—¿Quién anda ahí?
—Wasif, amo.
Rob no conocía a ningún Wasif, pero creyó reconocer la voz. Empuñando el arma, abrió la puerta y vio que había acertado. Allí estaba el eunuco sujetando las riendas de un burro.
—¿Te ha enviado el
hakim
?
—No, amo. Me ha enviado ella. Quiere que vayas.
No supo qué responder. El eunuco sabía que no debía sonreír, pero en el fondo de sus ojos surgió un destello indicativo de que había notado el asombro del
Dhimmi.
—Espera —dijo Rob secamente y cerró la puerta.
Salió después de lavarse deprisa y, montado a pelo en su alazán, recorrió las calles oscuras detrás del esclavo, cuyos pies planos y torcidos dejaban huellas en el polvo mientras cabalgaba a horcajadas del pobre burro. Pasaron junto a casas silenciosas en las que la gente dormía, giraron por el sendero cuyo polvo profundo amortiguaba los ruidos de los cascos de los animales, y entraron en un campo que se extendía más allá del muro de la finca de Ibn Sina.
Por una entrada de la empalizada se acercaron a la puerta de la torre Sur, que abrió el eunuco, quien a continuación se inclinó y, con un ademán indicó a Rob que entrara solo.
Todo era igual a las fantasías que había vivido un centenar de noches tendido en su jergón y excitado. El oscuro pasillo de piedra era gemelo a la escalera de la torre Norte, y daba vueltas como las espirales de un nautilo; a llegar a lo alto, se encontró en un espacioso harén.
A la luz de la lámpara, Rob vio que ella lo aguardaba en un inmenso jergón con cojines: era una mujer persa que se había preparado para hacer el amor, con las manos, los pies y el sexo rojos de alheña y resbaladizos de aceite. Sus pechos eran decepcionantes, apenas más voluminosos que los de un muchacho.
Rob le quitó el velo.
Tenía el pelo negro, también tratado con aceite y echado rígidamente hacia atrás, contra su cráneo redondeado. Rob había imaginado los rasgos prohibidos de una reina de Saba o de una Cleopatra, y se sobresaltó al encontrar a una jovencita al acecho, de boca temblorosa que ahora se lamió nerviosa, con el chasquido de su lengua rosa. Era un rostro encantador, en forma de corazón, con la barbilla en punta y la nariz corta y recta. De la delgada ventanilla derecha colgaba un pequeño anillo de metal por donde apenas cabria su dedo meñique.
Rob llevaba mucho tiempo en aquel país: las facciones al descubierto lo excitaron más que su cuerpo afeitado.
—¿Por qué te llaman Despina la Fea?
—Lo ha decretado Ibn Sina, para desviar el mal de ojo —explicó mientras él se tumbaba a su lado.
A la mañana siguiente, Rob y Karim volvieron a estudiar el
Fiqh
, concretamente las leyes del matrimonio y el divorcio.
—¿Quién suscribe el acuerdo matrimonial?
—El marido redacta el contrato y se lo presenta a la esposa; allí él escribe el
mahr
, el monto de la dote.
—¿Cuántos testigos se necesitan?
—No sé. ¿Dos?
—Sí, dos. ¿Quién tiene más derechos en el harón, la segunda esposa o la cuarta?
—Todas las esposas tienen iguales derechos.
Pasaron a las leyes del divorcio y a sus causas: esterilidad, mal carácter, adulterio. Según la
Shari'a
, el castigo por adulterio era la lapidación, pero este método cayó en desuso dos siglos atrás. La adúltera de un hombre rico y poderoso podía ser ejecutada por decapitación en la cárcel del
kelonter
, pero las esposas adulteras de los pobres solían ser golpeadas con palmetas y luego se divorciaban o no, según los deseos del marido.
Karim tenía pocas dificultades con la
Shari'a
, pues había sido criado en un hogar devoto y conocía las leyes piadosas. Lo que lo abrumaba era el estudio del
Fiqh
. Había tantas leyes y sobre tantas cosas que estaba seguro de no poder recordarlas.
Rob reflexionó en ello.
—Si no recuerdas el texto exacto del
Fiqh
, debes pasar a la
Shari'a
o a la
Sunna
. Toda la ley se basa en los sermones y escritos de Mahoma. Por ende, si no logras recordar las leyes, ofrece una respuesta desde el punto de vista religioso o de la vida del Profeta y tal vez los dejes contentos. —Suspiró—. Vale la pena intentarlo. Y entre tanto, oraremos y memorizaremos tantas leyes del
Fiqh
como podamos.
A la tarde siguiente, en el hospital, siguió a al-Juzjani por las salas y se detuvo con los demás junto al jergón de Bilal, un niño flacucho con cara de ratita. A su lado estaba un campesino de ojos atontados y resignados.
—Estupor —dijo al-Juzjani—. Un ejemplo de que el cólico puede absorber el alma. ¿Qué edad tiene?
Acobardado pero halagado de que le dirigieran la palabra, el padre bajó la cabeza.
—Está en la novena temporada, Señor.
—¿Cuánto tiempo lleva enfermo?
—Dos semanas. Es la enfermedad del costado que mató a dos de sus tíos y a mi padre. Un dolor espantoso. Viene y se va, viene y se va. Pero hace tres días vino y no se fue.
El enfermero, que se dirigía servilmente a al-Juzjani y sin duda deseaba que terminaran con el niño y siguieran su camino, dijo que solo había sido alimentado con
sherbets
de jugos azucarados.
—Vomita o defeca inmediatamente cuanto traga —concluyó.
Al-Juzjani asintió.
—Examínalo, Jesse.
Rob bajó la manta. El chico tenía una herida bajo el mentón, pero estaba completamente cicatrizada y no tenía nada que ver con su dolencia. Le puso la palma de la mano en la mejilla, y Bilal intentó moverse pero no tuvo fuerzas. Rob le palmeo el hombro.
—Caliente.
Le pasó lentamente las yemas de los dedos por el cuerpo. Al llegar al estomago, el chico gritó.
—Tiene la barriga blanda a la izquierda y dura a la derecha.
—Alá trató de proteger el asiento de la enfermedad —dijo al-Juzjani.
Con la mayor delicadeza posible, Rob utilizó las yemas de los dedos para trazar la zona dolorida desde el ombligo y a través del lado derecho del abdomen, lamentando la tortura que producía cada vez que apretaba la barriga. Dio la vuelta a Bilal y vieron que el ano estaba rojo y tierno.
Rob volvió a taparlo con la manta, cogió sus pequeñas manos y oyó que el viejo Caballero Negro volvía a carcajearse de él.
—¿Morirá, Señor? —preguntó el padre, en tono pragmático.
—Sí —respondió.
Nadie sonrió ante su opinión. Desde que regresaran de Shiraz, Mirdin Karim habían relatado algunas cosas que a su vez fueron repetidas. Rob había notado que ahora nadie se reía de él cuando se atrevía a decir que alguien moriría.
—Elo Cornelio Celso ha descrito la enfermedad del costado, y todos deben leerlo —dijo al-Juzjani mientras pasaba al siguiente jergón.
Después de visitar al último paciente, Rob fue a la Casa de la Sabiduría y pidió al bibliotecario Yussuf-ul-Gamal que lo ayudara a encontrar lo que había escrito el romano sobre la enfermedad del costado. Se sintió fascinado al descubrir que Celso había abierto cadáveres para perfeccionar sus conocimientos. Sin embargo, no era mucho lo que se sabía sobre esa enfermedad concreta, que el autor describía como malos humores en el intestino grueso, cerca del ciego, acompañados por una violenta inflamación y dolor en el costado derecho.
Terminó de leer y fue otra vez a ver a Bilal. El padre ya no estaba. Un severo
mullah
rondaba al niño como un cuervo, entonando estrofas del Corán, mientras aquel tenía la vista fija en su vestimenta negra, con ojos desolados.
Rob movió un poco el jergón para que Bilal no viera al
mullah
. En una mesa baja, el enfermero había dejado tres granadas persas redondas como bolas, para que el chico las comiera por la noche. Rob las cogió y empezó a hacerlas girar de una en una, hasta que pasaban de mano en mano por encima de su cabeza. «Como en los viejos tiempos, Bilal.» Ahora Rob era un malabarista con poca práctica, pero, tratándose de tres objetos, no tuvo dificultades y, además, hizo diversos trucos con la fruta.
Los ojos del chico estaban tan redondos como los propios objetos voladores.
—¡Lo que necesitamos es acompañamiento musical!
No conocía ninguna canción persa, y quería encontrar algo vital. De su boca emergió la estridente canción de Barber sobre la muñeca.
Tus ojos me acariciaron una vez,
tus brazos me abrazan ahora...
Rodaremos juntos una y otra vez,
así que no hagas juramentos vanos.
No era una canción adecuada para que un niño muriera con ella en sus oídos, pero el
mullah
, que contemplaba incrédulo sus juegos de manos, proporcionó suficiente solemnidad y oración mientras Rob proporcionaba una pizca del goce de vivir. De todos modos, nadie podía entender aquellos versos, de modo que Rob no sería acusado de falta de respeto. Regaló a Bilal varios estribillos más, y luego vio como saltaba en una convulsión definitiva que arqueó su cuerpecillo. Sin dejar de cantar, Rob sintió el aleteo del pulso hasta que se esfumó en la nada en el cuello de Bilal.
Rob le cerró los ojos, limpió el moco que le colgaba de la nariz, enderezo el cuerpo y lo lavó. Le ató con un trapo las mandíbulas y, por último, lo peinó.
El
mullah
seguía con las piernas cruzadas, entonando el Corán. Sacaba chispas por los ojos: era capaz de rezar y odiar al mismo tiempo. Sin duda se quejaría de que el
Dhimmi
había cometido sacrilegio, pero Rob sabía que el informe omitiría que antes de morir Bilal había sonreído.
Cuatro noches de cada siete el eunuco Wasif iba a buscarlo, y Rob se quedaba en el harén de la torre hasta la madrugada.
Daban lecciones de lengua.
—Una polla.
Ella rió.
—No; eso es tu
lingam
, y esto, mi
yoni
.
Ella dijo que emparejaban bien.
—El hombre es lebrato, toro o caballo. Tú eres toro. La mujer es corza o yegua o elefanta. Yo soy corza. Eso es bueno. Sería difícil para un lebrato dar placer a una elefanta —explicó la joven seriamente.
Despina era la maestra y Rob el alumno, como si otra vez fuera niño y nunca hubiese hecho el amor. Ella hacia cosas que él había visto en las imágenes del libro comprado en la
maidan
, y otras que no aparecían allí. Le mostró el kshiraniraka, el abrazo de leche y agua. La posición de la mujer de Imdra. El congreso de bocas o auparishtaka.
Al principió Rob estaba intrigado y encantado, mientras hacían progresos en el Tiovivo, la Llamada a la Puerta o el Coito del Herrero. Se irritó cuando Despina quiso enseñarle los sonidos correctos que debía emitir al eyacular, la elección de sut o plat en sustitución del gemido.
—¿Nunca te relajas y follas, sencillamente? Esto es peor que memorizar el
Fiqh
.
—El resultado es mejor después que se aprende —dijo ella, ofendida.
Rob no se sintió agraviado por el reproche implícito en su voz. Además había decidido que le gustaban las mujeres que supieran moderarse.
—¿No es suficiente el anciano?
—Antes era más que suficiente. Su potencia era famosa. Era bebedor y mujeriego, y si estaba de humor hacia la víbora. Una víbora «femenina» —dijo ella, y los ojos se le llenaron de lágrimas al sonreír—. Pero hace dos años que no yace conmigo. Cuando ella enfermó, dejó de venir.
Despina le contó que toda su vida había pertenecido a Ibn Sina. Era hija de dos esclavos suyos, una india y un persa que fue su sirviente de confianza.
La madre había muerto cuando ella tenía seis años. El anciano se casó con ella a la muerte de su padre, cuando tenía doce, y nunca la había liberado.
Rob le tocó el anillo de la nariz, símbolo de su esclavitud.
—¿Por qué?
—Porque como su propiedad y su segunda esposa estoy doblemente protegida.
—¿Y si apareciera ahora? —dijo Rob, pensando en la única escalera existente.
—Wasif esta de guardia abajo y lo distraería. Además, mi marido no se mueve del jergón de Reza y no le suelta la mano.
Rob miró a Despina y movió la cabeza, sintiendo toda la culpa que había crecido en su interior sin darse cuenta. Le gustaba la pequeña y bonita muchacha de tez aceitunada, con sus diminutos pechos, su pancita de ciruela y su boca caliente. Le daba pena la vida que llevaba, una vida de prisionera en una cárcel cómoda. Sabía que la tradición islámica la mantenía encerrada en la casa y los jardines casi todo el tiempo. No le reprochaba nada, pero se había encariñado con el anciano descuidado en el vestir, de mente excepcional y nariz grandota. Se levantó y empezó a vestirse.
—Solo seré tu amigo.
Ella no era estúpida. Lo observo con interés.
—Has estado aquí casi todas las noches y te has hartado de mí. Si envío a Wasif a buscarte dentro de dos semanas, vendrás.
Rob le besó la nariz, encima del anillo.
Cabalgando lentamente en el caballo castaño bajo la luz de la luna, Rob se preguntó si no estaría haciendo el idiota.
Once noches más tarde, Wasif llamó a la puerta.
Despina había estado a punto de acertar: Rob se sintió profundamente tentado y estuvo a punto de correr a su lado. El antiguo Rob J. se habría precipitado a reafirmar una historia que por el resto de su vida podría repetir cuando los hombres empinaban el codo y fanfarroneaban: había visitado repetidamente a la joven esposa mientras el anciano marido permanecía en otra ala de la casa.
Rob meneó la cabeza.
—Dile que no puedo ir con ella nunca más.
A Wasif le brillaron los ojos bajo los grandes párpados teñidos de negro; sonrió despectivamente al tímido judío y se alejó a lomos del burro.
Reza la Piadosa murió tres mañanas después, mientras los muecines de la ciudad entonaban la primera oración, un momento adecuado para el fin de una vida religiosa.
En la madraza y en el
maristan
la gente comentaba que Ibn Sina había preparado el cadáver con sus propias manos, y hablaron del entierro sencillo, al que solo había permitido asistir a unos pocos
mullahs
.
Ibn Sina no se presentó en la escuela ni en el hospital. Nadie sabía donde estaba.
Una semana después de la muerte de Reza, Rob vio una noche a al-Juzjani bebiendo en la
maidan
central.
—Siéntate,
Dhimmi
—dijo al-Juzjani, y pidió más vino.
—
Hakim
, ¿cómo está el médico jefe?