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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (49 page)

BOOK: El médico
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—Ha sido un error tuyo, Rumi. Te dije que cambiaras los vendajes de Kuru Yezidi, no los de Eswed Omar. Ustad Juzjani hizo personalmente el abatimiento de cataratas de Eswed Omar y me ordenó que me ocupara de que su vendaje no fuera movido de su sitio en cinco días. Te transmití la orden y no la obedeciste, enfermero de mierda. En consecuencia, si Eswed Omar no llega a ver con absoluta claridad y las iras de al-Juzjani caen sobre mí, abriré las carnes de tu gordo culo como si fueras un cordero asado.

Vio a Rob de pie, transfigurado, y lo miró echando chispas por los ojos.

—¿Qué es lo que quieres tú?

—Hablar con Ibn Sina para ingresar en la escuela de médicos.

—Vaya. ¿Te espera el Príncipe de los Médicos?

—No.

—Entonces debes ir al segundo piso del edificio de al lado para ver al
hadji
Davout Hosein, vicerrector de la escuela. El rector es Rotun bin Nasr primo lejano del sha y general del ejército, que acepta el honor y nunca aparece por la escuela. El
hadji
Davout Hosein administra y a él debes presentarte.—El estudiante llamado Karim Harun se volvió hacía el enfermero, ceñudo—. ¿Crees que ahora podrías cambiar los vendajes de Kuru Yezidi, oh verde objeto sobre la pezuña de un camello?

Al menos algunos estudiantes de medicina vivían en la Gran Teta, porque el sombreado pasillo del primer piso estaba bordeado de reducidas celdas. A través de una puerta abierta cerca del rellano, Rob vio a dos hombres que parecían estar cortando un perro amarillo que yacía en la mesa, probablemente muerto.

En el segundo piso preguntó a un hombre de turbante verde donde debía ir para ver al
hadji
, y finalmente alguien lo acompañó al despacho de Davout Hosein.

El vicerrector era un hombre bajo y delgado que no llegaba a viejo, y se daba aires de importancia. Llevaba una túnica de buen paño gris y el turbante blanco de quien ha llegado a La Meca. Tenía ojillos oscuros y un marcado
zabiba
en su frente daba testimonio del fervor de su piedad.

Tras intercambiar los
salaams
escuchó la solicitud de Rob y lo estudió minuciosamente.

—¿Has dicho que vienes de Inglaterra? ¿En Europa? ¿En que parte de Europa esta Inglaterra?

—El norte.

—¡El norte de Europa! ¿cuánto tiempo te llevó llegar hasta nosotros?

—Menos de dos años,
hadji
.

—¡Dos años! Extraordinario. ¿Tu padre es médico, graduado en nuestra escuela?

—¿Mi padre? No,
hadji
.

—Hmmm. ¿Un tío, quizá?

—No. Seré el primer médico de mi familia.

Hosein arrugó el entrecejo.

—Aquí tenemos estudiantes que descienden de una larga estirpe de médicos. ¿Tienes cartas de presentación,
Dhimmi
?

—No, maestro Hosein. —Rob sentía que el pánico crecía en su interior—. Soy cirujano barbero y he adquirido cierta practica...

—¿Ninguna referencia de alguno de nuestros distinguidos graduados? —preguntó Hosein, atónito.

—No.

—No aceptamos formar a persona alguna que se presente por su cuenta.

—No se trata de un capricho pasajero. He recorrido una distancia terrible movido por mi determinación de estudiar medicina. He aprendido vuestra lengua.

—Malamente, permíteme que lo diga. —El
hadji
lo observó con desdén—. Nosotros no nos limitamos a preparar médicos. No producimos mercachifles; formamos hombres cultos. Nuestros alumnos aprenden teología, filosofía, matemática, física, astrología y jurisprudencia además de medicina; después de graduarse como científicos e intelectuales completos, pueden elegir su carrera en la enseñanza, la medicina o el derecho.

Rob esperó, sintiendo que el alma se le caía a los pies.

—Estoy seguro de que lo comprenderás. Es absolutamente imposible.

Comprendía que había hecho un viaje de casi dos años.

Comprendía que le había vuelto la espalda a Mary Cullen.

Sudando bajo el sol abrasador, aterido en las nieves glaciales, azotado por la lluvia y las tormentas. A través de desiertos salados y montes traicioneros. Afanándose como una hormiga, montaña tras montaña.

—No me iré de aquí sin hablar con Ibn Sina —dijo con voz firme.

El
hadji
Devout Hosein abrió la boca, pero vio en los ojos de Rob algo que lo llevó a cerrarla. Empalideció y asintió deprisa.

—Por favor, espera aquí —dijo, y salió de su despacho.

Rob permaneció a solas.

Al cabo de un rato aparecieron cuatro soldados. Ninguno era tan alto como él, pero si musculosos. Portaban porras cortas y pesadas, de madera.

Uno tenía la cara picada de viruela y golpeaba constantemente la porra contra la palma carnosa de su mano izquierda.

—¿Cómo te llamas, judío?—pregunto el de las picaduras, no descortésmente.

—Soy Jesse ben Benjamin.

—Un extranjero, un europeo, según dijo el
hadji
.

—Sí, de Inglaterra. Un lugar que se encuentra a gran distancia.

El soldado asintió.

—¿No te negaste a marcharte a solicitud del
hadji
?

—Es verdad, pero...

—Ahora debes irte, judío, con nosotros.

—No me iré de aquí sin hablar con Ibn Sina.

El portavoz balanceó la porra.

«La nariz no», pensó Rob, angustiado.

Pero de inmediato empezó a manar sangre; los cuatro sabían dónde y cómo usar los palos con economía y eficacia. Lo rodearon de manera tal que no pudiera mover los brazos.

—¡Mierda! —gritó en inglés.

No podían haberlo entendido, pero el tono era inconfundible y aporrearon más fuerte. Uno de los golpes le dio encima de la sien, y de pronto se sintió mareado y nauseabundo. Procuró, como mínimo, vomitar en el despacho del
hadji
, pero el dolor era espantoso.

Conocían muy bien su trabajo. En cuanto dejó de ser una amenaza, abandonaron las porras a fin de golpearlo hábilmente a puñetazos.

Lo hicieron salir caminando de la escuela, cada uno sustentándolo de una axila. Tenían cuatro alazanes atados afuera y montaron mientras él se tambaleaba entre dos de las bestias. Cada vez que se caía, lo que ocurrió tres veces, alguno desmontaba y le pateaba las costillas hasta que se ponía en pie.

El camino le pareció largo, pero apenas fueron más allá de los terrenos de la madraza, hasta una pequeña construcción de ladrillos, destartalada y muy fea, que formaba parte de la ramificación más baja del sistema judicial islámico, como después se enteraría. Dentro solo había una mesa de madera, detrás de la cual estaba sentado un hombre con expresión hostil, pelo espeso y barba poblada, que vestía la túnica negra correspondiente a su cargo, semejante al caftán de Rob. Estaba cortando un melón.

Los cuatro soldados llevaron a Rob ante la mesa y permanecieron respetuosamente firmes mientras el juez empleaba una uña sucia para retirar las semillas del melón y echarlas en un cuenco de barro. A renglón seguido, cortó la fruta y la comió lentamente. Cuando no quedaba nada, se secó primero las manos y después el cuchillo en la túnica, se volvió hacía La Meca y dio gracias a Alá por el alimento.

Cuando terminó de orar, suspiró y miró a los soldados.

—Un loco judío europeo que perturbó la tranquilidad pública,
mufti
—dijo el soldado picado de viruela—. Denunciado por el
hadji
Davout Hosein, al que amenazó con actos de violencia.

El
mufti
asintió y extrajo un trozo de melón de entre sus dientes con una uña. Miró a Rob.

—No eres musulmán y has sido acusado por un musulmán. No se acepta la palabra de un descreído contra la de un fiel. ¿Tienes algún musulmán que pueda hablar en tu defensa?

Rob intentó hablar, pero no logró emitir ningún sonido; se le doblaron las rodillas por el esfuerzo. Los soldados lo incorporaron por la fuerza.

—¿Por qué te comportas como un perro? Ah, claro. Al fin y al cabo, se trata de un infiel que desconoce nuestras costumbres. Por ende, debemos ser misericordiosos. Entregadlo para que permanezca en el
carcan
a discreción del
kelonter
—dijo el
mufti
a los soldados.

La experiencia sirvió para añadir dos palabras al vocabulario persa de Rob, en las que reflexionó mientras los soldados lo sacaban casi a rastras del tribunal y volvían a conducirlo entre sus cabalgaduras. Acertó correctamente una de las definiciones; aunque entonces no lo sabía, el
kelonter
, que supuso era una especie de carcelero, era el preboste de la ciudad.

Al llegar a una cárcel enorme y lúgubre, Rob pensó que
carcan
significaba, seguramente, prisión. Una vez dentro, el soldado picado de viruela se lo entregó a dos guardias, que lo llevaron por inhóspitas mazmorras de fétida humedad, pero finalmente salieron de la oscuridad sin ventanas para entrar en la brillantez abierta de un patio inferior, donde dos largas filas de cepos estaban ocupadas por desechos humanos quejosos o inconscientes. Los guardias lo llevaron a paso de marcha junto a la fila, hasta que llegaron a un cepo vacío, que uno de ellos abrió.

—Mete la cabeza y el brazo derecho en el
carcan
—le ordenó.

El instinto y el miedo hicieron retroceder a Rob, pero técnicamente los guardias tuvieron razón al interpretarlo como resistencia.

Lo golpearon hasta que cayó, momento en que comenzaron a patearlo, como habían hecho los soldados. Lo único que pudo hacer Rob fue enroscarse en un ovillo para esconder la ingle, y levantar los brazos para proteger la cabeza.

Cuando terminaron de vapulearlo, lo empujaron y lo manejaron como a un saco de granos, hasta que su cuello y su brazo derecho quedaron en posición. Después cerraron de golpe la pesada mitad superior del
carcan
y la clavaron antes de abandonarlo, más inconsciente que consciente, desesperanzado e indefenso bajo un sol atroz.

38
EL CALAAT

Eran unos cepos peculiares, por cierto, hechos a partir de un rectángulo y dos cuadrados de madera sujetos en un triángulo, cuyo centro cogía la cabeza de Rob de manera tal que su cuerpo agachado quedaba semisuspendido. Su mano derecha, la de comer, había sido colocada sobre el extremo de la pieza más larga, y habían fijado un puño de madera alrededor de su muñeca, pues durante su estancia en el
carcan
los prisioneros no comían. La mano izquierda, la de limpiar, estaba suelta, porque el
kelonter
era un hombre civilizado.

A intervalos recobraba la conciencia y fijaba la vista en la larga fila doble de cepos, cada uno con su inquilino. En su línea de visión, en el otro extremo del patio, había un gran bloque de madera.

En un momento dado, soñó con gentes y demonios de túnicas negras.

Un hombre se arrodilló y apoyó la mano derecha en el bloque; uno de los demonios balanceó una espada más grande y pesada que las inglesas, y la mano se separó de la muñeca, mientras las otras figuras con túnica rezaban.

El mismo sueño una y otra vez bajo el sol ardiente. Y después algo diferente. Un hombre arrodillado, con la nuca sobre el bloque y los ojos desorbitados hacía el cielo. Rob tenía miedo de que lo decapitaran, pero solo le cortaron la lengua.

Cuando volvió a abrir los ojos Rob no vio gente ni demonios; en el suelo y sobre el bloque había manchas frescas, de esas que no dejan los sueños.

Le dolía respirar. Había recibido la paliza más cruel de su vida y no sabía si tenía algún hueso roto.

Colgado del
carcan
, lloró débilmente, tratando de que no lo oyeran, y con la esperanza de que nadie lo viera.

Finalmente, decidió aliviar su suplicio hablando con los vecinos, a los que solo podía ver girando la cabeza. Fue un esfuerzo que aprendió a no hacer con indiferencia, porque la piel de su cuello pronto quedó en carne viva por el roce de la madera que lo ceñía. A su izquierda había un hombre al que habían apaleado hasta que perdió el conocimiento, y no se movía; el joven de su derecha lo estudió con curiosidad, pero era sordomudo, increíblemente estúpido, o incapaz de extraer el menor sentido de su persa chapurreado. Horas más tarde, un guardia notó que el hombre de su izquierda estaba muerto. Se lo llevaron y otro ocupó su lugar. A mediodía Rob sintió que la lengua le raspaba y parecía llenarle toda la boca. No sentía urgencia por orinar ni vaciar el intestino, pues todas sus pérdidas habían sido tiempo ha absorbidas por el sol. En algunos momentos creía estar otra vez en el desierto, y en los instantes de lucidez recordaba demasiado vívidamente la descripción que había hecho Lonzano sobre la forma en que un hombre muere de sed: la lengua hinchada, las encías ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.

Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se estudiaron mutuamente y Rob notó que aquel tenía la cara hinchada y la boca estropeada.

—¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? —susurró.

El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.

—Está Ala —dijo finalmente; tampoco a él se le entendía fácilmente porque tenía el labio partido.

—Pero ¿aquí no hay nadie?

—¿Eres forastero,
Dhimmi
?

—Sí.

El hombre descargó todo su odio en Rob.

—Ya has visto a un
mullah
, forastero. Un hombre santo te ha condenado.

Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.

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