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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (55 page)

BOOK: El médico
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Rob siguió observando todo respetuosamente, pero en su interior se alejó de la corte y empezó a repasar sus lecciones en silencio. Los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire; las cualidades reconocidas por el tacto: frío, calor, sequedad y humedad; los temperamentos: sanguíneo, flemático, colérico y saturnino; las facultades: natural, animal y vital.

Imaginó las distintas partes del ojo tal como las había enumerado Hunayn, nombró siete hierbas y medicamentos recomendados para los escalofríos y dieciocho para las fiebres, e incluso recitó varias veces las nueve primeras estrofas de la tercera azora del Corán, titulada «La familia de Imran».

Se estaba complaciendo con estos pensamientos cuando fue interrumpido, pues vio a Khuff enzarzado en un tenso intercambio de palabras con un imperioso anciano de pelo cano que cabalgaba un semental castaño muy nervioso.

—¡Me presentan en último lugar porque represento a los turcos seljucíes! ¡Esto es un desaire deliberado a mi pueblo!

—Alguien tiene que ser último, Hadad Khan, y hoy le ha tocado a Vuestra Excelencia —replicó serenamente el capitán de las Puertas.

Enfurecido, el embajador intentó adelantar a Khuff con su caballo y llegar cabalgando al trono. El viejo militar canoso fingió que el culpable era el corcel y no el jinete.

—¡Eh!—grito Khuff, que aferró la brida y golpeó repetida y bruscamente el hocico del animal con su porra, haciéndolo retroceder y gemir.

Los soldados controlaron al alazán mientras Khuff ayudaba a desmontar a Hadad Khan con manos no del todo suaves, y lo acompañaba al trono.

El seljucí hizo el
ravi zemin
a la ligera, y con voz temblorosa transmitió los saludos de su jefe, Toghrul-Beg, sin presentar ningún regalo.

El sha Ala no le dirigió la palabra; lo despidió con ademán frió y así acabo la recepción.

Rob pensó que, con excepción del embajador seljucí y el episodio del león, todo había sido muy aburrido.

Le habría gustado mejorar la casita del Yehuddiyyeh. El trabajo no le habría llevado más de unos días, pero una hora se había convertido en un bien precioso, y los alfeizares quedaron sin reparar, las paredes agrietadas sin enlucir, los albaricoqueros sin podar y el jardín se llenó de hierbajos.

Compró a Hinda, la vendedora del mercado judío, tres
mezuzot
, los pequeños tubitos de madera que contenían minúsculos pergaminos arrollados con fragmentos de la Escritura. Formaban parte de su disfraz. Los fijó en la jamba derecha de cada una de sus puertas, a no menos de un palmo de la parte superior, tal como recordaba que estaban colocados los
mezuzot
en las casas judías de Tryavna.

Explicó lo que necesitaba a un carpintero indio, e hizo dibujos en la tierra. Sin la menor dificultad, el hombre le construyó una mesa de olivo bastamente cortada y una silla de pino al estilo europeo. También compró algunos utensilios de cocina a un calderero. Por lo demás, le preocupaba tan poco la casa, que podría haber vivido en una cueva.

Se acercaba el invierno. Las tardes seguían siendo calurosas, pero el aire nocturno que se filtraba por las ventanas era fresco, anunciando el cambio de clima. Encontró unas cuantas pieles de carnero baratas en el mercado armenio y comenzó a dormir envuelto en ellas, agradecido.

Un viernes por la noche, su vecino, el zapatero Yaakob ben Rashi, lo convenció para que fuera a su casa a compartir la comida del sábado. La casa era modesta pero cómoda, y al principio Rob disfrutó de la hospitalidad. Naoma, la mujer de Yaakob, se cubrió la cara y pronunció la bendición de las velas. La rolliza hija, Lea, sirvió una buena comida compuesta por pescado de río, gallina guisada,
pilah
y vino. Lea mantenía la vista pudorosamente baja, pero en varias ocasiones sonrió a Rob. Estaba en edad de casarse, y dos veces, durante la cena, su padre hizo algunas insinuaciones prudentes acerca de una dote considerable. La decepción fue general cuando Rob les dio las gracias y se marchó temprano, para retornar a sus libros.

En la vida de Rob se estableció una pauta. La observancia religiosa cotidiana era obligatoria para los estudiantes de la madraza, pero se permitía a los judíos asistir a sus propios servicios, de modo que todas las mañanas iba a la sinagoga Casa de Paz. El hebreo de las oraciones
shaharit
ya le resultaba familiar, pero muchas seguían siendo intraducibles, como silabas sin sentido; no obstante, el balanceo y el cántico eran una forma serena de empezar el día.

Las mañanas estaban ocupadas por las clases de filosofía y de religión, a las que asistía con porfiada determinación, y por una serie de cursos médicos.

Mejoraban sus conocimientos de la lengua persa, pero a veces, durante una clase, no tenía más remedio que preguntar el significado de una palabra o de una expresión. Algunas veces otros estudiantes se la explicaban, pero a menudo nadie le contestaba.

Una mañana, el maestro de filosofía, Sayyid Sadi, mencionó los
gashtagh-daftaran
.

Rob se inclinó hacia Abbas Sefi, que estaba sentado a su lado.

—¿Qué quiere decir
gashtagh-daftaran
?

Pero el rechoncho aprendiz de médico se limitó a dedicarle una mirada de enfado y meneó la cabeza.

Rob sintió que le tocaban la espalda. Se volvió y vio a Karim Harun en la grada de piedra superior. Karim sonrió.

—Una orden de antiguos escribas —le susurró—. Transcribieron la historia de la astrología y la ciencia persa primitiva.

El asiento de su lado estaba desocupado y lo señaló. Rob se trasladó a él. A partir de ese día, cuando llegaba a una clase miraba a su alrededor, y si estaba Karim se sentaban juntos.

La mejor hora del día era la tarde, cuando trabajaba en el
maristan
. Y resultó mejor aun cuando llevaba tres meses en la escuela y le correspondió examinar a los nuevos pacientes. El proceso de admisión lo asombró por su complejidad. Al-Juzjani le enseñó cómo se hacía.

—Escucha bien, porque esta es una tarea importante.

—Sí,
hakim
.

Había aprendido a prestar mucha atención a al-Juzjani, porque a los pocos días de llegar supo que, junto con Ibn Sina, al-Juzjani era el mejor médico del
maristan
. Varios condiscípulos le habían contado que al-Juzjani había sido ayudante y segundo de Ibn Sina prácticamente durante toda su vida, pero al-Juzjani hablaba con autoridad propia.

—Debes tomar nota de la historia detallada del paciente, y a la primera oportunidad revisarla en todos sus pormenores con un médico.

Se preguntaba a cada enfermo sobre su ocupación, hábitos, exposición a enfermedades contagiosas, dolencias del pecho, el estómago y las vías urinarias. Se lo desnudaba por completo y se le sometía a un examen médico, que incluía una adecuada inspección del esputo, el vómito, la orina y las heces así como una evaluación del pulso y un intento por determinar fiebre según la temperatura de la piel.

Al-Juzjani le enseñó a pasar las manos sobre ambos brazos del paciente al mismo tiempo, luego sobre las dos piernas y después a cada costado de su cuerpo, porque cualquier defecto, hinchazón u otra irregularidad quedaría de manifiesto, pues al tacto se diferenciaría del miembro o costado sano.

También le indicó cómo se tocaba el cuerpo del paciente con golpes definidos y breves de las yemas de los dedos, con la intención de descubrir su mal oyendo algún sonido anormal. Casi todo ello era nuevo y extraño para Rob, pero no tardó en familiarizarse con la rutina, y le resultó fácil porque había trabajado muchos años con pacientes.

Los momentos difíciles comenzaban al atardecer, tras la llegada a su casa en el Yehuddiyyeh, porque entonces se iniciaba la batalla entre la necesidad de estudiar y la necesidad de dormir. Aristóteles resultó ser un viejo sabio griego, y Rob descubrió que si un tema resultaba cautivante, el estudio dejaba de ser una tarea pesada para transformarse en placer. Fue un descubrimiento trascendental, quizá lo único que le permitía trabajar tan obstinadamente como fuera necesario, pues Sayyid Sadi le encargó en seguida las lecturas de Platón y Heráclito. Al-Juzjani, con tanta indiferencia como si le pidiera que agregara un leño al fuego, le mandó que leyera los doce libros que abordaban la medicina en la
Historia Naturalis
de Plinio, «como preparación para leer todo Galeno el año que viene».

Y constantemente debía memorizar el Corán. Cuánto más guardaba en su memoria, más resentido se volvía. El Corán era la compilación oficial de las predicas del Profeta, y el mensaje de Mahoma había sido esencialmente el mismo durante una infinidad de años. El libro era repetitivo y estaba plagado de calumnias contra judíos y cristianos.

Pero perseveró. Vendió el burro y la mula para no emplear un minuto atendiéndolos y alimentándolos. Comía deprisa y sin placer; la frivolidad no tenía lugar en su vida.

Todas las noches leía hasta que no podía más y aprendió a poner cantidades ínfimas de aceite en sus lámparas, a fin de que se consumieran después de que su cabeza se hundiera entre sus brazos y él se durmiera sobre los libros. Ahora entendía por qué Dios le había dado un cuerpo grande y fuerte y buena vista, pues se exigía hasta el límite de su resistencia en su intento de formarse como erudito.

Una noche, consciente de que ya no podía estudiar más y debía evadirse, huyó de la casita del Yehuddiyyeh y se sumergió en la vida nocturna de las
maidans
.

Se había acostumbrado a las grandes plazas tal como se veían de día: espacios abiertos castigados por el sol, con pocos paseantes y algún hombre dormido hecho un ovillo en un fragmento de sombra. Descubrió que de noche las plazas rebosaban de gente y de vida, con bulliciosas celebraciones en las que se apiñaban los hombres del pueblo llano persa.

Todos parecían hablar y reír al mismo tiempo, produciendo un clamor más estruendoso que varias ferias de Glastonbury juntas. Un grupo de malabaristas cantores usaban cinco pelotas para sus juegos; eran divertidos y hábiles, y sintió la tentación de sumarse a ellos. Unos luchadores musculosos, con sus pesados cuerpos untados con grasa animal para dificultar que sus oponentes hicieran presa en ellos, se esforzaban mientras los mirones gritaban consejos y cruzaban apuestas. Los titiriteros representaron una obra de color subido, los acróbatas dieron saltos mortales, y vendedores de comidas y mercancías diversas competían entre sí para atraer a los compradores.

Rob interrumpió sus pasos en un puesto de libros iluminado por antorchas, donde el primer volumen que hojeó era una colección de dibujos. Cada uno de estos mostraba al mismo hombre con la misma mujer, astutamente representados en una variedad de posturas amorosas que nunca había visto ni con la imaginación.

—Las sesenta y cuatro en imágenes, maestro —dijo el librero.

Rob no tenía la menor idea de qué eran las sesenta y cuatro. Sabía que iba contra la ley islámica vender o poseer dibujos de formas humanas, porque el Corán decía que Alá (¡exaltado sea!) era el solo y único creador de vida. Pero el libro lo fascinó y lo compró.

Después entró en una especie de fonda, donde la atmósfera estaba cargada de cháchara y pidió vino.

—Nada de vino. Esto es una
chai-khana
, una casa de té —dijo el afeminado camarero—. Puedes tomar
chai
o
sherbet
, o agua de rosas hervida con cardamomo.

—¿Qué es
chai
?

—Una bebida excelente. Viene de la India, creo. O tal vez nos llega por la Ruta de la Seda.

Rob pidió
chai
y un plato con caramelos.

—Tenemos un lugar íntimo. ¿Quieres un muchacho?

—No.

La bebida estaba muy caliente, era de color ámbar y con un sabor que le hizo arrugar los labios; Rob no supo decidir si le gustaba o no, pero los caramelos eran buenísimos. Desde las galerías altas de las arcadas cerca de la
maidan
, llegaba una resonante melodía, y cuando miró al otro lado de la plaza vio que la música era interpretada en unas trompetas de cobre reluciente, de más de dos varas y media de longitud. Permaneció en la chakhana tenuemente iluminada, observando a la multitud y bebiendo un
chai
tras otro, hasta que un cuentero entretuvo a los parroquianos con una anécdota de Jamshid, cuarto de los reyes héroes. La mitología no atraía a Rob más que la pederastia, así que pagó al camarero y se abrió paso entre la muchedumbre, hasta llegar al extremo de la
maidan
. Se quedó un rato observando los coches tirados por mulas que daban vueltas a la plaza lentamente, porque otros estudiantes se los habían mencionado.

Finalmente, contrató un coche bien cuidado, con una lila pintada en la portezuela.

En el interior reinaba la oscuridad. La mujer esperó a que las mulas tiraran del carro para moverse.

Poco después, Rob la vio lo bastante bien como para saber que el cuerpo entrado en carnes tenía edad suficiente para ser su madre.

Durante el acto, la mujer le gustó, porque era una prostituta que no pretendía engañar a nadie; así pues, no simuló pasión ni fingió goce: se limitó a complacerlo suavemente y con habilidad.

Después la mujer tiró de un cordón, lo que significaba que habían terminado, y el alcahuete del pescante refrenó las mulas.

—Llévame al Yehuddiyyeh —gritó Rob—. Te pagaré el tiempo de ella.

Viajaron en amable compañía en el coche que se balanceaba de un lado a otro.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Rob a la mujer.

—Lorna.

Bien entrenada, no le pregunto a él su nombre.

—Yo soy Jesse ben Benjamin.

—Estás bien hecho,
Dhimmi
—comentó ella tímidamente y le tocó los músculos apretados de sus hombros—. ¿Por qué son como nudos de cuerda? ¿Qué temes, encontrarte con un joven robusto como tú?

—Temo ser un buey cuando tengo que ser un zorro —dijo Rob, sonriente en la oscuridad.

—Por lo que he visto, de buey no tienes nada —dijo la mujer secamente—. ¿Cuál es tu ocupación?

—Estudio en el
maristan
porque quiero ser médico.

—Ah. Como el Jefe de Príncipes. Mi prima ha sido cocinera de su primera esposa desde que Ibn Sina esta en Ispahán.

—¿Sabes cómo se llama su hija? —preguntó Rob segundos después.

—No tiene ninguna hija. Ibn Sina carece de prole. A sus dos esposas, Reza la Piadosa, que es vieja y achacosa, y Despina la Fea, que es joven y hermosa, Alá exaltado sea! no las ha bendecido con descendencia.

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