El peor presagió del disgusto de Alá lo interpretaron los astrólogos reales, quienes informaron con inocultable agitación que en el plazo de dos meses habría una gran conjunción de los tres planetas superiores —Saturno, Júpiter y Marte— en el signo de Acuario. Se plantearon discrepancias en cuanto a la fecha exacta en que se produciría, pero no hubo divergencias con respecto a su gravedad. Hasta Ibn Sina escuchó seriamente la noticia pues sabia que Aristóteles había escrito sobre la amenaza inherente a la conjunción de Marte y Júpiter.
De modo que parecía predeterminado que Qandrasseh citara a Ibn Sina una brillante y terrible mañana, y le informara de que había estallado un brote de pestilencia en Shiraz, la ciudad más grande del territorio de Anshan.
—¿Qué pestilencia?
—La peste —respondió el imán.
Ibn Sina palideció, abrigando la esperanza de que el imán se equivocara porque la peste llevaba trescientos años ausente de Persia. Pero su mente abordó el problema directamente.
—Debe ordenarse a los soldados que intercepten de inmediato la Ruta de las Especias para hacer retroceder a todas las caravanas y viajeros que vienen del sur. Y debemos enviar una comisión médica a Anshan.
—No obtenemos muchos beneficios con los impuestos de Anshan —dijo el imán, pero Ibn Sina meneó la cabeza.
—Debemos contener la enfermedad en nuestro propio beneficio, pues la peste pasa rápidamente de un lado a otro.
Cuando entró en su casa, Ibn Sina ya había decidido que no podía enviar a un grupo de colegas, pues si la plaga llegaba a Ispahán, los médicos serían necesarios en su propio territorio. Seleccionaría, en cambio, a un médico y una partida de aprendices.
La emergencia debía aprovecharse para templar a los mejores y más fuertes, resolvió. Tras algunas consideraciones, Ibn Sina cogió pluma, tinta y papel, y escribió:
Hakim
Fadil ibn Parviz, jefe.
Suleiman-al-Gamal, aprendiz de tercer año.
Jesse ben Benjamin, aprendiz de primer año.
Mirdin Askari, aprendiz de segundo año.
La comisión también debía incluir a algunos candidatos más flojos, para darles una única oportunidad, enviada por Alá, de redimir sus antecedentes desfavorables y seguir estudiando hasta ser médicos. Con este fin, agregó a la lista los siguientes nombres:
Omar Nivahend, estudiante de tercer año.
Abbas Sefi, aprendiz de tercer año.
Ali Rashid, aprendiz de primer año.
Karim Harun, aprendiz de séptimo año.
Una vez reunidos los ocho jóvenes, el médico jefe les dijo que los enviaría a Anshan para combatir la peste, y ellos no pudieron mirarse a los ojos, en medio de una especie de malestar general.
—Cada uno debe llevar sus armas —advirtió Ibn Sina—, pues es imposible prever la actitud de la gente cuando hace erupción una plaga.
Alí Rashid exhaló un prolongado y estremecido suspiro. Tenía dieciséis años, mejillas redondeadas y ojos dulces. Experimentaba tanta nostalgia de su familia de Hamadhan, que lloraba día y noche y no podía aplicarse a los estudios.
Rob se obligó a concentrarse en lo que decía Ibn Sina.
...No podemos enseñaros a combatirla, porque nunca había hecho su aparición a lo largo de toda nuestra vida. Pero tenemos un libro compilado hace tres siglos por médicos que sobrevivieron a plagas en diferentes lugares. Os daremos ese libro. Sin duda contiene muchas teorías y remedios de escaso valor, pero también puede haber información eficaz. —Ibn Sina se hurgó la barba—. Ante la posibilidad de que la peste sea provocada por la contaminación atmosférica de efluvios pútridos, creo que debéis encender grandes fogatas de maderas aromáticas tanto cerca de los enfermos como de los sanos. Estos últimos deben lavarse con vino o vinagre y salpicar sus casas con vinagre, además de oler alcanfor y otras sustancias volátiles.
»Os ocuparéis de que los enfermos también sigan estas instrucciones. Vosotros deberíais sostener esponjas empapadas en vinagre junto a la nariz cuando os aproximéis a los afectados, y hervir el agua antes de beberla, con el propósito de clarificarla y separar las impurezas. Y os debéis hacer la manicura diariamente, porque el Corán dice que el diablo se esconde debajo de las uñas.
Ibn Sina carraspeó.
—Los que sobrevivan a esta plaga no deben regresar inmediatamente a Ispahán, para no trasladarla aquí. Iréis a una casa que se alza en la Piedra de Ibrahim, a un día de distancia al este de la ciudad de Nain, y tres días al este de nuestra ciudad. Allí descansareis un mes antes de volver. ¿Comprendido?
Todos asintieron.
—Sí, maestro —dijo con tono trémulo
hakim
Fadil ibn Parviz, hablando por todos desde su nueva categoría.
El joven Alí lloraba en silencio. El bello rostro de Karim Harun estaba ensombrecido de presagios. Por último, Mirdin Askari tomó la palabra:
—Mi mujer e hijos... Debo tomar disposiciones para cerciorarme de que estarán bien si...
Ibn Sina movió la cabeza afirmativamente.
—Aquellos de vosotros que tengáis responsabilidades, contáis con unas pocas horas para tomar esas disposiciones.
Rob no sabía que Mirdin estaba casado y tenía hijos. El aprendiz judío era reservado y autosuficiente, seguro de sí mismo en las aulas y en el
maristan.
Pero ahora sus labios estaban exangües y se movían en muda oración.
Rob J. estaba tan asustado como cualquiera de que lo enviaran en una misión de la que quizá no regresaría, pero se esforzó por ser valiente. «Al menos ya no tendré que hacer de medicucho en la cárcel», se dijo.
—Algo más —dijo Ibn Sina, contemplándolos con ojos paternales—. Debéis tomar nota pormenorizada de todo, para instruir a quienes deban afrontar la próxima plaga. Y debéis dejar esas notas donde puedan ser encontradas si algo os ocurre.
A la mañana siguiente, mientras el sol ensangrentaba las copas de los árboles, cruzaron el puente del Río de la Vida, cada uno montado en un buen caballo y conduciendo otro caballo de carga o una mula.
Al cabo de un rato, Rob sugirió a Fadil que convenía destacar a un hombre como explorador y a otro que cabalgara a cierta distancia del último, ocupando la retaguardia. El joven
hakim
fingió meditar y luego vociferó las órdenes.
Esa noche Fadil accedió de inmediato cuando Rob sugirió el mismo sistema de centinelas rotativos que se había impuesto en la caravana de Kerl Fritta.
Sentados en torno a un fuego de espinos, se mostraban alternativamente jocosos y sombríos.
—Sospecho que Galeno nunca fue tan sabio como cuando opinó sobre la mejor actitud de un médico durante una plaga —dijo Suleiman-al-Gamal con tono lúgubre—. Galeno dijo que el médico debe huir de la plaga para poder seguir curando, y eso es exactamente lo que hizo.
—Yo creo que el gran médico Rhazes lo expresa mejor —dijo Karim—:
Tres palabritas la plaga te lanza:
rápido, lejos y tarde, estés donde estés.
Empieza rápido, aléjate sin tardanza
y demora al máximo el camino del revés.
La carcajada sonó demasiado estrepitosa.
Suleiman fue el primer centinela. No tendrían que haberse sorprendido a la mañana siguiente, cuando despertaron y descubrieron que había desaparecido durante la noche llevándose sus caballos.
Pero los conmocionó y se extendió el pesimismo. Cuando acamparon la noche siguiente, Fadil nombró centinela a Mirdin Askari y fue una buena acción: los cuidó muy bien.
El centinela del tercer campamento fue Omar Nivahend, que emuló a Suleiman y huyó con sus caballos durante la noche.
Fadil convocó a sus compañeros en cuanto se descubrió la segunda deserción.
—No es pecado temerle a la peste, pues de lo contrario todos nosotros estaríamos eternamente condenados —dijo—. Tampoco, si estáis de acuerdo con Galeno y Rhazes, es pecado huir..., aunque me pongo de parte de Ibn Sina al pensar que un médico debe combatir la pestilencia y no poner pies en polvorosa.
»Lo que sí es pecado es dejar a los compañeros desprotegidos. Y peor aún llevarse a un animal cargado con elementos necesarios para los enfermos y moribundos. —Miró a uno tras otro a los ojos—. Así pues, si alguien desea abandonar, debe hacerlo ahora. Y prometo por mi honor que se le permitirá alejarse sin vergüenza ni recriminaciones.
Todas las respiraciones eran audibles. Nadie dio un paso al frente. Rob habló:
—Sí, a cualquiera debe permitírsele que se vaya. Pero si su partida nos deja sin centinela y desprotegidos, o si se lleva elementos necesarios para los pacientes a cuyo socorro acudimos, digo que debemos perseguir al desertor y matarlo.
Volvió a reinar el silencio.
Mirdin se pasó la lengua por los labios.
—De acuerdo —dijo.
—Sí —coincidió Fadil.
—Yo también estoy de acuerdo —dijo Abbas Sefi.
—Y yo —susurró Alio.
—¡Y yo! —exclamó Karim.
Todos y cada uno sabían que no era una promesa vacía, sino un solemne juramento.
Dos noches después le tocó a Rob hacer de centinela. Habían acampado en un desfiladero donde la luz de la luna convertía en monstruos acechantes las rocas. Fue una noche larga y solitaria, que le dio la oportunidad de pensar en cosas tristes que, en general, lograba apartar de su mente, y dedicó sus pensamientos a sus hermanos y a todos los demás que habían muerto. Meditó largamente en la mujer que había dejado escapar de sus manos.
De madrugada estaba de pie bajo una enorme roca, no lejos de los que dormían, cuando notó que uno de ellos estaba despierto, y tuvo la impresión de que hacia preparativos para marcharse.
Karim Harun se separó furtivamente del campamento, cuidándose de despertar a los que dormían. Algo más allá echó a correr senda abajo, y en breve quedó fuera del alcance de la vista. Karim no se había llevado provisiones ni había dejado desprotegida a la partida, y Rob no hizo ningún intento por detenerlo. Pero experimentó una amarga decepción, porque había empezado a simpatizar con el elegante y sardónico aprendiz que llevaba tantos años como estudiante de medicina.
Aproximadamente una hora más tarde desenvainó la espada, alertado por unas pisadas que avanzaban hacia él bajo la luz gris de la mañana. Ante sus ojos apareció Karim, que se detuvo delante de él y resolló al ver la hoja preparada; tenía el pecho palpitante, y la cara y la túnica húmedas de sudor.
—Te vi cuando te ibas. Creí que te habías largado corriendo.
—Es lo que hice —Karim se esforzaba por recuperar el aliento—. Me largué corriendo... y volví corriendo. Soy corredor —dijo y sonrió mientras Rob J. apartaba su espada.
Karim corría todas las mañanas y regresaba empapado en sudor. Abbas Sefi contaba chistes, cantaba canciones obscenas y era un imitador despiadado.
hakim
Fadil era luchador, y en los campamentos, de noche, los volteaba a todos, aunque tuvo algunas dificultades con Rob y Karim. Mirdin era el mejor cocinero de la partida y aceptó alegremente la tarea de preparar todas las comidas nocturnas. El joven Alí, por cuyas venas corría sangre beduina, era un jinete deslumbrante y nada le gustaba tanto como hacer de explorador, cabalgando adelantado con respecto a los demás; a los pocos días sus ojos brillaban de entusiasmo y no a causa de las lágrimas, y desplegaba una energía juvenil que le granjeó el cariño de todos.
El creciente compañerismo era grato, y la larga cabalgata habría sido gozosa si cuando acampaban y se detenían para descansar,
hakim
Fadil no le hubiese leído párrafos del
Libro de la Plaga
, que Ibn Sina le había confiado. El texto ofrecía cientos de sugerencias de diversas autoridades que afirmaban saber cómo combatir la plaga. Un tal Lamna del Cairo insistía en que un método infalible consistía en dar de beber al paciente su propia orina, recitando al mismo tiempo imprecaciones específicas a Alá (¡glorificado sea!). Al-Hajar de Bagdad sugería que se chupara una granada o ciruela astringente en tiempos de epidemia, e Ibn Mutillah de Jerusalén recomendaba vehementemente la ingestión de lentejas, guisantes indios, semillas de calabaza, arcilla roja. Había tantos consejos que en conjunto resultaban inútiles para la desconcertada misión médica. Ibn Sina había agregado un anexo, en el que enumeraba prácticas que le parecían razonables: encender fuego para crear un humo acre, lavar las paredes con agua de cal, salpicar vinagre y hacer beber zumos de fruta a las víctimas. En última instancia, acordaron seguir el régimen sugerido por su maestro y dejar de lado el resto de los consejos.
Durante una pausa en mitad del octavo día, Fadil leyó en voz alta un párrafo del libro que informaba que de cada cinco médicos que habían tratado la peste durante la epidemia del Cairo, cuatro habían muerto víctimas de la plaga. Una serena melancolía se apoderó de todos cuando volvieron a montar, como si les hubieran pronosticado que su destino estaba sellado.
A la mañana siguiente, llegaron a una pequeña aldea y se enteraron de que estaban en Nardiz, y por lo tanto en el distrito de Anshan.
Los aldeanos los trataron respetuosamente cuando
hakim
Fadil anunció que eran médicos de Ispahán, enviados por el sha Ala para tratar a los afectados por la plaga.
—Nosotros no padecemos la pestilencia,
hakim
—dijo agradecido el jefe de la aldea—, aunque nos han llegado rumores de muerte y sufrimiento en Shiraz.
Ahora viajaban expectantes, pero cruzaron aldea tras aldea y solo vieron gente sana. En un valle montañoso de Naksh-i-Rustam hallaron unos grandes sepulcros tallados en la roca: la necrópolis de cuatro generaciones de reyes persas. Allí, de cara a su valle barrido por los vientos, Darío el Grande, Jerjes, Artajerjes y Darío yacían desde hacia mil quinientos años. Durante ese tiempo, guerras, pestilencias y conquistadores llevaron y se esfumaron en la nada.
Mientras los cuatro musulmanes se detenían para recitar la segunda oración, Rob y Mirdin se pararon ante uno de los sepulcros, maravillados, mientras leían la inscripción:
YO SOY JERJES EL GRAN REY, REY DE REYES,
REY DE PAÍSES DE MUCHAS RAZAS,
REY DEL GRAN UNIVERSO, HIJO DE DARÍO EL REY,
EL AQUEMÉNIDA.
Pasaron cerca de unas grandes ruinas de columnas acanaladas y piedras dispersas. Karim contó a Rob que aquello había sido Persépolis, destruida por Alejandro Magno novecientos años antes del nacimiento del Profeta (¡que Dios lo bendiga y lo salude!). A corta distancia de los restos de la ciudad, llegaron a una granja. Todo se encontraba en silencio, salvo el balido de unas pocas ovejas que pastaban más allá de la Itasa; un sonido agradable que se transmitía limpiamente a través del aire iluminado por el sol.