—Creo que lo fue.
Mirdin asintió.
—Bien. He oído decir que tú eres un judío europeo. Ispahán te parecerá rara, pero casi todos somos de otros sitios.
Entre sus colegas aprendices, dijo, había catorce musulmanes de países del Califato oriental, siete musulmanes del Califato occidental y cinco judíos orientales.
—Entonces, ¿soy el sexto judío? Por lo que dijo Fadil ibn Pardiz, pensé que éramos más numerosos.
—¡Oh, Fadil! Un solo aprendiz de medicina judío sería demasiado para el gusto de Fadil. Él es ispahaní, y los nacidos aquí consideran que Persia es la única nación civilizada y el Islam, la única religión. Cuando los musulmanes intercambian insultos, se dicen «judíos o cristianos». Si están de buen humor, consideran el máximo alarde de ingenio llamarse
Dhimmi
mahometano.
Rob asintió, recordando que cuando el sha lo llamó «hebreo» todos habían reído.
—¿Y eso te enfada?
—Eso hace que mi mente y mi orgullo se esfuercen más, para poder sonreír cuando dejo muy atrás a los aprendices musulmanes en la madraza. —Miró con curiosidad a Rob—. Dicen que tú eres cirujano barbero. ¿Es verdad?
—Sí.
—Yo no hablaría de eso —advirtió cautamente Mirdin—. Los médicos persas opinan que los cirujanos barberos son...
—¿Menos que admirables?
—No son apreciados.
—Me da exactamente lo mismo. Yo no me disculpo por lo que soy.
Creyó notar un destello de aprobación en los ojos de Mirdin, pero si lo hubo desapareció en un instante.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Mirdin, inclinó la cabeza fríamente y abandonó el anfiteatro.
Una lección de teología islámica impartida por un gordo
mullah
que se llamaba Abul Bakr solo fue un poco mejor que la clase de filosofía. El Corán se dividía en ciento catorce capítulos llamados azoras. La longitud de las azoras variaba desde unas pocas líneas hasta varios centenares de versículos y Rob se enteró, con gran desaliento, de que no podría graduarse en la madraza hasta haber memorizado las azoras más importantes.
En la clase siguiente, a cargo de un cirujano maestro llamado Abu Ubayd al-Juzjani, éste le ordenó que leyera
Los diez tratados sobre el ojo
, de Hunayn. Al-Juzjani era menudo, moreno y temible, de mirada pertinaz y el talante de un oso que acaba de despertarse. La rápida acumulación de tareas asignadas estremeció a Rob, pero estaba interesado en la clase de al-Juzjani acerca de la opacidad que cubría los ojos de tanta gente y la privaba de la visión.
—Se cree que tal ceguera es provocada por un derrame de humor corrupto en el ojo —dijo al-Juzjani—. Por esta razón los médicos persas primitivos dieron a esa dolencia el nombre de razul-i-ab, o «descenso de agua», que se ha vulgarizado en cascada o catarata.
El cirujano agregó que la mayoría de las cataratas empezaban como un puntito en el cristalino, que apenas interfería la visión, pero que gradualmente se extendía hasta que todo el cristalino se volvía blanco lechoso y producía la ceguera.
Rob observó cómo extirpaba al-Juzjani las cataratas de un gato muerto.
Poco después sus ayudantes pasaron entre los aprendices distribuyendo cadáveres de animales para que repitieran el procedimiento en perros, gatos e incluso gallinas. A él le tocó un perro abigarrado de mirada fija, la expresión de un gruñido permanente, y sin patas delanteras. A Rob le temblaban las manos y no tenía idea de que debía hacer. Pero cobró valor al recordar cómo Merlin había librado a Edgar Thorpe de su ceguera porque le habían enseñado la operación en aquella misma escuela, quizá en la misma aula.
De súbito, al-Juzjani sé inclinó sobre él y observó de cerca el ojo de su perro muerto.
—Apoya la aguja en el punto en que tienes la intención de efectuar la extirpación, y haz una punción dijo con tono áspero—. Luego mueve la punta hacía el ángulo exterior del ojo, al mismo nivel y ligeramente por encima de la pupila. Eso hará que la catarata se hunda por debajo. Cuando operes el ojo derecho, debes sostener la aguja en la mano izquierda y proceder en sentido contrario.
Rob siguió las instrucciones, pensando en los hombres y mujeres que a lo largo de los años habían pasado tras su biombo de cirujano barbero con los ojos opacos y por quienes no había podido hacer nada.
«¡Al diablo con Aristóteles y el Corán! Para esto he venido a Persia.», se dijo, exultante.
Aquella tarde formaba parte del grupo de aprendices que seguían a al-Juzjani por el
maristan
como acólitos de un obispo. Al-Juzjani visitó pacientes, transmitió conocimientos, hizo comentarios e interrogó a los estudiantes mientras cambiaba vendajes y retiraba suturas. Rob vio que era un cirujano hábil y de variados conocimientos: ese día había en el hospital pacientes suyos que se recuperaban de operaciones de cataratas, de un brazo aplastado y amputado, de extirpación de bubas, de circuncisiones y del cierre de una herida en la cara de un chico, cuya mejilla había sido perforada por un palo puntiagudo.
Cuando al-Juzjani terminó la ronda, Rob volvió a recorrer el hospital, esta vez detrás del
hakim
Jalal-ul-Din, un médico cuyos pacientes llevaban complejos sistemas de retractores, empalmes, cuerdas y poleas que Rob contempló entusiasmado.
Había esperado nervioso que lo llamaran o interrogaran, pero ningún médico se dio por enterado de su existencia. Cuando Jalal terminó, Rob ayudó a los sirvientes a alimentar a los pacientes y a retirar lavazas.
Fue a buscar libros al salir del hospital. Había un gran número de ejemplares del Corán en la biblioteca de la madraza, y también encontró
Sobre el alma
. Pero le dijeron que el único ejemplar de
Los diez tratados sobre el ojo
de Hunayn había sido sacado por otro, y que media docena de estudiantes habían pedido el libro antes que él.
El guardián de la Casa de la Sabiduría era Yussuf-ul-Gamal, un amable calígrafo que pasaba el tiempo libre con la tinta y la pluma, haciendo copias de libros traídos de Bagdad.
—Has tardado demasiado. Transcurrirán algunas semanas hasta que puedas disponer de
Los diez tratados sobre el ojo
—dijo—. Cuando un profesor aconseja un libro tienes que venir a verme rápidamente, antes de que lleguen otros.
Rob asintió, preocupado. Llevó los dos libros a casa, deteniéndose únicamente en el mercado judío para comprarle una lámpara de aceite a una mujer de mandíbulas fuertes y ojos grises.
—¿Tú eres el europeo?
—Sí.
Ella sonrió de oreja a oreja.
—Somos vecinos. Yo soy Hinda, mujer de Tall Isak, y vivo tres casas al norte de la tuya. Debes visitarnos.
Rob le dio las gracias y sonrió, animado.
—Para ti, el precio más bajo. ¡Mi mejor precio para un judío que le arrancó un
calaat
a ese rey!
En la posada de Salman el Pequeño comió
pilah
, pero se incomodó cuando el posadero llevó a otros dos vecinos a que conocieran al judío que había conseguido el
calaat
. Eran jóvenes robustos, que oficiaban de picapedreros: Chofni y Shemuel b'nai Chivi, hijos de la viuda Nitka la Partera, que vivían en el extremo de su calle. Los hermanos le palmearon la espalda, le dieron la bienvenida y trataron de invitarlo a beber vino.
¡Háblanos del
calaat
, háblanos de Europa! —gritó Chofni.
La camaradería era tentadora, pero escapó a la soledad de su casa. Después de atender a los animales leyó a Aristóteles en el jardín y lo encontró difícil; no llegaba a comprenderlo, y estaba acobardado por su ignorancia.
Cuando cayó la oscuridad entró, encendió la lámpara y se dedicó al Corán. Las azoras parecían organizadas según su longitud, con los capítulos más largos al principio. Pero ¿cuales eran las azoras importantes que debía memorizar? No tenía la menor idea. Y había muchísimos pasajes introductorios: ¿eran importantes?
Estaba desesperado, y pensó que tenía que empezar por algún lado.
Gloria a Dios el Altísimo lleno de Gracia y Misericordia, Él creó Todo, incluido el Hombre
...
Leyó los párrafos repetidas veces, pero después de memorizar unos pocos versos, se le cerraron los párpados. Completamente vestido, cayó en un profundo sueño en el suelo iluminado por la lámpara, como quien intenta escapar a un desvelo doloroso y vejatorio.
Todas las mañanas, Rob era despertado por el sol naciente que se colaba a través de la estrecha ventana de su habitación, arrancando reflejos dorados a los tejados de las casas delirantemente inclinadas del Yehuddiyyeh. La gente salía a la calle al amanecer: los hombres para asistir a las oraciones matinales en las sinagogas, las mujeres, presurosas, para atender los puestos del mercado o hacer las compras temprano, con el fin de conseguir los mejores productos del día.
En la casa vecina, al norte, vivía el zapatero Yaakob ben Rashi, su esposa Naoma y su hija Lea. Al otro lado habitaba el panadero Micah Halevi, su mujer Yudit y tres hijas pequeñas. Rob llevaba pocos días en el Yehuddiyyeh cuando Micah envió a Yudit a su casa con objeto de entregarle un pan redondo y chato para el desayuno, recién salido del horno. Fuera donde fuese en el Yehuddiyyeh, todos tenían una palabra amable para el judío extranjero que había ganado el
calaat
.
Era menos popular en la madraza, donde los estudiantes musulmanes nunca lo llamaban por su nombre y se complacían en tildarlo de
Dhimmi
, y donde hasta sus compañeros judíos lo llamaban europeo.
Si bien su experiencia como cirujano barbero no era admirada, le fue útil en el
maristan
, donde en tres días resultó evidente que sabía vendar, sangrar y entablillar fracturas sencillas con la misma habilidad que un graduado. Lo aliviaron de la faena de juntar lavazas y le asignaron tareas más relacionadas con el cuidado de los enfermos, lo que volvió un poco más soportable su vida.
Cuando preguntó a Abul Bakr cuales eran las azoras importantes entre las ciento catorce del Corán, no logró una respuesta concreta.
—Todas son importantes —dijo el gordo
mullah
—. Algunas son más importantes a juicio de un estudioso, y otras a juicio de otro estudioso.
—Pero no podré graduarme a menos que haya memorizado las azoras importantes. Si no me dices cuales son, ¿cómo puedo saberlo?
—Ah —respondió el profesor de teología—. Tienes que estudiar el Corán y Alá (¡exaltado sea!) te las revelará.
Sentía el peso de Mahoma sobre sus espaldas, los ojos de Alá siempre puestos en él. En el último rincón de la escuela estaba, inevitablemente, el Islam. En todas las clases había un
mullah
para cerciorarse de que Alá (¡grande y poderoso sea!) no fuera profanado.
La primera clase de Rob con Ibn Sina fue una lección de anatomía en la que disecaron un enorme cerdo, prohibido a los musulmanes como alimento, pero permitido para su estudio.
—El cerdo es un sujeto anatómico especialmente apto, porque sus órganos internos son idénticos a los del hombre —dijo Ibn Sina mientras cortaba diestramente el pellejo.
El animal estaba lleno de tumores.
—Estos bultos de superficie lisa no causarán ningún daño, con toda probabilidad. Pero algunos han crecido con gran rapidez..., como éstos. —Ibn Sina inclinó la pesada res para que pudieran observarlos mejor—. Estos agrupamientos carnosos se han apiñado hasta semejar la cabeza de una coliflor, y los tumores en coliflor son mortales.
—¿Aparecen en los seres humanos? —preguntó Rob.
—No lo sabemos.
—¿No podemos buscarlos?
El mutismo fue general: los demás estudiantes enmudecieron, desdeñosos, ante el diablo extranjero e infiel, y los instructores adoptaron una actitud de alerta. El
mullah
que había sacrificado al cerdo levantó la cabeza de su libro de oraciones.
—Está escrito —contestó Ibn Sina con mucho cuidado— que los muertos se levantarán y serán saludados por el Profeta (¡que Dios lo bendiga y lo salude!) para volver a vivir. A la espera de ese día, sus cuerpos no deben estar mutilados.
Rob asintió. El
mullah
volvió a sus oraciones e Ibn Sina reanudó la lección.
Esa tarde estaba en el
maristan
el
hakim
Fadil Ibn Parviz, con el turbante rojo de médico, recibiendo las felicitaciones de los aprendices porque había aprobado el examen. Rob no tenía ningún motivo para simpatizar con Fadil, pero se alegró y se exaltó, porque el éxito de cualquier estudiante podía algún día ser el propio.
Fadil y al-Juzjani eran los médicos que ese día hacían las rondas, y Rob los siguió con otros cuatro aprendices: Abbas Sefi, Omar Nivahend, Suleiman-al-Gamal y Sabit ihn Qurra. En el último momento, Ibn Sina se unió a al-Juzjani y a Fadil, y Rob sintió el aumento general del nerviosismo, la leve excitación que siempre se producía en presencia del médico jefe.
En breve llegaron al recinto de los pacientes con tumores. En el jergón más próximo a la entrada yacía una figura inmóvil y con los ojos hundidos.
Hicieron un alto alejados del paciente.
—Jesse ben Benjamin, háblanos de este hombre —dijo al-Juzjani.
—Se llama Ismail Ghazali. No conoce su edad, pero dice que nació en Khur durante las grandes inundaciones de primavera. Me han dicho que eso ocurrió hace treinta y cuatro años.
Al-Juzjani asintió aprobadoramente.
—Tiene tumores en el cuello, debajo de los brazos y en la entrepierna, que le producen un terrible dolor. Su padre falleció de una enfermedad similar cuando Ismail Ghazali era pequeño. Le atormenta orinar. Sus aguas son de color amarillo oscuro, con matices semejantes a pequeñas hebras rojas. No puede comer más de una o dos cucharadas de gachas sin vomitar, de modo que se le administra una alimentación ligera tan a menudo como la tolera.