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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (25 page)

BOOK: El médico
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—Ha pasado mucho tiempo y el médico no llega —dijo el hombre—. Es un doctor judío.

Mientras el hombre hablaba, Rob notó que la mujer ponía los ojos en blanco y tenía convulsiones.

Por lo que Barber le había contado de los médicos judíos, pensó que era muy probable que el doctor no se presentara nunca. Se sintió atrapado por la espantosa desdicha de los ojos del labrador y por recuerdos que habría preferido olvidar.

Suspirando, se apeó del carromato.

Se arrodilló junto a la mujer sucia y agotada, y le tomó las manos.

—¿Cuándo notó por última vez que el niño se movía?

—Hace semanas. Durante una quincena se ha sentido muy mal, como si estuviera intoxicada.

Con anterioridad había tenido cuatro embarazos, pero los dos últimos bebés nacieron muertos.

Rob sintió que aquel también estaba muerto. Apoyó ligeramente la mano en el vientre distendido y tuvo la tentación de irse, pero vio mentalmente el rostro blanco de mamá tendida en las boñigas del suelo del establo, y estaba seguro de que la mujer moriría rápidamente si él no actuaba.

En el revoltijo de avíos de Barber encontró el espéculo de metal pulido pero no lo usó como espejo. Cuando pasó la convulsión puso las piernas de la mujer en posición, y con el instrumento dilató el cuello del útero, como Barber le había explicado que se debía hacer. La masa interior se deslizó fácilmente, pero era más pu
treif
acción que bebé. Rob apenas notó que el marido contenía el aliento y se apartaba.

Sus manos indicaron a su cabeza lo que debía hacer, en lugar de todo lo contrario.

Sacó la placenta y limpió a la mujer. Levantó la vista y se sorprendió al ver que había llegado el médico judío.

—Supongo que querréis haceros cargo —dijo Rob aliviado, pues la hemorragia no cesaba.

—No hay prisa —respondió el médico.

Pero escuchó al infinito su respiración y la examinó tan lenta y exhaustivamente, que su falta de confianza en Rob era manifiesta.

Por último, el judío pareció satisfecho.

—Apoya la palma de tu mano en su abdomen y fricciona firmemente, este movimiento.

Rob masajeó la tripa vacía, perplejo. Finalmente, a través del abdomen sintió que la esponjosa matriz se encajaba hasta hacerse una bola pequeña y la hemorragia cesó.

—Magia digna de Merlin y un truco que siempre recordare —dijo.

No hay ninguna magia en lo que hacemos —lo contradijo el médico judío—. Veo que conoces mi nombre.

—Nos encontramos hace años, en Leicester.

Benjamin Merlin miró el llamativo carromato y sonrió.

—¡Ah! Tú eras un crío; el aprendiz. El barbero era un tipo gordo que tragaba cintas de colores.

—Sí.

Rob no le dijo que Barber había muerto, ni Merlin le preguntó por él. Se estudiaron mutuamente. La cara de halcón del judío seguía enmarcada por una cabeza llena de pelo blanco y una barba canosa, pero no estaba tan densa como antes.

El escribiente con el que hablasteis aquel día en Leicester, ¿le operaste de cataratas?

—¿Qué escribiente? —Merlin pareció confundido, pero en seguida recordó—. ¡Sí! Es Edgar Thorpe, del pueblo de Lucteburne, en Leicestershir.

Si Rob había oído hablar de Edgar Thorpe, lo había olvidado. Esa era la diferencia entre ellos: casi nunca se enteraba del nombre de sus pacientes.

—Lo operé y le quité las cataratas.

—Y ahora ¿se encuentra bien?

Merlin sonrió tristemente.

—No puede decirse que esté bien porque cada día es más viejo y tiene achaques y dolencias. Pero ve con ambos ojos.

Rob había escondido el feto podrido en un trapo. Merlin lo desenvolvió, lo estudió, y a continuación lo roció con agua de un frasco.

—Yo te bautizo en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —dijo rápidamente el judío.

Volvió a envolver el pequeño bulto y se lo entregó al labrador.

—El bebé ha sido debidamente bautizado, y sin duda se le permitirá la entrada al Reino de los Cielos. Debes decírselo al padre Stigand o al otro cura de la iglesia.

El labrador sacó una bolsa polvorienta; en su rostro se mezclaba la de dicha con la aprensión.

—¿Cuánto debo pagaros, maestro médico?

—Lo que puedas —dijo Merlin, y el hombre le dio un penique que sacó de la bolsa.

—¿Era varón?

—No podemos saberlo —respondió amablemente el médico.

Dejó caer la moneda en el bolsillo grande de su capa y tanteó hasta encontrar medio penique, que le tendió a Rob.

Tuvieron que ayudar al labrador a llevar a la mujer a casa; un trabajo duro para medio penique de recompensa. Cuando quedaron libres, fueron a un arroyo cercano y se lavaron la sangre.

—¿Has presenciado alumbramientos similares?

—No.

—¿Cómo sabías lo que debías hacer?

Rob se encogió de hombros.

—Me lo habían descrito.

—Dicen que algunos nacen para sanadores. Unos pocos selectos. —el judío le sonrió—. Por supuesto, otros tienen suerte, sencillamente —precisó.

El escrutinio del doctor puso incómodo a Rob.

—Si la madre hubiese estado muerta y el bebé vivo... —dijo Rob, arriesgándose a preguntarlo.

—Operación cesárea. —Rob abrió los ojos desmesuradamente—. ¿Sabes de qué estoy hablando?

—No.

—Debes cortar el vientre y la pared uterina, y sacar al niño.

—¿Abrir a la madre?

—Sí.

—¿Vos lo habéis hecho?

—Varias veces. Cuando era ayudante vi a uno de mis maestros abrir una mujer viva para llegar a su hijo.

«¡Embustero!», pensó Rob, avergonzado de escucharlo con tanto entusiasmo. Recordó lo que Barber le había contado sobre aquel hombre y los de su especie.

—¿Qué ocurrió?

—Murió, pero de cualquier modo habría muerto. Yo no apruebo que se abra a mujeres vivas, pero me han hablado de quienes lo han hecho y lograron que sobrevivieran tanto la madre como el niño.

Rob se volvió antes de que el médico de acento francés se riera de él. Pero solo había dado dos pasos cuando se sintió impulsado a volver.

—¿Dónde hay que cortar?

En el polvo del camino, el judío dibujó un torso y mostró dos incisiones: una larga línea recta en el costado izquierdo, y la otra más arriba, en mitad del vientre.

—Cualquiera de las dos —dijo, y lanzó el palo a lo lejos.

Rob asintió y se marchó, imposibilitado de darle las gracias.

20
HUÉSPED DE UNA FAMILIA JUDÍA

Se alejó inmediatamente de Tettenhall, pero ya le estaba ocurriendo algo.

Andaba escaso de Panacea Universal y al día siguiente compró un barril de licor, haciendo un alto para mezclar una nueva serie de medicina, de la que esa misma tarde comenzó a desprenderse en Ludlow.

La panacea se vendió tan bien como siempre, pero estaba preocupado y algo agotado.

Sostener un alma humana en la palma de tu mano, como si fuera un guijarro. ¡Sentir que a alguien se le escapa la vida pero que con tus actos puedes devolvérsela! Ni siquiera un rey tiene tanto poder.

Selectos...

¿Podría aprender más? ¿Cuánto era posible aprender? «¿Cómo será —se preguntó —aprender todo lo que puede enseñarse?»

Por vez primera reconoció el deseo de hacerse médico.

¡Luchar verdaderamente con la muerte! Albergaba nuevos y perturbadores pensamientos que por momentos lo embelesaban, y otras veces eran casi dolorosos.

Por la mañana partió hacia Worcester, la siguiente población rumbo al sur, por el río Severn. No recordaba haber visto el río ni el sendero, ni haber conducido a
Caballo
, ni nada del trayecto. Llegó a Worcester y los pueblerinos quedaron boquiabiertos al ver el carromato rojo; rodó hasta la plaza, hizo un circuito completo sin detenerse y abandonó la ciudad por donde había llegado.

El pueblo de Luctehurne, en Leicestershire, no era lo bastante grande para tener una taberna, pero estaba en marcha la siega del heno, y cuando se paró en una vega en la que había cuatro hombres con guadañas, el de la senda más cercana al camino interrumpió su rítmico balanceo el tiempo suficiente para indicarle cómo llegar a la casa de Edgar Thorpe.

Rob encontró al viejo a cuatro patas, en su pequeño huerto, cosechando puerros. Percibió de inmediato, con una extraña sensación de exaltación que Thorpe había recuperado la vista. Pero sufría terribles dolores reumáticos, y aunque Rob lo ayudo a incorporarse en medio de gruñidos y angustiosas exclamaciones, pasó un rato hasta que pudieron hablar en paz.

Rob bajó del carromato varios frascos de la panacea y abrió uno, contentando enormemente a su anfitrión.

—He venido a preguntarte por la operación que te devolvió la vista, Edgar Thorpe.

—¿Sí? ¿Y cuál es tu interés en esta cuestión?

Rob vaciló.

—Tengo un pariente que necesita un tratamiento semejante y estoy haciendo averiguaciones en su nombre.

Thorpe dio un buen trago de licor y suspiró.

—Espero que sea un hombre fuerte y de abundante coraje. Me encontraba atado de pies y manos a una silla. Crueles ataduras rodeaban mi cabeza, para fijarla contra el alto respaldo. Me habían dado a tomar más de un trago y estaba casi insensible por la bebida, pero los ayudantes me colocaron unos crueles ganchos debajo de los párpados, y me los levantaron para que no pudiera parpadear.

Cerró los ojos y se estremeció. Evidentemente, había contado la historia muchas veces, pues los pormenores estaban fijos en su memoria y los relataba sin dudar, pero no por eso Rob los encontró menos fascinantes.

—Era tal mi aflicción que solo veía como a través de una niebla velluda lo que tenía directamente ante mí. Nadaba en mi campo de visión la mano del maestro Merlin. Sostenía una hoja que se agrandaba a medida que descendía, hasta que me cortó el ojo.

»Oh, el dolor me devolvió la sobriedad al instante. Tuve la seguridad de que me había cortado el ojo en lugar de quitarme la nube y le chillé, lo importuné, le grité que no me hiciera nada más. Como persistió, le arrojé una lluvia de maldiciones y le aseguré que por fin comprendía como su despreciable pueblo podía haber asesinado a nuestro bondadoso Señor.

»Cuándo tajeó el ojo, el dolor era tan atroz que perdí por completo el conocimiento. Desperté en la oscuridad de los ojos vendados, y durante un par de semanas sufrí espantosamente. Pero al final vi como no había visto en mucho tiempo. Tan grande fue la mejoría, que trabaje dos años más como escribiente antes de que el reuma me aconsejara reducir mis obligaciones.

Así que era verdad, pensó Rob, deslumbrado. Entonces quizá las cosas que le había contado Benjamin Merlin fuesen ciertas.

—El maestro Merlin es el mejor doctor que he visto en mi vida —dijo Edgar Thorpe—. Aunque —agregó malhumorado— para ser un médico competente encuentra demasiadas dificultades en liberar de pesadumbre mis huesos y articulaciones.

Volvió a Tettenhall, acampó en un pequeño valle y permaneció cerca de la ciudad tres días enteros, como un galán enamorado que carece de permiso para visitar a una damisela, pero tampoco se decide a dejarla en paz. El primer granjero al que compró provisiones le informó dónde vivía Benjamin Merlin, y varias veces condujo a
Caballo
hasta el lugar, una granja baja con el prado bien cuidado, dependencias, un campo, un huerto y una viña. No había ninguna señal exterior de que allí viviera un médico.

La tarde del tercer día, a unas millas de su casa, encontró al médico.

¿Cómo estas, joven barbero?

Rob respondió que bien y le preguntó por su salud. Hablaron del tiempo, y luego Merlin inclinó la cabeza a modo de despedida.

No debo rezagarme, pues tengo que visitar a tres enfermos antes de que dé por terminado el día.

¿Me permitís acompañaros y observar? —se obligó a preguntar Rob.

El médico titubeó. Parecía menos que complacido por la solicitud. Pero dijo, aunque a regañadientes.

—Me gustaría que no te entrometieras.

El primer paciente no vivía lejos; ocupaba una casita junto a una charca de gansos. Era Edwin Griffith, un anciano de tos cavernosa. Rob notó que estaba debilitado por una enfermedad catarral avanzada y que tenía un pie en la tumba.

—¿Cómo te encuentras hoy, Edwin Griffith? —preguntó Merlin.

El viejo se retorció en un paroxismo de toses, luego resolló y suspiró.

—Sigo igual y con pocos pesares, salvo que hoy no pude alimentar a mis aves.

Merlin sonrió.

—Es posible que mi joven amigo pueda atenderlos —dijo, y Rob no pudo negarse.

El anciano Griffith le dijo dónde guardaba el pienso y Rob se apresuró a ir a la charca cargado con un saco. Le preocupaba que esa visita fuera pérdida para él, pues sin duda Merlin no pasaría mucho tiempo entretenido con un agonizante. Se acercó cautelosamente a los gansos, pues sabía podían ser muy traidores. Pero estaban hambrientos y solo les interesaba la comida, por lo que se lanzaron a una rebatinga, dejándolo escapar rápidamente.

Para su sorpresa, Merlin seguía hablando con Edwin Griffith cuando volvió a entrar en la casita. Rob nunca había visto que un médico trabajara escrupulosamente. Merlin hizo una serie interminable de preguntas acerca de las costumbres y la dieta del paciente, su niñez, sus padres y sus abuelos, y la causa de la muerte de todos ellos. Le tomó el pulso en la muñeca y en el cuello, apoyó la oreja contra su pecho y prestó atención. Rob esperaba, observando todo atentamente.

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