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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (61 page)

BOOK: El médico
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Después de un tiempo que le pareció desmesuradamente prolongado, se dio cuenta de que Karim estaba inclinado sobre él.

—¡Mirdin! ¡Mirdin! ¡Alabado sea Alá, la buba se ha abierto!

Dos caras sonrientes se cernieron sobre él, una bellamente oscura, la otra sencilla, reflejando la bondad de los santos.

—Pondré una mecha para drenarla —dijo Mirdin, y durante un buen rato tuvieron demasiado trajín para acordarse de las acciones de gracias.

Fue como si hubiese atravesado el mar más tormentoso y ahora derivara en el remanso más sereno y pacífico.

La recuperación fue tan rápida y falta de incidentes como la que había visto en otros sobrevivientes. Sentía debilidad y temblores, como era natural después de las altas fiebres; pero se le despejó la mente y dejó de mezclar acontecimientos pasados y actuales.

Empezó a quejarse, pues deseaba ser de alguna utilidad, pero sus cuidadores no quisieron saber nada y lo mantuvieron en posición supina sobre su jergón.

—¡Para ti lo es todo la práctica de la medicina! —dijo entusiasmado Karim una mañana—. Yo lo sabía, y por eso no plantee objeciones cuando te hiciste con el mando de nuestra pequeña misión.

Rob abrió la boca para protestar, pero la cerró de inmediato, porque era verdad.

—Me puse furioso cuando nombraron jefe a Fadil ibn Parviz —prosiguió Karim—. Se luce en los exámenes y esta muy bien considerado por el cuerpo docente, pero en medicina práctica es una calamidad. Además, inició su aprendizaje dos años después que yo y es
hakim
, mientras yo sigo siendo aprendiz.

—¿Y cómo pudiste aceptarme como jefe, si aún no he cumplido un año de aprendizaje?

—Eres muy distinto y estás fuera de competición porque te ha esclavizado la curación de las enfermedades.

Rob sonrió.

—Te he observado durante estas arduas semanas. ¿Acaso no ha tomado posesión de ti el mismo amo?

—No —respondió Karim tranquilamente—. No me interpretes mal; quisiera ser el mejor médico del mundo. Pero con la misma pasión anhelo hacerme rico. La riqueza no es tu mayor ambición, ¿verdad, Jesse?

Rob meneó la cabeza.

—Cuando yo era niño, en la aldea de Carsh, que pertenece a la provincia de Hamadhan, el sha Abdallah, padre del sha Alá, condujo un gran ejército a través de nuestro territorio para combatir contra las bandas de turcos seljucíes. Cada vez que el ejército de Abdallah se detenía, llegaba la desgracia de una plaga de soldados. Se llevaban cosechas y animales, alimentos que significaban la supervivencia o el desastre para su propio pueblo. Cuando el ejército seguía su camino, nosotros nos moríamos de hambre.

»Yo tenía cinco años. Mi madre cogió por los pies a su hija recién nacida y le aplastó la cabeza contra las rocas. Dicen que muchos recurrieron al canibalismo y lo creo.

»Primero murió mi padre y luego mi madre. Durante un año viví en las calles con pordioseros, y yo mismo me hice mendigo. Finalmente, me adoptó Zaki-Omar, un hombre que había sido amigo de mi padre. Era un atleta famoso. Me educó y me enseñó a correr. Y durante nueve años me hizo objeto de prácticas sodomitas.

Karim calló un momento, y el silencio solo era interrumpido por el suave gemido de algún paciente en el otro extremo de la sala.

—Cuando él murió, yo tenía quince años. Su familia me expulsó, pero Zaki-Omar había gestionado mi ingreso en la madraza y viajé a Ispahán, libre por primera vez. Tomé la decisión de que cuando tuviera hijos estarían protegidos, y solo la riqueza da esa clase de seguridad.

De niños habían vivido catástrofes similares a medio mundo de distancia, pensó Rob. De haber sido él menos afortunado, o si Barber hubiera resultado un hombre distinto...

La conversación se vio interrumpida por la llegada de Mirdin, que se sentó en el suelo, al otro lado del jergón.

—Ayer no murió nadie en Shiraz.

—¡Alá! —exclamo Karim.

—¡Nadie murió ayer!

Rob los tomó de la mano.

De inmediato, Karim y Mirdin también unieron sus manos. Estaban más allá de la risa, más allá de las lágrimas, como ancianos que han compartido una vida entera. Así enlazados, se miraron, saboreando la supervivencia.

Dejaron pasar diez días hasta decidir que Rob estaba lo bastante fuerte para viajar. Se había divulgado la noticia del fin de la peste. Transcurrirían años hasta que volviera a haber árboles en Shiraz, pero la gente empezaba a volver, y algunas personas llegaban provistas de madera. Pasaron por una casa donde los carpinteros estaban colocando postigos y por otras donde ponían las puertas.

Era bueno dejar atrás la ciudad y dirigirse al norte.

Viajaron sin prisa. Al llegar a la casa de Ishmael el Mercader, desmontaron y llamaron, pero nadie respondió.

Mirdin arrugó la nariz.

—Se huele a muerte por aquí cerca —dijo, tranquilamente.

Entraron en la casa y encontraron los cadáveres de Ismael el Mercader y de
hakim
Fadil ibn Parviz, en estado de descomposición. No había huellas del aprendiz de tercer año Abbas Sefi, que sin duda había escapado del «refugio seguro» al ver que los otros eran azotados por la plaga.

De modo que debieron cumplir una última responsabilidad antes de abandonar la tierra azotada por la peste: rezaron sus oraciones e incineraron los dos cadáveres, haciendo una alta fogata con el lujoso mobiliario del mercader.

La misión médica había abandonado Ispahán con ocho hombres, tres salieron cabalgando de Shiraz.

45
LOS HUESOS DE UN ASESINADO

A su llegada, Ispahán le pareció una irrealidad desbordante de gente sana que reía o reñía. Durante un tiempo le resultó extraño caminar entre aquellas personas, como si el mundo estuviera achispado.

Ibn Sina se entristeció, pero no se sorprendió al enterarse de las deserciones y las muertes. Recibió ansioso el libro con las anotaciones de Rob. A lo largo del mes en que los tres aprendices esperaban en la casa de la Roca de Ibrahim para cerciorarse de no llevar la plaga a Ispahán, Rob escribió largamente un relato pormenorizado del trabajo en Shiraz. En sus informes puso de manifiesto que los otros dos aprendices le habían salvado la vida y los llenó de elogios.

—¿También Karim? —le preguntó Ibn Sina sin rodeos, cuando quedaron a solas.

Rob vaciló, porque le parecía pretencioso de su parte evaluar las condiciones de un compañero de estudios. Pero respiró hondo y respondió:

—Es posible que tenga dificultades con los exámenes, pero ya es un consumado médico. Se mostró sereno y decidido durante el desastre, y tierno con los dolientes.

Ibn Sina pareció satisfecho.

—Ahora debes ir a la Casa del Paraíso a informar al sha Ala, que está ansioso por hablar sobre la presencia de un ejército de seljucíes en Shiraz —dijo.

El invierno agonizaba pero no estaba muerto, y hacia frío en el palacio

Las duras botas de Khuff resonaban en los pavimentos de piedra mientras Rob lo seguía por oscuros pasillos.

El sha estaba a solas ante una mesa de gran tamaño.

—Jesse ben Benjamin, Majestad.

El capitán de las Puertas se retiró mientras Rob hacia el
ravi zemin
.

—Puedes sentarte conmigo,
Dhimmi.
Debes ponerte el mantel sobre las piernas —le indicó el rey.

Para Rob fue una sorpresa agradable. La mesa estaba sobre una parrilla asentada en el suelo, a través de la cual subía el calor de los braseros. Sabía que no debía mirar demasiado tiempo ni muy directamente al monarca, pero ya había oído los cotilleos del mercado sobre la constante disipación del sha. Los ojos de Ala quemaban como los de un lobo, y las facciones chatas de su delgada cara de halcón colgaban flojas, sin duda como resultado de un consumo excesivo y permanente de vino.

Ante el sha había un tablero dividido en cuadrados alternos claros y oscuros, con figuras de hueso bellamente talladas. Al lado había copas y una jarra de vino. Ala sirvió para ambos y tragó su parte rápidamente.

—Bebe, bebe; me gustaría hacer de ti un judío alegre.

Los ojos enrojecidos eran exigentes.

—Solicito tu permiso para dejarlo. El vino no me hace feliz, Majestad. Me pone mohíno y violento, de modo que no puedo gozar del alcohol como algunos, que son más afortunados.

Sus palabras habían despertado la curiosidad del sha.

—En mi caso hace que me despierte todas las mañanas con un terrible dolor detrás de los ojos y temblor en las manos. Tú eres médico. ¿Cuál es el remedio?

Rob sonrió.

—Menos vino, Majestad, y más cabalgatas en el diáfano aire persa.

Los ojos astutos recorrieron su rostro en busca de un atisbo de insolencia, pero no lo encontraron.

—Entonces debes salir a cabalgar conmigo,
Dhimmi.

—Estoy a tu servicio, Majestad.

Ala hizo un ademán indicativo de que aquello era un acuerdo.

—Ahora hablemos de los seljucíes en Shiraz. Cuéntamelo todo.

Escuchó atentamente mientras Rob hablaba largo y tendido acerca de la fuerza que había invadido Anshan. Finalmente, asintió.

—Nuestro enemigo del noroeste nos rodeó e intentó establecerse al sudeste. Si hubiese conquistado y ocupado la totalidad de Anshan, Ispahán habría sido un bocado entre las afiladas fauces de los seljucíes. —Golpeó la mesa—. Bendito sea Alá por haberles enviado la plaga. Cuando vuelvan, estaremos preparados.

Acomodó el gran tablero a cuadros para que quedara entre ambos.

—¿Conoces este pasatiempo?

—No, Majestad.

—Es nuestro juego más antiguo. Si pierdes se dice que es
shahtreng
, la «angustia del rey». Pero en general se le conoce como juego del sha, porque se refiere a la guerra. —Sonrió, divertido—. Te enseñaré el juego del sha,
Dhimmi.

Entregó a Rob una de las figuras de elefantes y le dejó palpar su cremosa suavidad.

—Esta tallado de un colmillo de elefante. Como ves, los dos tenemos, en posición de servicio. A cada lado hay un elefante, que proyecta suaves sombras oscuras como el índigo alrededor del trono. Junto a los elefantes hay dos camellos montados por hombres de reflejos rápidos. Luego, dos caballos con sus jinetes, dispuestos a presentar batalla el día del combate. En cada extremo del frente de batalla vemos que un
rukh
o guerrero se lleva las manos ahuecadas a los labios y bebe la sangre de sus enemigos. Delante van los soldados de a pie, cuyo deber consiste en colaborar con los otros en la pelea. Si un soldado de a pie logra llegar al otro extremo del campo de batalla, se coloca a ese héroe junto al rey, como el general.

»El general valiente nunca se distancia más de un cuadrado de su rey durante la batalla. Los poderosos elefantes atraviesan tres cuadrados y observan todo el campo de batalla de dos millas de extensión. El camello se mueve por tres cuadrados bufando y pateando el suelo, así y así. Los caballos también atraviesan tres cuadrados, y al saltarlos uno de los cuadrados no se toca. Hacia todos los lados hacen estragos los vengadores
rukhs
, cruzando todo el campo de batalla. Cada pieza se mueve en su propia área y no hace ni más ni menos de lo que tiene asignado. Si alguien se aproxima al rey, grita: “Quitaos, oh sha”, y el rey debe retroceder de su cuadrado. Si entre los adversarios, el rey, el caballo, el
rukh
, el general, el elefante y el ejército, le bloquean el camino, el soberano debe mirar a su alrededor por los cuatro costados, con el entrecejo fruncido. Si ve su ejército derrotado, el camino cerrado por el agua y el foso, el enemigo a izquierda y derecha, adelante y atrás, morirá de agotamiento y sed, que es el destino ordenado por el firmamento rotatorio para quien pierde la guerra. —Se sirvió más vino, se lo echó al coleto y miró a Rob con la frente arrugada—. ¿Comprendes?

—Eso creo, Majestad —dijo Rob prudentemente.

—Entonces, empecemos.

Rob cometió errores, movió algunas piezas incorrectamente, y cada vez que lo hacia el sha Ala lo corregía con un gruñido. El juego no duró mucho, porque en breve las fuerzas de Rob fueron exterminadas y su rey quedó preso.

—Otra —dijo satisfecho Ala.

La segunda contienda concluyó casi tan rápidamente como la primera, pero Rob había comenzado a ver que el sha se anticipaba a sus movimientos porque había establecido emboscadas, y lo atraía hacia las trampas, como si estuvieran librando una verdadera guerra.

Concluida la segunda partida, Ala lo despidió con un ademán.

—Un jugador competente puede evitar la derrota durante días enteros —dijo—. Quien gana el juego del sha es apto para gobernar el mundo. Sin embargo, para ser la primera vez no lo has hecho mal. Para ti no es ninguna desgracia sufrir la
shahtreng
, por que a fin de cuentas solo eres un judío.

¡Qué satisfactorio estar otra vez en la casita del Yehuddiyyeh y volver a la ardua rutina del
maristan
y las aulas!

Rob experimentó el gran placer de que no volvieran a enviarlo a la cárcel como cirujano, y durante un tiempo hizo de aprendiz en la sala de fracturados, y junto con Mirdin, a las órdenes de
hakim
Jalal-ul-Din. Delgado y melancólico, Jalal parecía ser un jefe típico de la sociedad médica de Ispahán, respetado y próspero. Pero difería de la mayor parte de los médicos ispahaníes en varios aspectos importantes.

—¿De modo que tú eres Jesse, el cirujano barbero de quien he oído hablar? —preguntó cuando Rob se presentó ante él.

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