En la orilla de la bahía de Lyme contemplaba las olas blancas que azotaban la playa. El viento arreciaba en línea recta de la mar gris y agitada, tan frío y húmedo que le hacia llorar los ojos. Barber se dio cuenta de que temblaba y contrató a la costurera viuda Editha Lipton para que cortara una de sus viejas túnicas y cosiera una capa abrigada y unos pantalones ceñidos para Rob.
El marido y los dos hijos de Editha se habían ahogado durante una tormenta que los sorprendió pescando. La viuda era una matrona fuerte, de rostro apacible y ojos tristes. Rápidamente se convirtió en la mujer de Barber. Cuando el barbero se quedaba con ella en la ciudad, Rob se tendía a solas en la gran cama junto al fuego y fingía que la casa le pertenecía. En una ocasión en que una tempestad con aguanieve logró colarse por las grietas, Editha pasó la noche allí. Desplazó a Rob al suelo, donde el mozo se aferró a una piedra caliente envuelta en un trapo, con los pies tapados con trozos de bucarán de la costurera. Oyó su voz baja y suave:
—¿El chico no debería venir con nosotros, para estar abrigado?
—No —replicó Barber.
Un rato más tarde, mientras el hombre gruñón se balanceaba sobre ella, la viuda bajó la mano en la oscuridad y la posó en la cabeza de Rob, ligera como una bendición.
El chico se quedó quieto. Cuando Barber acabó con la mujer, esta ya había retirado la mano. A partir de entonces, cada vez que la viuda dormía en casa de Barber, Rob aguardaba en la oscuridad, en el suelo, junto a la cama, pero nunca volvió a tocarlo.
—No has avanzado nada —se quejó Barber—. Presta atención. Mi aprendiz debe servir para entretener al público. Mi ayudante debe ser malabarista.
—¿No puedo hacer malabarismos con cuatro pelotas?
—Un prestidigitador excepcional puede mantener siete pelotas en el aire. Conozco a varios que manipulan seis. Me basta con un prestidigitador corriente y moliente. Pero si no consigues manipular cinco pelotas, pronto tendré que desprenderme de ti. —Barber suspiró—. He tenido muchos chicos y, de todos, solo tres eran dignos de conservarse. El primero fue Evan Carey, que aprendió a hacer maravillosos juegos malabares con cinco pelotas, pero tenía debilidad por el alcohol. Estuvo conmigo cuatro prósperos años después de su aprendizaje, hasta que murió de una cuchillada en una reyerta de borrachos en Leicester. Un final digno de un imbécil.
»El segundo fue Jason Earle. Era inteligente y el mejor malabarista de todos. Aprendió mi oficio de barbero, pero se casó con la hija del magistrado de Portsmouth y permitió que su suegro lo convirtiera en un ladrón como Dios manda y en recaudador de sobornos.
»Gibby Nelson, el penúltimo chico, era maravilloso. Fue mi puñetera comida y bebida hasta que cogió las fiebres en York y murió. —Frunció el ceño—. El condenado y último chico era un imbécil. Hacía lo mismo que tú: podía realizar juegos malabares con cuatro pelotas, pero no logró cogerle el gusto a la quinta y me lo quité de encima en Londres poco antes de encontrarte a ti.
Se contemplaron con tristeza.
—Óyeme bien: tú no eres imbécil. Eres un mozuelo prometedor, con el que es fácil convivir, y rápido a la hora de cumplir las faenas. Sin embargo, no conseguí el caballo y los arreos, ni esta casa, ni la carne que cuelga de las vigas enseñando mi oficio a chicos que no me sirven. En primavera serás prestidigitador o tendré que dejarte en alguna parte. ¿Lo entiendes?
—Sí, Barber.
El cirujano barbero le enseñó algunas cosas. Le pidió que hiciera juegos malabares con tres manzanas, y los rabos puntiagudos le hirieron las manos. Las cogió suavemente, aflojando en cada intento su apretón.
—¿Lo has visto? —preguntó Barber—. En virtud de la ligera diferencia, la manzana que ya sostienes en la mano evita que la segunda manzana rebote fuera de tu alcance. —Rob descubrió que funcionaba tanto con manzanas como con pelotas—. Vas progresando —comentó Barber esperanzado—.
Las Navidades llegaron mientras estaban ocupados con otras cosas.
Editha los invitó a que la acompañaran a la iglesia, y Barber soltó un bufido.
—Entonces, ¿somos una condenada familia?
De todos modos, el barbero no opuso resistencia cuando la viuda preguntó si podía llevar al chiquillo.
La pequeña iglesia campestre de zarzo y argamasa barata estaba atiborrada y, por tanto, más cálida que el resto del desolado Exmouth. Desde su partida de Londres Rob no había pisado una iglesia, y respiró nostálgico el olor a incienso y a humanidad entregándose a la misa, un refugio conocido.
Después, el sacerdote, al que le costó trabajo entender por su acento de Dartjor, habló del nacimiento del Salvador y de la bendita vida humana que llegó a su fin cuando los judíos lo mataron; también se refirió extensamente a Lucifer, el ángel caído con el que Jesús lucha eternamente en defensa de nosotros. Rob intentó elegir un santo al que dedicarle una oración especial, pero acabó dirigiéndose al alma más pura que su mente era capaz de imaginar. «Por favor, mamá, cuida de los demás. Yo estoy bien y te suplico me ayudes a cuidar a tus hijos más pequeños. —No pudo abstenerse de añadir una cuestión personal—: Mamá, te ruego que me ayudes a hacer juegos malabares con cinco pelotas.»
Al salir de la iglesia se dirigieron directamente a la casa y comieron la oca que Barber hacia horas había puesto en el espetón, rellena con ciruelas y cebollas.
—Si uno toma oca en Navidad, recibirá dinero todo el año —aseguró Barber.
Editha sonrió.
—Siempre oí decir que para recibir dinero tienes que comer oca el día de San Miguel —intervino, pero no discutió cuando Barber insistió en que era en Navidad.
El barbero fue generoso con los licores y compartieron una alegre comida.
Editha no podía pasar la noche en casa de Barber, tal vez porque el día del nacimiento de Cristo sus pensamientos estaban con sus difuntos esposo e hijos, del mismo modo que los de Rob andaban por otros derroteros.
Cuando ella se fue, Barber observó como Rob recogía la mesa.
—No debo encariñarme demasiado con Editha —concluyó Barber—. Al fin y al cabo, solo es una mujer y pronto la dejaremos.
El sol jamás brillaba. Ya habían transcurrido tres semanas del nuevo año y la grisura invariable de los cielos afectó sus espíritus. Barber se dedicó a apremiarlo y a insistir en que continuara las practicas por muy lamentables que fueran sus repetidos fracasos.
—¿No recuerdas lo que ocurrió cuando intentaste hacer malabarismos con tres pelotas? Primero no podías y, de repente, fuiste capaz. Lo mismo ocurrió a la hora de soplar el cuerno sajón. Debes concederte hasta la última oportunidad de hacer juegos malabares con cinco.
Por muchas horas que dedicara a la práctica, el resultado era siempre el mismo. Acabó por abordar torpemente la tarea, convencido de que fracasaría incluso antes de empezar.
Rob supo que llegaría la primavera y que no sería prestidigitador.
Una noche soñó que Editha volvía a tocarle la cabeza, abría sus muslos generosos y le mostraba el sexo. Al despertar no podía recordar cual era su aspecto, pero durante el sueño le ocurrió algo extraño y aterrador. En cuanto Barber salió de la casa limpió la suciedad de las pieles y la frotó con ceniza húmeda. No era tan necio para creer que Editha esperaría a que se hiciera hombre y se casaría con él, pero pensó que la situación de la viuda mejoraría si ganaba un hijo.
—Barber se irá —le dijo una mañana mientras ella lo ayudaba a acarrear leña—. ¿No puedo quedarme en Exmouth y vivir contigo?
Algo duro se apodero de los ojos de la viuda, que no desvió la mirada.
—No puedo mantenerte. Para mantenerme viva solo a mí misma, tengo que ser medio cocinera y medio prostituta. Si te tuviera a ti, debería entregarme a cualquier hombre.
Un leño cayó de la pila que sostenía entre los brazos. Aguardo a que Rob lo recogiera, dio media vuelta y entró en la casa.
A partir de entonces la viuda apareció con menos frecuencia y apenas le dirigió la palabra. Al final dejó de visitarlos. Quizás Barber estaba menos interesado en los placeres, ya que se tornó más irritable.
—¡Bobo! —gritó cuando Rob J. dejó caer las pelotas por enésima vez—.
Esta vez solo utilizarás tres pelotas pero las lanzarás alto, como harías si tuvieras cinco. Cuando la tercera pelota esté en el aire, bate palmas.
Rob obedeció y después del golpe aún tuvo tiempo para recoger las tres pelotas.
—¿Has visto? —preguntó Barber, satisfecho—. En el tiempo que dedicaste a batir palmas, habrías podido echar al aire las otras dos pelotas.
Cuando lo intentó, las cinco pelotas chocaron en el aire y una vez más volvió a reinar el caos, las maldiciones del barbero y las pelotas rodaron por todas partes.
De repente, solo faltaban unas pocas semanas para la primavera.
Una noche, convencido de que Rob estaba dormido, Barber se acercó al chico y acomodó las pieles para que estuviera abrigado. Se inclinó sobre la cama y miró largo rato a Rob. Luego suspiró y se alejó.
Por la mañana, Barber sacó una fusta del carromato.
—No te concentras en lo que haces —dijo.
Rob nunca lo había visto azotar al caballo, pero cuando se le cayeron las pelotas la fusta silbó y le hirió las piernas.
Dolía mucho. Gritó y se puso a sollozar.
—Recoge las pelotas.
Las recuperó y volvió a lanzarlas con el mismo resultado lamentable. La fusta le laceró las piernas.
Aunque su padre lo había golpeado en infinitas ocasiones, jamás empleó fusta.
Recobró una y otra vez las cinco pelotas e intentó hacer malabarismos y no lo logró. Cada vez que fallaba, la fusta azotaba sus piernas y lo hacía gritar de dolor.
—Recoge las pelotas.
—¡Por favor, Barber!
El rostro del hombre era severo.
—Es por tu propio bien. Usa la cabeza. Piensa.
Aunque el día era frío, Rob sudaba a raudales. El dolor lo empujó a concentrarse en lo que hacia, pero temblaba, presa de frenéticos sollozos, y sus músculos parecían pertenecer a otra persona. Lo hizo peor que nunca.
Se irguió tembloroso, con el rostro surcado de lágrimas y los mocos resbalando hasta su boca mientras Barber lo vapuleaba. «Soy un romano —se dijo—. Cuando sea adulto, buscaré a este hombre y lo mataré.»
Barber lo golpeó hasta que la sangre empañó las perneras de los pantalones nuevos que Editha había cosido. Entonces soltó la fusta y abandonó la casa con paso decidido.
Aquella noche el cirujano barbero regresó tarde y, borracho como una cuba, se dejó caer en la cama.
Al despertar por la mañana, su mirada era serena, pero apretó los labios al ver las piernas de Rob. Calentó agua y, con ayuda de un trapo, limpió la sangre seca. Fue a buscar un tarro de grasa de oso y dijo:
—Frótala bien.
La certeza de que había perdido la oportunidad, hería a Rob más que los cortes y los verdugones.
Barber consultó sus mapas.
—Partiré el Jueves Santo y te llevaré a Bristol. Es un puerto próspero y tal vez allí encuentres colocación.
—Sí, Barber —respondió en voz baja.
Barber dedicó largo rato a preparar el desayuno, y cuando lo tuvo listo repartió generosamente gachas, tostadas con queso y huevos con tocino.
—Come, come —dijo roncamente.
Se quedó mirando a Rob, que comía a regañadientes.
—Lo lamento —añadió el barbero—. Yo mismo fui un trotamundos y sé que la vida puede resultar dura.
Durante el resto de la mañana, Barber solo le dirigió la palabra una vez para decir:
—Puedes quedarte con el traje.
Guardaron las pelotas de colores y Rob ya no practicó. Faltaban casi dos semanas para el Jueves Santo, y Barber lo hizo trabajar mucho, encargándole que fregara los suelos astillosos de ambas estancias. En primavera, mamá también lavaba las paredes de casa, así que ahora Rob hizo lo propio. Aunque en aquella casa había menos humos que en la de mamá, tuvo la sospecha de que las paredes jamás fueron lavadas, y al concluir, la diferencia era bien visible.
Una tarde el sol reapareció mágicamente, volviendo el mar azul y brillante y suavizando el aire salobre. Por primera vez Rob entendió los motivos por los cuales algunas personas preferían vivir en Exmouth. En el bosque detrás de la casa, pequeñas cosas verdes se movían entre el moho de las hojas húmedas. Llenó una perola de brotes de espárragos e hirvieron las primeras verduras con tocino entreverado. Los pescadores se habían internado en la mar serena, y Barber salió al encuentro de una embarcación que regresaba. Compró un horrible bacalao y media docena de cabezas de pescado.
Encomendó a Rob que cortara cuadrados de cerdo salado y derritió lentamente la carne grasa en la sartén hasta que quedó crujiente. A continuación, preparó una sopa mezclando carne y pescado, rodajas de nabo, grasa derretida, buena leche y un ramillete de tomillo. La disfrutaron en silencio, acompañada de pan tostado y caliente, sabiendo que muy pronto Rob ya no comería tan bien.
Parte del cordero colgado se había puesto verde, de modo que Barber cortó la parte estropeada y la llevó al bosque. Del tonel de manzanas emanaba un hedor espantoso, ya que solo se conservaba una parte de la fruta originalmente almacenada. Rob inclinó el tonel y lo vació, estudiando cada reineta y separando las sanas.
Las manzanas eran sólidas y fuertes al tacto.
Recordó que Barber le había dado manzanas para que aprendiera a cogerlas suavemente y lanzó tres: «¡Va-va-va!»
Las cogió. Volvió a lanzarlas a gran altura y batió palmas antes de que descendieran.
Seleccionó otras dos manzanas y lanzó las cinco al aire, pero..., ¡sorpresa!, chocaron y cayeron al suelo, donde quedaron algo ablandadas. Rob quedó paralizado, pues no sabía donde estaba Barber, que seguramente volvería a azotarlo si lo pescaba desperdiciando comida.
En la habitación contigua no sonó ninguna protesta.
Se dedicó a guardar las manzanas sanas en el tonel. El intento no estuvo tan mal, se dijo; parecía que esta vez había calculado mejor los tiempos.
Escogió otras cinco manzanas del tamaño adecuado y las lanzó al aire.
Aunque esta vez estuvo a punto de funcionar, le fallaron los nervios y la fruta cayó en picado como arrancada del árbol por un vendaval de otoño.
Recobró las manzanas y volvió a lanzarlas. Recorrió toda la estancia y fue algo espasmódico en lugar de agradable y hermoso, pero ahora los cinco objetos subían y bajaban en sus manos y volvían a subir por los aires como si solo fueran tres.