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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (47 page)

BOOK: El médico
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Sus propios animales apretaron repentinamente el paso. Las bestias movían las patas con más rapidez, y luego iniciaron un trote por voluntad propia, husmeando lo que les esperaba. Los hombres montaron en los burros y volvieron a cabalgar mientras abandonaban el límite extremo de la arena salobre en la que se habían esforzado durante tres días.

La tierra se convirtió en llanura, primero con vegetación escasa y luego cada vez más llena de verdores. Antes del ocaso llegaron a una charca en la que crecían juncos y donde las golondrinas se bañaban y revoloteaban. Ayeh probó el agua y asintió.

—Es buena.

—No debemos permitir que las bestias beban demasiado de una sola vez, para que no les dé una congestión —advirtió Loeb.

Dieron agua a los animales con mucho cuidado y los ataron a unos árboles; después bebieron ellos, se arrancaron la ropa y se tendieron en el agua empapándose entre los juncos.

—¿Cuándo estuviste en el Dasht-i-Lut perdiste a algunos hombres? —preguntó Rob.

—Perdimos a mi primo Calman —respondió Lonzano—. Un hombre de veintidós años.

—¿Se hundió en la costra salina?

—No. Abandonó toda disciplina y bebió toda su agua. Después murió de sed.

—Que en paz descanse —dijo Loeb.

—¿Cuales son los síntomas de un hombre que muere de sed?

Lonzano se mostró evidentemente ofendido.

—No quiero pensar en eso.

—Lo pregunto porque voy a ser médico y no por simple curiosidad —dijo Rob, al notar que Aryeh lo observaba con disgusto.

Lonzano esperó un buen rato y luego habló:

—Mi primo Calman se mareó por el calor y bebió con abandono hasta quedarse sin agua. Estábamos perdidos y cada hombre debía ocuparse de su propia provisión de agua. No nos estaba permitido compartirla. Más tarde comenzó a vomitar débilmente, pero no devolvió una gota de líquido. La lengua se le puso negra, y el paladar, blanco grisáceo. Desvariaba, creía que estaba en casa de su madre. Tenía los labios apergaminados y encogidos, los dientes al descubierto y la boca abierta en una sonrisa lobuna. Jadeaba y roncaba alternativamente. Esa noche, protegido por la oscuridad, desobedecí, mojé un trapo con agua y se lo exprimí en la boca, pero era demasiado tarde. Al segundo día sin agua, murió.

Guardaron silencio, sin dejar de chapotear en el agua turbia.

—Ai, di-di-di-di-di-di, ai, di-di di, di —tarareó Rob finalmente.

Miró a Lonzano a los ojos y se sonrieron. Un mosquito se posó en la mejilla curtida de Loeb y este se abofeteó.

—Creo que las bestias pueden volver a tomar agua —decidió.

Salieron de la charca y terminaron de atender a sus animales.

Al amanecer del día siguiente, volvieron a montar en los burros, y para gran placer de Rob pronto pasaron por incontables lagos pequeños bordeados de guirnaldas de prados. Los lagos lo tonificaron. Las hierbas tenían unos cuantos palmos de altura y despedían un olor delicioso. Abundaban los saltamontes y los grillos, además de unas especies minúsculas de mosquitos cuya picadura ardía, y a Rob le salió inmediatamente una roncha que le producía comezón. Unos días antes se hubiera regocijado a la vista de cualquier insecto, pero ahora hizo caso omiso de las mariposas grandes y brillantes de los prados, mientras se abofeteaba y lanzaba maldiciones a los cielos por los mosquitos.

—¡Oh, dios! ¿Qué es eso? —gritó Aryeh.

Rob siguió la dirección del dedo que señalaba, y a plena luz del sol divisó una inmensa nube que se elevaba hacía el este. Observó con creciente alarma como se aproximaba, pues tenía el aspecto de la nube de polvo que habían visto cuando el viento caliente los azotó en el desierto.

Pero con esa nube llegó el inconfundible sonido de una galopada, como si un numeroso ejército se les echara encima.

—¿Los seljucíes? —susurró, pero nadie respondió.

Pálidos y expectantes, aguardaron mientras la nube se acercaba y el sonido se volvía ensordecedor.

A una distancia de unos cincuenta pasos, se oyó un entrechocar de cascos, semejante al que pueden producir un millar de jinetes expertos que refrenan sus cabalgaduras a la voz de orden.

Al principió no vio nada. Después, el polvo fue depositándose y percibió una manada de asnos salvajes, en número incalculable y en perfecto estado, dispuestos en una fila bien formada. Los asnos observaron con intensa curiosidad a los hombres, y estos contemplaron a los asnos.


¡Hal!
—gritó Lonzano y todas las bestias giraron como si fueran una sola y reanudaron su carrera hacía el norte, dejando atrás un mensaje acerca de la multiplicidad de la vida.

Se cruzaron con pequeñas manadas de asnos y otras numerosísimas de gacelas, que en ocasiones pastaban juntas y, que evidentemente, rara vez eran cazadas, pues no prestaron la más mínima atención a los hombres. Más amenazadores eran los jabalís, que abundaban en aquella región. De vez en cuando Rob vislumbraba una hembra peluda o un macho de colmillos feroces, y por todas partes oía los gruñidos de los animales que hociqueaban entre los altos pastos.

Ahora todos cantaban cuando Lonzano lo sugería, a fin de advertir de su proximidad a los jabalís y evitar sorprenderlos, provocando una embestida.

Rob sentía un hormigueo en todo el cuerpo, y se notaba expuesto y vulnerable, con sus largas piernas colgando a los costados del burro y arrastrando los pies entre la hierba, pero los jabalís cedían el paso ante la masculina sonoridad del canto y no les causaron ningún problema.

Llegaron a una corriente rápida, que era como una gran zanja de paredes casi verticales en las que proliferaba el hinojo, y aunque fueron aguas arriba y aguas abajo, no encontraron ningún vado; por último, decidieron cruzar de todos modos. Las cosas se pusieron difíciles cuando los burros y las mulas intentaron trepar por la abundante vegetación de la orilla opuesta y resbalaron varias veces. En el aire flotaban las palabrotas y el olor acre del hinojo aplastado. Les llevó un buen rato vadear la corriente. Más allá del río entraron en una espesura y siguieron un sendero semejante a los que Rob había conocido en Inglaterra. La región era más agreste que los bosques ingleses: el alto toldo de las copas entrecruzadas de los árboles no dejaba pasar la luz del sol, pero el monte bajo era de un verdor exuberante y tupido, y entre él pululaba una fauna variada. Identificó un ciervo, conejos y un puercoespín. En los árboles se posaban palomas y un ave que le recordó a una perdiz

Era el tipo de senda que le habría gustado a Barber, pensó, y se preguntó como reaccionarían los judíos si se le ocurriera soplar el cuerno sajón.

Habían rodeado una curva del sendero y Rob cumplía su turno a la cabeza de la marcha cuando su burro se espantó. Por encima de ellos, en una rama gruesa, acechaba un leopardo.

El burro retrocedió y, detrás de ellos, la mula captó el olor y rebuznó. Tal vez el felino percibió el miedo sobrecogedor. Mientras Rob manoteaba en busca de un arma, el animal, que le pareció monstruoso, saltó sobre él.

Una saeta larga y pesada, disparada con tremenda fuerza, dio en el ojo derecho de la bestia.

Las grandes zarpas rasgaron al pobre burro mientras el leopardo chocaba contra Rob y lo desmontaba. En un instante quedó tendido en tierra, sofocado por el olor a almizcle de la fiera. Ésta quedó tendida a través de su cuerpo, de modo que Rob estaba de cara a uno de sus cuartos trasero donde notó el lustroso pelaje negro, las nalgas moteadas, y la gran pata derecha trasera que descansaba a centímetros de su cara, con las plantas groseramente grandes e hinchadas. Por alguna adversidad, el leopardo había perdido casi toda la garra, desde el segundo dedo de la pata, y estaba en carne viva y sanguinolenta, lo que le indicó que en el otro extremo había ojos que no eran albaricoques secos y una lengua que no era de fieltro rojo.

Salió gente de la arboleda, y entre ella el hombre que la mandaba, con el arco en la mano.

Aquel hombre iba vestido con una sencilla capa de cálico rojo, acolchado con algodón, calzas bastas, zapatos de zapa y un turbante arrollado a la ligera. Tendría unos cuarenta años, era de estructura fuerte y porte erguido. Su barba era corta y negra y su nariz, aguileña. Los ojos le brillaban con un fulgor asesino mientras observaba como arrastraban sus batidores al leopardo muerto, apartándolo de aquel joven de corpulencia desmesurada.

Rob se puso en pie con dificultad, tembloroso, consiguiendo dominar sus tripas a fuerza de voluntad.

—Sujetad el condenado burro —pidió Rob, sin dirigirse a nadie en particular.

No lo entendieron ni los judíos ni los persas, porque lo había dicho inglés. En cualquier caso, el burro había retrocedido ante la maleza del bosque, en el que quizá acechaban otros peligros, pero ahora se volvió y se echó a temblar como su amo.

Lonzano se puso a su lado y gruñó algo a modo de reconocimiento. A Continuación todos se arrodillaron a fin de cumplir el rito de postración que más tarde fue descrito a Rob como
ravi zemin
, «la cara en tierra». Lonzano lo empujó de bruces sin la menor suavidad y se cercioró, con una mano sobre su nuca, de que bajara correctamente la cabeza.

La vista de semejante ceremonia llamó la atención del cazador. Rob oyó el sonido de sus pisadas y divisó los zapatos de zapa, detenidos a escasas pulgadas de su obediente cabeza.

—Aquí tenemos una gran pantera muerta y a un
Dhimmi
grandullón e ignorante —comentó una voz divertida, y los zapatos se alejaron.

El cazador y los sirvientes, cargados con la presa, se marcharon sin decir una palabra más, y poco después los hombres arrodillados se incorporaron.

—¿Estás bien? —preguntó Lonzano.

—Sí. —Rob tenía el caftán desgarrado, pero estaba ileso—. ¿Quién era?

—Es Ala-al-Dawla,
Shahanshah
. Rey de Reyes.

Rob fijó la vista en el camino por el que se habían marchado.

—¿Qué es un
Dhimmi
?

—Significa «Hombre del Libro». Es el nombre que se le da aquí a un judío —dijo Lonzano.

37
LA CIUDAD DE REB JESSE

Rob y los tres judíos se separaron dos días más tarde en un cruce de caminos de la aldea de Kupayeh, compuesta por una docena de desmoronadas casas de ladrillos. El desvío por el Dasht-i-Kavir los había llevado un poco al este, pero a Rob le quedaba menos de un día de viaje hacía el oeste para llegar a Ispahán, mientras que ellos debían afrontar tres semanas de laborioso camino hacía el sur y cruzar el estrecho de Ormuz antes de llegar a casa.

Rob sabía que sin esos hombres y los pueblos judíos que le habían dado albergue, nunca habría llegado a Persia.

Loeb y Rob se abrazaron.

—¡Ve con Dios, Reb Jesse ben Benjamin!

—Ve con Dios, amigo.

Hasta el amargo Aryeh esbozó una sonrisa torcida mientras se deseaban mutuamente buen viaje, sin duda tan contento de despedirse como Rob.

—Cuando asistas a la escuela de médicos debes transmitir nuestro afecto a Reb Mirdin Askari, el pariente de Aryeh —dijo Lonzano.

—Sí. —Cogió las manos de Lonzano entre las suyas—. Gracias, Reb Lonzano ben Ezra.

Lonzano sonrió.

—Tratándose de alguien que es casi Otro, has sido un excelente compañero y un hombre digno. Ve en paz,
Inghiliz
.

—Ve en paz.

En un coro de buenos deseos salieron en direcciones opuestas.

Rob iba montado en la mula, porque después del ataque de la pantera había transferido la carga al lomo del pobre burro aterrado, que ahora iba detrás. Así tardaría más tiempo, pero la exaltación crecía en él y deseaba recorrer la última etapa pausadamente, con el propósito de saborearla.

Resultó mejor que no tuviera prisa, pues era un camino muy transitado.

Oyó el sonido que era música para sus oídos y al cabo de un rato alcanzó a una columna de camellos cargados con grandes canastos de arroz. Se puso detrás del último, disfrutando del melodioso tintineo de las campanillas.

La espesura ascendía hasta una meseta abierta, y donde había agua suficiente se veían arrozales con el cereal maduro y campos de adormideras, separados por dilatadas extensiones rocosas, chatas y secas. La meseta se convirtió, a su vez, en montañas de piedra caliza que vibraban en una diversidad de matices cambiantes por el sol y la sombra. En algunos sitios habían sido arrancados grandes trozos de piedra.

Entrada la tarde, la mula coronó una montaña y Rob bajó la vista hacía un pequeño valle ribereño, —¡veinte meses después de dejar Londres!— vio Ispahán.

La primera impresión que dominó en su ánimo fue de destellante blancura con toques de azul oscuro. Un lugar voluptuoso, hecho de hemisferios y cavidades, grandes edificios abovedados que relucían bajo la luz del sol, mezquitas con alminares como airosas lanzas, espacios verdes abiertos, cipreses y plátanos maduros. El distrito sur de la ciudad era de un rosa cálido, y allí los rayos del sol se reflejaban en colinas arenosas y no de piedra caliza.

Ya no podía retroceder.


Hai!
—gritó, y taloneó los flancos de la mula.

El burro iba traqueteando detrás; se desviaron de la fila y adelantaron a los camellos al trote rápido.

A un cuarto de milla de la ciudad, la senda se transformó en una espectacular avenida empedrada, el primer camino pavimentado que veía desde Constantinopla. Era muy amplía, con cuatro vías anchas separadas entre sí por hileras de altos plátanos. La avenida cruzaba el río sobre un puente que era en realidad un dique arqueado para embalsar agua de regadío. Cerca de un cartel que proclamaba que ese cauce era el Zayandeh, el Río de la Vida, unos jóvenes morenos, desnudos, salpicaban y nadaban.

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