Aunque la mayor parte de su trabajo en Clavering fue rechazada, a regañadientes Barber le permitió conservar una pequeña lanceta de dos filos como primer instrumento de su propio equipo de herramientas quirúrgicas; un principio importante. Al salir de los Midlands y adentrarse en los Fens, Barber le enseñó qué venas se abrían para las sangrías, lo que le trajo desagradables recuerdos de los últimos días de su padre.
A veces su padre se colaba en su mente, porque su propia voz comenzaba a semejarse a la de su progenitor: el timbre se tornó más grave y le estaba creciendo el vello corporal. Sabía que los mechones no eran tan espesos como se volverían más adelante, ya que, como asistía a Barber, conocía bastante bien el cuerpo del macho desnudo. Las hembras eran más misteriosas, pues Barber utilizaba una muñeca voluptuosa y de enigmática sonrisa a la que llamaban Thelma, en cuya desnuda forma de yeso las mujeres señalaban modestamente las zonas de su propio mal, volviendo superfluo el reconocimiento. Aunque a Rob aún le resultaba incómodo entrometerse en la intimidad de los desconocidos, se acostumbró a las preguntas acerca de las funciones corporales: «Maestro, ¿cuándo exonerasteis el vientre por última vez?» «Señora, ¿cuándo os toca menstruar?»
Por sugerencia de Barber, Rob cogía las manos de cada paciente entre las suyas cuando los acompañaba hasta detrás del biombo.
—¿Qué sientes al cogerles los dedos? —le preguntó Barber un día en Wisbury, mientras Rob desmontaba la tarima.
—A veces no siento nada.
Barber asintió. Cogió uno de los maderos de manos de Rob, lo metió en el carromato y regresó con el ceño fruncido.
—Pero a veces... ¿hay algo?
Rob asintió.
—Bueno, ¿qué es? —quiso saber Barber irritado—. Chico, ¿qué es lo que sientes?
Rob no fue capaz de definirlo ni de describirlo con palabras. Era una medición acerca de la vitalidad de la persona, como asomarse a un pozo oscuro y percibir cuanta vida contenía.
Barber consideró el silencio de Rob como prueba de que se trataba de una sensación imaginaria.
—Creo que regresaremos a Hereford y comprobaremos si el viejo sigue gozando salud —dijo con malicia. Se molestó cuando Rob estuvo de acuerdo—. ¡Bobo, no podemos volver! —exclamó—. Si el viejo ha muerto, estaríamos metiendo la cabeza en el lazo del verdugo
Con frecuencia y estentóreamente, siguió burlándose del «don».
Empero, cuando Rob empezó a olvidarse de coger las manos de los pacientes, le ordenó que siguiera haciéndolo.
—¿Por qué no? ¿Acaso no soy un prudente hombre de negocios? ¿Qué os cuesta entregarnos a esta fantasía?
En Peterborough, a pocas millas pero a una vida de distancia de la cabaña de la que había huido de niño, una interminable y lluviosa noche de agosto Barber se sentó a solas en la taberna y bebió lenta pero copiosamente.
A medianoche el aprendiz fue a buscarlo. Rob lo encontró haciendo eses por el camino y lo ayudó a regresar junto a la lumbre.
—Por favor —susurró Barber temeroso.
Rob J. se sorprendió al ver que el borracho alzaba ambas manos y se las ofrecía.
—¡Ah, por favor, en nombre de Cristo! —repitió Barber.
Finalmente, Rob entendió. Cogió las manos de Barber y lo miró a los ojos.
Segundos después, Rob asintió con la cabeza.
Barber se dejó caer en el lecho. Eructó, se puso de lado y durmió sin preocupaciones.
Aquel año Barber no consiguió regresar a tiempo a Exmouth para pasar el invierno, pues habían empezado tarde y las hojas caídas del otoño los sorprendieron en la aldea de Gate Fulford, en la zona ondulada de York. Los brezales fueron pródigos en plantas que perfumaban el aire frío con sus aromas. Rob y Barber se guiaron por la Estrella Polar, haciendo un alto en las aldeas del camino para realizar jugosos negocios, y condujeron el carromato en la interminable alfombra de brezo morado hasta llegar a la ciudad de Carlisle.
—Nunca voy más al norte de aquí —declaró Barber—. A pocas horas acaba la Northumbria y empieza la frontera. Más allá está Escocia, que como todo el mundo sabe es una tierra de follajes y ovejas, peligrosa para los ingleses honrados.
Acamparon una semana en Carlisle y acudieron todas las noches a la taberna, donde el alcohol sensatamente comprado pronto permitió que Barber averiguara de qué refugios podría disponer. Alquiló una casa en el páramo, provista de tres pequeñas habitaciones. No se diferenciaba mucho de la cabaña que poseía en la costa sur, pero, para su disgusto, la de Carlisle carecía de chimenea de piedra. Acomodaron los lechos a ambos lados del hogar como si se tratara de la hoguera del campamento, y a poca distancia encontraron una cuadra dispuesta para alojar a
Incitatus
. Barber volvió a comprar pródigamente provisiones para el invierno, lo que le resultó fácil gracias al dinero, que nunca dejaba de producir en Rob una asombrosa sensación de bienestar.
Barber se abasteció de ternera y cerdo. Había pensado adquirir un pernil de venado, pero ese verano tres cazadores del mercado fueron ahorcados en Carlisle por matar los ciervos del rey, reservados para las cacerías de los nobles. Cambió de idea y compró quince gallinas gordas y un saco de forraje.
—Las gallinas son tu dominio —comunicó Barber a Rob—. Debes ocuparte de alimentarlas, sacrificarlas cuando te lo pida, aderezarlas, desplumarlas y prepararlas para mi olla.
Rob pensó que las gallinas eran unos seres impresionantes, grandes y de color amarillo, con patas sin plumas, crestas rojas, barbas y orejas con lóbulo. No pusieron reparos cuando por las mañanas robaba de sus nidos cuatro o cinco huevos blancos.
—Te consideran un puñetero gallo —Comentó Barber.
—¿Por qué no les compramos un gallo?
Barber, a quien en las frías mañanas de invierno le gustaba dormir hasta tarde y, consecuentemente, detestaba los cacareos, se limitó a gruñir.
Rob tenía pelos castaños en el rostro, pelos que no podían considerarse una barba. Barber dijo que solo los daneses se afeitaban, pero el chico sabía que no era cierto, porque su padre siempre se había rasurado el rostro. El equipo quirúrgico de Barber contenía una navaja, y el hombre gordo asintió de mala gana cuando Rob le preguntó si podía usarla. Aunque se cortó la cara, el hecho de afeitarse lo ayudó a sentirse mayor.
La primera vez que Barber le ordenó que sacrificara una gallina se sintió muy joven. Las aves lo contemplaban con sus ojillos como pequeños abalorios negros, como dándole a entender que podían ser amigos. Al final rodeo con dedos fuertes el cogote más próximo y, estremeciéndose, cerró los ojos.
Un giro enérgico y convulsivo, y todo acabó. Pero la gallina lo castigó después de muerta, porque no soltó amablemente las plumas. Tardó horas en arrancarlas, y cuando le entregó a Barber el cadáver grisáceo, lo miró con desdén.
La segunda vez que hizo falta una gallina, Barber le enseño magia de verdad. Abrió el pico de la gallina y hundió un delgado cuchillo por el cielo de la boca hasta llegar al cerebro. La gallina se relajó de inmediato en la muerte y entregó sus plumas: salieron a grandes manojos ante el más leve tirón.
—Te daré una lección —dijo Barber—. Es igual de fácil llevar a un hombre a la muerte, y lo he hecho. Resulta más difícil mantener asida la vida y aun más difícil aferrarse a la salud. Esas son las tareas a que debemos dirigir nuestras mentes.
El clima de finales de otoño era perfecto para recolectar hierbas, así que recorrieron bosques y brezales. Barber se mostraba especialmente deseoso de recoger verdolaga. Empapada de panacea, producía un agente que llevaba a que la fiebre bajara y se disipara. Para gran decepción por su parte, no la encontraron. Había otras cosas más fáciles de recoger, como pétalos de rosas rojas para cataplasmas y tomillo y bellotas que se molían, se mezclaban con grasa y se extendían sobre las pústulas del cuello. Otros vegetales requerían laboriosos esfuerzos, como extraer la raíz del tejo, que ayudaba a las embarazadas a retener el feto. Recogieron hierbaluisa y eneldo para combatir afecciones urinarias; cálamo aromático de los pantanos para evitar el deterioro de la memoria provocado por los humores húmedos y fríos; bayas de enebro que se hervían, para despejar los conductos nasales taponados; altramuz para preparar paños calientes a fin de abrir abscesos, y mirto y malva para aliviar las erupciones que escuecen.
—Has crecido más rápidamente que estas hierbas —observó Barber con picardía, y decía la verdad.
Era casi tan alto como Barber y hacía mucho tiempo que había dejado el traje que Editha le cosiera en Exmouth. Cuando Barber lo llevó a Carlisle y encargó «nuevas ropas de invierno que le sirvan una larga temporada», el sastre meneó la cabeza.
—El chico seguirá creciendo, ¿no es verdad? ¿Qué tiene? ¿Quince, dieciséis años? Un muchacho de esa edad crece mucho más rápido de lo que le puede durar la ropa.
—¡Dieciséis! ¡Aún no ha cumplido los once!
El sastre miró a Rob con regocijo no exento de respeto.
—¡Será un hombre fornido! A decir verdad, dará la sensación de que sus vestimentas encogen. ¿Se me permite proponer que arreglemos un traje?
Otro de los trajes de Barber, de tela gris casi buena, fue recortado y cosido. En medio de la hilaridad general, resultó que cuando Rob se lo probó era ancho en exceso y demasiado corto de mangas y perneras. El sastre aprovechó la tela sobrante del ancho para alargarlas, escondiendo las costuras con garbosas bandas de tela azul. Rob había andado descalzo casi todo el verano pero pronto comenzarían las nevadas y se sintió agradecido cuando Barber le compró botas de cuero.
Caminó con ellas, cruzó la plaza de Carlisle hasta la iglesia de San Martín y golpeo el aldabón de las inmensas puertas de madera, que al final abrió un coadjutor anciano de ojos legañosos.
—Padre, si es tan amable, busco al sacerdote Ranald Lovell.
El coadjutor parpadeó.
—Conocí a un cura de ese nombre que ayudaba a misa con Lyfing, en tiempos en que Lyfing era obispo de Wells. La próxima Pascua hará diez años que ha muerto.
Rob negó con la cabeza.
—No se trata del mismo sacerdote. Hace pocos años vi al padre Ranald con mis propios ojos.
—Tal vez el hombre al que conocí se llamaba Hugh Lovell en lugar de Ranald.
—Ranald Lovell fue trasladado de Londres a una iglesia del norte. Tiene a mi hermano, William Steward Cole, que es tres años más joven que yo.
—Hijo mío, es posible que ahora tu hermano tenga otro nombre. A veces los sacerdotes llevan a sus chicos a una abadía para que se conviertan en acólitos. Tendrás que preguntar a otros por todas partes. La Santa Madre Iglesia es una mar grande e infinita y yo no soy más que un ínfimo pez.
El viejo cura inclinó amablemente la cabeza, y Rob lo ayudó a cerrar las puertas.
Una piel de cristales opacaba la superficie de la pequeña charca que hay detrás de la taberna del pueblo. Barber señaló los patines sujetos a una cuerda de su minúscula casa.
—Es una pena que tengan ese tamaño. No te cabrán porque tienes pies extraordinariamente grandes.
El hielo se espesó diariamente hasta que una mañana devolvió un firme golpe seco cuando Rob se encaminó al centro de la charca y pateo. Cogió los patines demasiado pequeños. Eran de cornamenta de ciervo tallada y casi idénticos al par que su padre le había fabricado cuando tenía seis años. Aunque pronto le quedaron pequeños, los usó tres inviernos y ahora se llevó hasta la charca los que cogió de la casa y se los ató a los pies. Al principio los usó encantado, pero los bordes estaban mellados y embotados, y su tamaño y estado lo dejaron en la estacada cuando intentó girar. Agitó los brazos y cayó pesadamente y se deslizó un buen trecho.
Reparó en que alguien reía.
La chica tenía unos quince años y su risa demostraba verdadera alegría
—¿Sabes hacerlo mejor? —preguntó acalorado, al tiempo que reconocía para sus adentros que era una muñeca bonita, demasiado delgada y desproporcionada, pero con cabellos negros como los de Editha.
—¿Yo? —inquirió—. ¡Vamos! Ni sé si jamás me atrevería a intentarlo.
El malhumor de Rob se esfumó como por encantamiento.
—Son más adecuados para tus pies que para los míos —dijo. Se quitó lo patines y los llevó a la orilla, donde estaba la chica—. No es nada difícil. Te enseñaré.
Muy pronto superó las objeciones de la chica, y poco después le ataba los patines a los pies. La muchacha no sabía mantener el equilibrio sobre la poco habitual superficie resbaladiza del hielo y se aferró a Rob, con expresión de alarma en sus ojos pardos y dilatando las ventanas de la nariz.
—No temas; yo te sujeto —aseguró Rob.
Sustentó el peso de la chica y la empujó por el hielo desde atrás, reparando en sus nalgas tibias.
Ahora la muchacha reía y gritaba mientras él la hacia dar vueltas alrededor de la charca. Dijo llamarse Garwine Talbott, y añadió que su padre, Alfric Talbott, poseía una granja en las afueras.
—¿Cómo te llamas?
—Rob J.
La chica parloteó, revelando que tenía infinita información sobre él, que Carlisle era un villorrio. Estaba enterada de cuándo habían llegado Barber y él, de su profesión, de las provisiones que habían comprado y de quién era el dueño de la casa que habían alquilado.
Más tarde, deslizarse por el hielo le resultó divertido. Sus ojos brillaban de contento y el frío tiñó de rojo sus mejillas. Su pelo voló hacia atrás, dejando al descubierto un lóbulo pequeño y rosado. Tenía el labio superior delgado y el inferior tan lleno que parecía hinchado. Rob vio un cardenal desteñido en su pómulo. Cuando la chica sonrió, notó que uno de los dientes de abajo estaba torcido.