella no le amaba por lo que era. ¿Cómo podría hacerlo?, se dijo, contemplando el reflejo del gigantón desgarbado que le devolvía el espejo que tenía enfrente. Su manera de existir sobre el mundo era peor que la de un cactus. Ella solo podría amarle por su interior, por lo que era capaz de hacer o tal vez había hecho, pero desgraciadamente no podía hacer mucho más, y tampoco guardaba en el arcón de su pasado ningún gesto noble del que pudiera enorgullecerse, ningún acto desinteresado que le sirviera ahora de moneda de cambio para conquistar a aquella mujer.
—¿Qué tendría que hacer un hombre para enamorarte? —preguntó, más por curiosidad que por otra cosa, ya que daba por sentado que, fuera lo que fuese, él no lo habría hecho ni por equivocación—. ¿Alguien ha hecho algo alguna vez por lo que sintieras que podrías enamorarte de él?
Emma entrecerró los ojos, y adoptó una expresión dulcemente reconcentrada, en ese momento el millonario deseó conocer el difícil arte de la pintura para inmortalizar aquella mirada en un lienzo. Pero dado que su destreza con los pinceles era más bien nula, por decirlo con suavidad, solo pudo memorizar cada detalle de su rostro para guardarlo cuidadosamente entre la mullida paja de sus otros recuerdos.
—Mi bisabuelo —dijo al fin la muchacha.
—¿Richard Locke… el Embaucador? —se sorprendió Murray.
—¡No lo llames así! —le reprobó Emma—. Ya sé que engañó al mundo, que me engañó a mí, que nos engañó a todos—. Hizo una pausa, y sonrió pensativa—. Antes incluso me hacía gracia que hubiera sido más listo que todos, ¿sabes? Sí, me sentía orgullosa de que mi sangre fuera superior a la crédula y estúpida sangre de los demás. Pero esa es solo una manera de verlo. Ahora lo veo desde otra perspectiva. Ahora creo que sería capaz de amar a alguien que hiciera lo que él hizo… Simplemente porque no hizo otra cosa que hacer soñar al mundo.
Murray la observó en silencio durante unos instantes. Y entonces, muy lentamente, una sonrisa fue floreciendo en sus labios. Hacer soñar al mundo… Sí, ¿por qué no? Como había dicho la muchacha, todo podía verse de otra manera. Todo era una cuestión de perspectiva.
—Entonces voy a contarte una historia, Emma. Algo que nadie sabe. Y no te quedará más remedio que enamorarte de mí.
—¿De verdad? —exclamó la muchacha, entre divertida y asombrada.
Murray asintió.
—¿Qué sabes de Viajes Temporales Murray?
—Bueno, todo lo que pude leer en prensa —respondió ella extrañada—. Y que cerró sus puertas justo cuando había convencido a mi madre para que viajáramos a Londres y formásemos parte de la tercera expedición al año 2000. Se dijo que se clausuró por que habías
muerto
.
—Bueno, entonces esto te sorprenderá… —anunció Gilliam.
Les ruego que me disculpen por interrumpir tan delicado momento, pero aunque la conversación está resultando de lo más interesante, al igual que ustedes siento gran curiosidad por saber lo que está ocurriendo en estos mismos instantes dentro del cuartito donde se hallan Wells y Clayton. «Quiero enseñarle algo que le resultará de sumo interés», le había dicho el agente a Wells. ¿Una simple excusa para dejar a solas a los tortolitos? Conociendo la
sensibilidad
del agente ante este tipo de asuntos, permítanme que lo dude. ¿Era quizá un modo sutil de llevarse a Wells sin ofender a los otros? Eso parece mucho más probable. Pero ¿con qué intención querría el agente quedarse a solas con él? ¿Y si resulta que lo que está sucediendo allí dentro es más importante para esta historia que lo que está pasando en la sala? Ojalá tuviera la suficiente destreza para narrarles dos conversaciones a la vez, pero desgraciadamente no es esa una de mis escasas virtudes, así que debo sacrificar la charla de la sala en favor de la conversación del cuartito, mientras rezo para que Wells y Clayton no estén hablando de las ventajas de las pajaritas sobre las corbatas o discutiendo sobre cuál es la mejor época para la recolección de la alubia.
El cuartito en el que se hallan no es tan grande como el salón, pero sí mayor que la despensa, naturalmente, y en un primer vistazo Wells no logró dilucidar si Clayton usaba aquella habitación como armería, como laboratorio o como un simple almacén de trastos, pues allí se amontonaban en una promiscua confusión máquinas extrañas con todo tipo de armas y objetos relacionados con el ámbito del ocultismo, la hechicería, la nigromancia y demás artes oscuras que al escritor siempre le habían parecido pura superchería.
Clayton se dirigió a una especie de vitrina que había en una esquina del cuarto donde, expuestas ordenadamente, Wells distinguió al menos una docena de manos artificiales. Las había de distintos materiales, aunque predominaban las de madera o metal, y si bien algunas se esforzaban en reproducir la extremidad que el agente había perdido con el mayor verismo posible —probablemente aquellas eran las que se atornillaba cuando debía acudir a alguna cena de gala o a cualquier otro evento similar en el que tuviera que usarla solamente para manejar los cubiertos, sostener un cigarrillo o, si había suerte, acunar con ella la mano de alguna mujer—, otras semejaban artefactos mortíferos: había una de dedos afilados como estiletes, otra que parecía un híbrido entre una mano y una Pepperbox, y al menos un par de ellas que semejaban mecanismos tan extraños que Wells no pudo deducir para qué servían. Clayton se desatornilló la prótesis astillada, la dejó cuidadosamente a un lado y examinó con detenimiento su colección de miembros artificiales, que apoyados sobre sus dedos parecían tarántulas sin vello, para decidir cuál era la más adecuada para la situación en la que se encontraban.
Mientras se decidía, Wells aprovechó para pasear distraído por el extravagante mercadillo que el agente había montado en la habitación. En una de las mesas, junto a un bestiario medieval con bellas ilustraciones de grifos, arpías, basiliscos, dragones y demás seres mágicos, en cuyos márgenes Clayton había escrito numerosas anotaciones con una letra diminuta, encontró un tablero de ouija.
—No sabía que practicara el espiritismo, agente —comentó Wells, acariciando el alfabeto labrado en la exquisita tabla de madera.
—Pues no debería sorprenderle tanto —respondió Clayton sin volverse—, los fantasmas son los mejores soplones a los que un policía puede recurrir: lo ven todo y no tienes que pagarles, aunque alguna vez te pidan algún encargo ridículo que les quedó pendiente en el mundo de los vivos.
—Entiendo… —dijo Wells con cautela, sin saber si le estaba tomando el pelo o no.
Examinó entonces la media docena de extrañas máquinas que había junto a la mesa. Le llamó particularmente la atención un artefacto que parecía un cruce entre un gramófono y una máquina de escribir. El engendro, erizado de bielas y palanquitas que sobresalían de él como las púas de un cactus, estaba dotado de cuatro pequeñas ruedas y coronado por una especie de cornucopia de cobre cromado.
—¿Qué es esto?
—Oh, es un metáfono —dijo el agente tras dedicarle una mirada distraída.
Wells esperó a que añadiera algo más, pero como no lo hizo, se vio obligado a preguntar:
—¿Y para qué demonios sirve?
—En teoría para grabar las voces y sonidos de las dimensiones vecinas, pero por sus escasos resultados bien podría decirse que no sirve para nada. —Clayton seguía estudiando su colección de prótesis, indeciso—. Lo estoy usando para intentar localizar a un muchacho llamado Owen Spurling, que desapareció a finales del invierno pasado en un pueblo de Stafford. Su madre lo mandó a por agua al pozo y ya no volvió. Cuando salieron a buscarlo, descubrieron asombrados que el rastro de sus huellas en la nieve desaparecía de repente, unos metros antes de llegar al pozo, como si un águila o cualquier otra ave semejante se lo hubiese llevado volando. Lo buscaron por los alrededores, pero no lo encontraron. Nadie se explicaba lo que había pasado, sobre todo teniendo en cuenta que su madre, que lo había estado vigilando desde la ventana, solo le había quitado la vista de encima durante unos segundos. El muchacho se había desvanecido, literalmente. Lo más probable es que pasara a otra dimensión y ahora no sepa volver. Con el metáfono tal vez pueda oírle y darle instrucciones, si algún día logro grabar algo más que el trino de los pájaros de Stafford.
—¿Y por qué quiere traerlo de vuelta? Quizá el tal Owen sea más feliz en ese otro mundo jugando con perros de cinco patas —bromeó el escritor.
El agente le ignoró, tomando al fin una de sus prótesis, que reproducía con bastante fidelidad una mano humana y a simple vista no llevaba adosado nada que la convirtiera en un arma, aunque Wells observó que a la altura de la muñeca disponía de algo parecido a una clavija o resorte.
—Tal vez haya llegado el día de estrenarte, vieja amiga… —musitó el agente, acunando la prótesis con una sonrisa melancólica.
Comenzó a atornillársela con cuidado. Cuando terminó, se volvió hacia el escritor meciendo lentamente la cabeza.
—Comprendo sus reticencias a creer en este tipo de cosas, señor Wells —dijo—. Yo mismo me encontré docenas de veces esa misma mueca escéptica al mirarme en el espejo, hasta que con el tiempo desapareció. A todo se acostumbra uno, señor Wells, créame. Y cuando lo acepte, cuando acepte que en este mundo no todo tiene explicación, entonces podrá creer que lo imposible es posible. Sí, entonces podrá creer en la magia.
—Ya… —murmuró Wells.
Clayton guardó silencio unos segundos, observando al escritor con simpatía.
—Permítame que le hable de cuando yo era como usted, de cuando era simplemente el agente Cornelius Clayton, no el agente especial Cornelius Clayton. Tal vez eso le ayude. Hace algo más de diez años yo era un hombre como otro cualquiera, ¿sabe? Sí, un hombre que creía que el mundo era lo que era. Tenía la misma visión de la realidad pobre y limitada que usted tiene ahora, aunque al menos pinchaba los guisantes sin problemas porque contaba con dos manos de carne y hueso.
El agente formuló aquella última apreciación en tono de broma, pero a Wells le pareció que su voz, como el viento otoñal, arrastraba una hojarasca de funesta melancolía, como si lo que se disponía a recordar le gustara, pero a su vez sintiese que le habían obligado a sacrificar demasiadas cosas en el camino, pérdidas que se resistía a cuantificar por temor a que el resultado no se decantara a favor de la decisión que había tomado hacía ya demasiado tiempo como para seguir reconociéndose en aquel joven que tan despreocupadamente había escogido su futuro.
—Mi padre fue agente de policía, y siguiendo su ejemplo yo ingresé en Scotland Yard para luchar contra el delito. Mi dedicación, junto con los consejos y la tutela paterna, no tardó en reportarme un excelente expediente que, sumado a mi insultante juventud, pronto despertó la admiración de mis superiores, que se acostumbraron a escoger mi espalda como el destino más frecuente de sus entusiastas palmadas. Uno de ellos, el superintendente Thomas Arnold, me mandó llamar a su despacho cuando apenas llevaba un par de años en el cuerpo. Al parecer, alguien tenía especial interés en conocerme, me dijo. Allí me esperaba el individuo más extraño que había visto en mi vida, al menos hasta aquel entonces.
»Se trataba de un tipo de unos cincuenta años, gordo y de modales enérgicos, que lucía un extraño parche cubriéndole el ojo derecho. Al principio no supe si había perdido el original o si este se hallaba aún bajo el parche, oculto tras el ojo artificial que ahora ocupaba su cuenca, una especie de lente circular de bordes labrados sujeta por un correaje que le cruzaba la frente. En el interior de la esfera, que al parecer podía graduarse, había un círculo más pequeño, del cual surgía un ligero resplandor rojizo. Sin inmutarse ante mi desconcierto, me tendió una mano regordeta pero poderosa, cargada de anillos de extraños símbolos, y se me presentó como Angus Sinclair, capitán de una división especial del cuerpo de la que yo nunca había oído hablar. El superintendente no tardó en dejarme solo con aquel extraño individuo, que ocupó su mesa sin dudarlo y me ofreció asiento con un gesto suave de la mano. Una vez me senté frente a él, me sonrió y repasó con satisfacción los papeles que tenía sobre la mesa, que no tardé en descubrir que eran mi expediente.
»—Tiene un historial brillante, agente Clayton. Le felicito —dijo con voz grave.
»—Gracias, señor —respondí yo, mientras reparaba en la extraña insignia que llevaba en la solapa izquierda de su terno negro: un pequeño dragón alado.
»—Mmm… creo que aquí llegará lejos, dada su juventud e inteligencia. Sí, muy lejos. Con el tiempo, alcanzará el rango de coronel, estoy seguro. Y a los setenta u ochenta años, morirá feliz, tan gordo como yo y con el pelo blanco, probablemente satisfecho con su vida y con una carrera que solo podrá calificarse de envidiable, construida a base de resolver asesinatos, encarcelar criminales y todo eso.
»—Gracias por su ejercicio de adivinación, señor —respondí yo, molesto por el tono ofensivo con que acababa de despreciar no solo todo cuanto había hecho en la vida, sino todo lo que llegaría a hacer.
»El capitán sonrió, divertido ante mi pequeña exhibición de insolencia juvenil.
»—Oh, son logros dignos, muchacho, de los que cualquiera podría sentirse orgulloso. Pero estoy seguro de que usted aspira a más, a mucho más que eso. —Me contempló con fijeza durante varios segundos. El resplandor rojizo de su ojo mecánico se intensificó, e incluso me pareció escuchar un extraño zumbido tras la lente—. El problema es que no conoce nada que pueda significar más que eso. ¿O acaso me equivoco?