—No hay duda de que soy un viejo tonto por despilfarrar así mi dinero —dijo con la voz cascada.
Abrió el frasco con cierta dificultad, bebió la medicina allí mismo y se acercó lentamente a una camarera a la que ya habían instruido y pagado.
—Tú si que eres bonita. —El viejo suspiró, y la muchacha apartó rápidamente la mirada, como si estuviera avergonzada—. ¿Me harás un favor, querida mía?
—Si puedo...
—Solo se trata de que pongas la mano en mi cara. Apenas una suave palmadita cálida en la mejilla de un anciano. ¡Ahhh! —exhaló cuando ella lo hizo tímidamente.
Rieron entre dientes cuando él cerró los ojos y le besó los dedos. Al instante, la miró con ojos desorbitados.
—Bendito sea San Antonio —jadeó el viejo—. ¡Es increíble! ¡Maravilloso!
Volvió a la tarima cojeando, a la mayor velocidad que le permitían las piernas.
—Dame otro —le dijo a Barber, y se lo bebió de un trago.
Cuando intentó volver junto a la camarera, ella se alejó. La siguió.
—Soy vuestro sirviente, señora... —dijo, ansioso; se inclinó adelante y le murmuró algo al oído.
—¡Señor, no debéis decir esas cosas!
Echó a andar otra vez, y la multitud estaba convulsa por la forma en que el viejo seguía a la joven.
Minutos más tarde, mientras el viejo cojeaba llevando del bracete a la camarera, aplaudieron aprobadoramente y, sin dejar de reír, se apresuraron a gastarse los cuartos en la panacea de Barber.
Después ya no tuvieron que pagarle a nadie para que le diera pie al viejo, porque Rob aprendió en breve a manipular a las mujeres de las multitudes. Percibía cuando una buena esposa comenzaba a ofenderse y era necesario dejarla en paz, y cuando una mujer más atrevida no se sentiría insultada por un cumplido jugoso o un leve pellizco.
Una noche, en la ciudad de Lichfield, fue a la taberna con la vestimenta del viejo, y al rato todos los parroquianos aullaban y se secaban las lágrimas de risa al oír sus memorias amorosas.
—Antes era muy libidinoso. Recuerdo muy bien la noche que estaba de jodienda con una chica rellenita... Sus cabellos eran de negro vellón y de sus tetas podías mamar. Y más abajo, un dulce plumón de cisne puro. Al otro lado de la pared dormía su feroz padre, que tenía la mitad de mis años, ignorante de lo que estaba ocurriendo.
—¿Y qué edad tenías tú entonces, viejo?
Enderezó con gran cuidado su espalda vencida.
—Era tres días más joven que ahora —dijo con voz seca.
Durante toda la velada, los bobos de la taberna se pelearon por pagarle otra jarra de cerveza.
Aquella noche, por vez primera Barber ayudó a su asistente a volver a campamento, en lugar de sustentarse en él.
Barber se refugió en el avituallamiento. Ensartaba capones, rellenaba patos y se atiborraba de aves de corral. En Worcester se encontró con la matanza de un par de bueyes y compró sus lenguas.
¡Eso se llamaba comer!
Hirvió ligeramente las grandes lenguas antes de cepillarlas y despellejarlas; luego las asó con cebollas, ajo silvestre y nabos, rociándolas con miel de tomillo y manteca de cerdo fundida, hasta que por fuera quedaron dulcemente tostadas y curruscantes, y por dentro, tan tiernas y blandas que casi no era necesario masticar su carne.
Rob apenas probó tan fino y sabroso manjar, pues tenía prisa por ir una nueva taberna en la que hacer de viejo estúpido. En cada lugar nuevo que pisaba, los parroquianos se desvivían por mantenerlo constantemente provisto de bebida. Barber sabía que lo que más le gustaba era la cerveza pero en esos tiempos tuvo que reconocer, consternado, que Rob aceptaba hidromiel, pigmentos fermentados, licor de miel y moras o lo que le echaran.
Barber se mantenía atento para comprobar si tanta bebida no perjudicaba su propio bolsillo. Pero a pesar de las grandes borracheras y las vomiteras nocturnas, Rob hacía todo exactamente como antes, salvo en un detalle.
—He notado que ya no coges las manos de los pacientes cuando pasan detrás de tu biombo —dijo Barber.
—Tú tampoco.
—No soy yo quien tiene el don.
—¡El don! Tu siempre has afirmado que no existe ese don.
—Pero ahora opino que existe —declaró Barber—. Sospecho que está embotado por la bebida y que se pierde por la ingestión regular de licores.
—Todo era producto de nuestra imaginación, como tú decías.
—Escúchame bien. Haya o no haya desaparecido el don, cogerás las manos de todo paciente que pase al otro lado de tu biombo, porque es evidente que les gusta. ¿Entendido?
Rob J. asintió, malhumorado.
A la mañana siguiente, en un sendero boscoso tropezaron con un cazador de pluma. El hombre llevaba una larga vara hendida con bolas de masa impregnadas de semillas. Cuando las aves se acercaban para picotear el señuelo, las capturaba tirando de una cuerda que cerraba la hendidura sobre sus patas. Era tan astuto con ese artilugio, que de su cinturón colgaba gran número de chorlitos blancos. Barber le compró toda la partida. Los chorlitos se consideraban tan exquisitos que solían asarse sin vaciarlos, pero Barber era un cocinero delicado y escrupuloso. Limpió y aderezó cada una de las avecillas y preparó un desayuno memorable, tanto que hasta el hosco semblante de Rob se iluminó.
En Great Berkhamstead montaron su espectáculo ante un público numeroso y vendieron frascos de panacea a manos llenas. Aquella noche Barber y Rob fueron juntos a la taberna para hacer las paces. Durante buena parte de la velada todo fue bien, pero estaban bebiendo un licor de moras muy fuerte, de sabor ligeramente amargo. Barber notó que a Rob se le encendían los ojos y se preguntó si su propia cara enrojecería de ese modo con la bebida.
Poco después Rob se desmadró, empujando e insultando a un robusto leñador.
En un instante los dos trataron de hacerse daño. Ambos eran corpulentos y gritaban como salvajes, poseídos por una especie de locura. Entorpecidos por el alcohol, se mantenían próximos y forcejearon repetidas veces con todas sus fuerzas, usando los puños, las rodillas y los pies. Los golpes y puntapiés sonaban como martillazos en el roble.
Finalmente agotados, se dejaron separar por sendos grupos de pacificadores, y Barber se llevó a Rob.
—¡Maldito borracho!
—¡Mira quien habla!
Tembloroso de indignación, Barber miró de hito en hito a su ayudante.
—Es verdad que yo también puedo ser un maldito borracho, pero siempre he sabido evitar pendencias. Nunca he vendido venenos. No tengo nada que ver con la brujería que hechiza o convoca a los espíritus malignos. Me limito a comprar ingentes cantidades de licor y monto un entretenimiento que me permite vender frasquitos y obtener pingües beneficios. Nuestro sustento depende de que no llamemos la atención sobre nosotros más de la cuenta. Por tanto, tu estupidez debe cesar de inmediato y con la misma presteza tienes que aflojar los puños.
Se miraron echando chispas por los ojos, pero Rob asintió.
A partir de ese día, Rob daba la impresión de cumplir las ordenes de Barber casi contra su voluntad, mientras iban con rumbo sur, siguiendo las aves migratorias hacia el otoño. Barber resolvió pasar por alto la feria de Salisbury, en el entendimiento de que le abriría a Rob viejas heridas. Su esfuerzo fue vano, porque la noche que acamparon en Winchester en lugar de Salisbury, Rob regresó al campamento haciendo eses. Su cara era una masa de carne magullada, y resultaba obvio que se había enzarzado en una reyerta.
—Esta mañana pasamos por una abadía, cuando tú mismo conducías el carromato y no hiciste un alto para preguntar por el padre Ranald Lovell y tu hermano.
—No sirve de nada averiguar. Cada vez que pregunto por ellos, nadie los conoce.
Tampoco volvió a hablar Rob de buscar a su hermana Anne Mary o a Jonathan o a Roger, el hermano que era un bebé cuando se separaron.
Los daba por perdidos y ahora procuraba olvidarlos, se dijo Barber, esforzándose por comprenderlo. Parecía que Rob se había convertido en un oso y se ofrecía a sí mismo para ser azuzado en todas las tabernas. La bajeza crecía en él como una mala hierba. Aceptaba de buen grado el dolor infligido por la bebida y las peleas, para alejar el dolor que padecía cuando sus hermanos ocupaban su mente.
Barber no estaba seguro de que la aceptación de la perdida de los niños por parte de Rob fuese una actitud saludable.
Ese invierno fue el más desagradable que pasaron en la casita de Exmouth. Al principio, él y Rob iban juntos a la taberna. Habitualmente bebían y charlaban con los lugareños, y encontraban mujeres que se llevaban a casa. Pero Barber no podía estar a la altura del infatigable apetito carnal del joven y, para su propia sorpresa, tampoco lo deseaba. Ahora era él, más de una noche, quien yacía, observaba las sombras y escuchaba, lamentaba que en nombre de Cristo no acabaran de una buena vez, guardaran silencio y se durmieran.
No nevó, pero llovió incesantemente; en breve, el siseo y las salpicaduras resultaron insultantes para el oído y el espíritu. El tercer día de la semana de Navidad, Rob volvió a casa en un estado lamentable.
—¡Condenado sea el tabernero! ¡Me ha echado de la posada!
—Y supongo que no tenía ningún motivo, ¿verdad?
—Por pelear —musitó Rob, cejijunto.
Rob pasaba más tiempo en la casa, pero estaba más taciturno que nunca.
Lo mismo que Barber. No sostenían conversaciones largas ni agradables. Barber pasaba casi todo el tiempo bebiendo, su trillada respuesta a la desapacible estación. Toda vez que podía, imitaba a las bestias hibernantes. Cuando estaba despierto yacía como una enorme roca en la cama hundida, sintiendo que su carne lo empujaba hacia abajo, escuchando el silbido de su aliento y su respiración áspera que salía por su boca. Había reconocido, apesadumbrado, a más de un paciente cuya respiración sonaba mucho mejor.
Ansioso por tales pensamientos, se levantaba de la cama una vez al día para cocinar un plato colosal, buscando en las carnes grasas protección del río y los malos augurios. En general, tenía junto a su lecho un frasco abierto de una fuente con cordero frito, congelado en su propia grasa. Rob todavía limpiaba la casa cuando le daba la gana, pero en febrero toda la estancia olía como la guarida de un zorro.
Dieron la bienvenida a la primavera, y en marzo cargaron el carromato, alejándose de Exmouth a través de la llanura de Salisbury y de las escarpadas tierras bajas donde esclavos tiznados cavaban la piedra caliza y la creta para arrancar hierro y estaño. No se detuvieron en los campamentos de esclavos porque allí era imposible ganar un solo penique. Fue idea de Barber recorrer la frontera con Gales hasta Shrewsbury, para encontrar allí el río y seguirlo hacia el noreste. Se detuvieron en todas las aldeas y pequeñas poblaciones conocidas.
Caballo
no desfilaba haciendo cabriolas con el estilo de
Incitatus
, pero era elegante y adornaban sus crines con muchas cintas. En general, el negocio prosperaba.
En Hope-Under-Dinmore dieron con un artesano del cuero, de hábiles manos, y Rob compró dos vainas para enfundar las armas que le habían prometido.
En cuanto llegaron a Blyth fueron a la herrería, donde Durman Moulton los recibió con un saludo de satisfacción. El artesano fue a un estante de la trastienda y volvió con dos bultos envueltos en suaves pellejos.
Rob los desenvolvió, entusiasmado, y al ver las armas contuvo el aliento.
El sable era mejor que el que tanto habían admirado el año anterior. La daga estaba bellamente forjada. Mientras Rob se regocijaba con la espada, Barber sopesó la daga y percibió su exquisito equilibrio.
—Es un trabajo limpio —le dijo a Moulton, quien apreció el cumplido en todo su valor.
Rob deslizó cada hoja en la correspondiente vaina de su cinto, sintiendo un peso hasta entonces desconocido. Apoyó las manos en las empuñaduras y Barber no se resistió a apreciar su porte mirándolo de la cabeza a los pies.
Tenía presencia. A los dieciocho años, finalmente, había alcanzado la adultez plena y era un palmo más alto que él. Tenía los hombros anchos, era esbelto, lucia una melena de pelo castaño rizado y tenía unos grandes ojos azules que cambiaban de tonalidad más prestamente que el mar. Su cara, grande y huesuda, se asentaba en una mandíbula cuadrada que mantenía impecablemente rasurada. Desenvainó a medias la espada que lo distinguía como un hombre nacido libre, y volvió a guardarla. Con los ojos fijos en él, Barber sintió un estremecimiento de orgullo y una sobrecogedora aprensión a la que no supo dar nombre.
Tal vez no fuese inadecuado llamarla miedo.
La primera vez que Rob entró con armas en una taberna —estaban en Beverley—, notó la diferencia. No se trataba de que los hombres le mostraran más respeto, pero eran más prudentes con él y estaban más alertas. Barber no dejaba de decirle que debía ser más cuidadoso, dado que la ira era uno de los ocho pecados capitales condenados por la Santa Madre Iglesia. Rob estaba harto de oír lo que le ocurriría si los hombres del magistrado lo arrastraban ante un tribunal eclesiástico, pero Barber le describía repetidamente procesos que eran ordalías: el acusado debía demostrar su inocencia apretando rocas calentadas o metal al rojo vivo, o bebiendo agua hirviendo.
—La condena por asesinato significaba la horca o la decapitación —machacaba Barber severamente—. Cuando alguien comete un homicidio, le pasan tiras de cuero por debajo de los tendones de los talones y las atan a los rabos de toros salvajes. Luego, una jauría de sabuesos persigue a muerte a las bestias.