A los dieciséis años, Felipe IV era rey, un rey joven que recibía instrucción en lenguas, artes y ciencia. Su maestro de matemáticas le enseña que la Tierra se mueve alrededor del Sol, una idea prohibida por la que algunos hombres serían quemados en la hoguera y otros muchos perseguidos. Juan Lezuza, el matemático del rey, se convierte así en un hereje que es, a la vez, maestro del monarca. Lezuza comprende demasiado tarde que Roma ya conocía esa verdad desde mucho tiempo atrás, a pesar de los cual fingió vigorosamente que la teoría era falsa. Y averigua, llevando al lector de la emoción al asombro, el extraordinario y escondido secreto por el que la iglesia se opuso a sangre y fuego a admitir esa evidencia. Con un prodigioso dominio del lenguaje y un perfecto ritmo narrativo, Juan Carlos Arce describe la época, las intrigas, las pugnas políticas, la corrupción económica del poder y el importante papel de la diplomacia vaticana en mitad de un renacer científico que en España fue cuidadosamente adormecido.
Juan Carlos Arce
El matemático del rey
ePUB v2.0
jugaor15.05.12
Título original:
El matemático del rey
Juan Carlos Arce, 2002.
Editor original: MadMath (v1.0)
Segundo editor: jugaor
ePub base v2.0
A Pablo, a Juan y a otros dos más
(Verano de 1621)
En mitad de una noche sin luna, sobre la cama ajena de otras noches, Luis Obelar besaba a una mujer. Vestido todavía, enredado entre dos sábanas, oyó ruido de pasos sobre el balate de la escalera y deshizo el abrazo, se puso en pie, llegó a la ventana, apoyó una bota en el alféizar, lanzó un beso galante a la mujer y salió a la calle con los pies en vilo y las manos sujetas al relieve de la pared. Vio después a un hombre que asomaba la cabeza al aire de la noche por ese mismo ventanón, dando a la ronda aviso de que había visto una sombra en su balcón. Obelar, que no era más que bulto al pie de la casa, se sintió perdido al ver que en la calle entraba un alguacil con tropa. Comenzó a correr en otra dirección, dio un tropiezo, subió a un árbol y puso su vida a riesgo al saltar sobre un techado.
Miraba Obelar atrás para asegurar su huida, amparado en la fortuna de una medianoche sin luna y se detenía sólo para decidir en qué voladizo ajustar sus pies y con qué mano agarrarse a tapias y tejas. Perseguido por la ronda, recorría así las calles de Madrid por sus tejados, librándose de la justicia a carreras y agarrado a las cimeras de los techos. Desde las bocatejas empinadas de un tabique medianero se lanzó en vuelo hasta el borde de un armazón enmaderado que era cornisa de patio de vecinos y, metido a gato, apoyó los pies en un saliente que le hizo la traición de partirse en dos. Cayó hecho bulto en un techado, donde paró en plano, a puro golpe. Salvó los dientes por la pendiente del terreno y por la suerte y allí se quedó tendido, mientras moderaba el ritmo de una respiración muy fatigada por la fuga. Se tanteó los huesos en la altura del tejado y comprobó que, aunque colgado de las tapias, estaba sano y había escapado de los alguaciles, que le buscaban por las calles sin mirar arriba y daban por perdidas todas sus señales, creyéndolo fantasma. Los oyó Obelar alejarse a rondar otras esquinas, confiados en hacer la cuenta de esa noche con tres o cuatro apresamientos de mayor fortuna y, entretanto, se quedó tumbado donde estaba, gustando gratamente del alivio de verse a salvo, mirando fijamente a las estrellas.
En mitad de aquel silencio, Obelar escuchó ruido de golpes y voces de amenaza. Volvió los ojos a una ventana y no pudo advertir más que un leve resplandor de velas, movidas a empujones, que caían de sus candeleros. Estuvo atento y distinguió el bulto de un hombre que tiraba de su cuerpo para sacarse a sí mismo por el estrecho agujero de una portilla con cristales. Con casi medio cuerpo afuera y en camisa, maldecía a sus caderas y al ventano agitando entre sus manos un talego.
“No escapará ese incauto del marido que le ha sorprendido”, pensó Obelar.
Y sonrió después, considerando que aquella noche de calores y sorpresas iba a llevar a dos hombres a un mismo tejado por la misma causa. Empezó a moverse en dirección contraria para no participar en la disputa y se dispuso a bajar del ático por donde más fácil se le hiciera.
—¡Me matan! ¡Me matan aquí mismo! —chillaba el hombre, que al ver una sombra en movimiento en el tejado aumentó el grito, pidiendo ayuda.
Con su pie derecho asentado ya en una rampa que acababa en techo bajo, a salto corto de la calle, Luis Obelar miró de nuevo el trance de aquel hombre y fue entonces cuando decidió auxiliarle, viendo que otros dos le sujetaban por detrás y le golpeaban la cabeza contra el muro. Se acercó a la ventana y, antes de que pudiera intervenir para equilibrar la lucha, el hombre le dijo:
—Toma este saco y ponlo a salvo. Es cuanto te pido.
Le arrojó el talego que tenía entre sus manos y añadió:
—Por eso que te doy me matan.
Y dejó de agitarse, muerto a dos espadas.
Quitaron de la ventana el cuerpo sin vida y salieron por el hueco dos hombres armados que, según Luis Obelar adivinó, querían el saco, aun al precio de otra sangre. Sin dudarlo, recogió del suelo el bulto, comenzó a correr y, aconsejado por el miedo, equivocó el camino y llegó a una tapia sin huecos ni salida. Sin más armas que su prisa por salir del trance y desnudo el cinto de espadas y puñales, les ofreció con un gesto el talego a cambio de su vida. Pero uno de ellos le acometió con la intención de abrirle en el pecho un agujero y lanzó su puño armado con espada hacia adelante, sin llegar el hierro hasta la carne de Obelar que, entonces, sin más opción para ponerse a salvo, asió del brazo a su atacante, un brazo tan cargado de fuerza que no pudo doblarlo, momento en el que sus rostros se juntaron tanto que vio la cara a su enemigo —bigote de rey, labios finos, piel muy blanca—. Le empujó al suelo con fortuna y escapó del otro hombre corriendo, con la bolsa entre las manos. Alcanzó el borde de la azotea, saltó, cayó después a un techo y, sin volver la vista, echó a rodar su cuerpo por la pendiente de unas tejas que le devolvieron a la calle hecho pelota.
Después de pasar a carrera seis esquinas, se detuvo para aliviarse el susto y secarse el sudor con la manga de la camisa. Creyó que no era prudente abrir el saco allí y se encaminó hacia su casa. El talego se balanceaba al ritmo de sus pasos y parecía no tener peso bastante para contener dinero o joyas. Consideró que se había equivocado cuando pensó que allí dentro podía haber doblones y oro y que también se había equivocado al juzgar que aquel hombre que intentó salir por la ventana estaba robándole a un marido su mujer. Pensó entonces que dentro de la casa en que murió no había ni casada ni soltera ni otro delito sobre la cama que el haber estado dormido cuando los asesinos le atacaron.
Con esas conjeturas, Obelar estaba seguro de llevar dentro del saco algún tesoro sin peso o la manera de hallarlo. Llegó a su casa, más desván que domicilio y clara muestra del interés que Obelar tenía por los libros. Era, en esto y en sus otras aficiones, hombre hecho a dos mitades y daba el mismo aprecio al papel de imprenta y a la piel de mujer y por gozar de ambos daba con gusto su alma a los infiernos.
Abrió la puerta, prendió velas, tomó una silla, la acercó a una mesa y previno a su criado Nicolás, servidor suyo desde los años de Alcalá, donde Obelar había ido a estudiar la ciencia matemática y de donde vino luego, los veintitrés cumplidos, a enseñar álgebra y geometría a los alumnos del Colegio Imperial, hecho bachiller, con fama de mágico en los números y amigo para siempre de Juan Lezuza, a quien esperaba en Madrid al día siguiente. Nicolás, que había sido bergante menguado por no tener suerte y faltarle oficio, muchacho con fama de cobarde, tiritón y asustadizo, no había hecho más estudios que los que el hambre y la pobreza le habían dado hechos, remediaba su pasado echándolo al olvido y desde sus once años asistía a Obelar, lo que consideraba la mayor fortuna que tenía conocida, porque servía a un maestro que le aseguraba casa, pan y paga.
Con las voces de su amo retumbando por la casa, Nicolás bajó a media ropa de un altillo, donde tenía el jergón, con la seguridad de que avisaban fuego y vio a Obelar asomado a la ventana con la precaución de no ser visto.
—¿A qué la alarma? —preguntó el muchacho, que no contaba más de quince años.
—Arrima el cuerpo a esa ventana y echa cuenta de la gente que se acerque —le dijo Luis Obelar—. Vengo perseguido de asesinos.
A Nicolás se le encogió el perfil y le llegó a las manos un temblor medroso que Obelar miraba sorprendido y asombrado.
—Deje de mirarme así vuestra merced —dijo Nicolás—, que me va a sorber la suerte…
Y para cumplir la orden, se asomó a media cara y con mucho disimulo a la ventana y añadió:
—Ya os dije que os guardarais de malos pasos, que peor que bandidos son maridos.
—Calla la lengua y dame aviso si ves dos hombres con espadas.
—Aquí me quedaré. Pero sepa vuesa merced que en noches como ésta, tan negras y sin luna, son muy pocos dos ojos para ver algo —advirtió Nicolás.
—Presta oídos entonces, que en la noche las orejas son los ojos.
Obelar dejó sobre la mesa el bulto que traía protegido con su capa y desató los nudos. Encontró dentro pocas cosas para un robo y nada que valiera la sangre de esa noche. Sacó del talego un compás provisto de una lámina de latón para medir ángulos y halló después seis bolas de madera, de distintos tamaños, perforadas por su centro. Sin entender qué aprecio podían tener por tales objetos los matadores del infortunado que se los había dado, Obelar siguió mirando dentro del saco.
Iba el maestro haciendo todo eso sin hablarle a Nicolás, que tenía su mirada atenta en la calle y, cada vez más, distraída al interior para entender lo que Obelar hacía en la mesa. Del fondo del saco extrajo el matemático unos papeles atados y un cuaderno con tapas de cuero, donde supuso que estaría la clara explicación de aquel misterio. En una hoja suelta leyó:
…
que ningún hombre de juicio puede oponerse a estas razones matemáticas por estar sujeta la verdad a la evidencia de la observación y al aparato de los números
…
Fue entonces cuando intuyó que estaba ante las notas de un estudio de geometría, porque halló dibujos y cálculos dispersos que se interesaban por la medición del volumen de la esfera y fórmulas del álgebra. Pensó que, cuando llegara a la ciudad su amigo Juan Lezuza, le enseñaría aquel cuaderno por si él le hallaba alguna clave a ese misterio. Se entretuvo brevemente en comprobar la exactitud de aquellos números y no halló cifra que mudar ni error que corregir.
—¿Vais a calmar el susto con estudios? —le preguntó Nicolás—. A nadie veo que se acerque ni hallo bulto que se mueva.
—Sigue atento a la ventana —le contestó Obelar.
Pero vio que el criado atendía más a lo que él hacía que a la calle y decidió calmarle la curiosidad.
—Te explicaré la causa de tanta precaución, porque ya veo que no habrá otra forma de que cumplas lo que digo.
—No es menester, señor, que ya tiemblo de los pies a la cabeza sin saber nada.
Obelar se asomó al ventano y mandó silencio a Nicolás. Escucharon ruido de pasos, tan recio y multiplicado que parecía de seis o siete hombres arriba calzados a bota de tacón. Obelar se echó atrás, sopló las llamas de las velas y atendió la calle a oscuras.