El médico (43 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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El vasto espacio de la nave estaba iluminado por miles de lámparas cuya combustión suave y clara, en cuencos de aceite, se veía reflejada por más destellos de los que estaba acostumbrado a encontrar en una iglesia. Había iconos enmarcados en oro, paredes de mármoles preciosos, y demasiados dorados y brillos para el gusto inglés. No había indicios del patriarca, pero más abajo vio ante el altar a unos sacerdotes con casullas de ricos brocados.

Una de las figuras hacía oscilar un incensario y estaban cantando la misa, pero a tanta distancia que Rob no olió el incienso ni descifró el latín.

La mayor parte de la nave estaba desierta, y se sentó en el fondo, rodeado de bancos tallados desocupados, bajo la figura contorsionada que colgaba de una cruz, acechante en las tinieblas iluminadas por las lámparas. Sintió que aquellos ojos de mirada fija lo penetraban hasta lo más hondo de su ser y conocían el contenido de su saco de paño. No había sido criado en la devoción, pero en esta rebelión calculada se sentía extrañamente movido hacia el sentimiento religioso. Rob se daba cuenta de que había entrado en la catedral precisamente a la espera de ese momento. Se incorporó y durante un rato permaneció en silencio, aceptando el desafío de aquellos ojos.

Por último, habló en voz alta:

—Tengo que hacerlo. Pero no te estoy abandonando.

Se sintió menos seguro más tarde, después de haber trepado la colina de peldaños de piedra y haber llegado a su habitación.

Apoyó en la mesa el pequeño cuadrado de acero frente a cuya pulida superficie solía afeitarse, y acercó la navaja a los cabellos que ahora caían largos y enmarañados sobre sus orejas, recortando hasta que solo quedaron los bucles ceremoniales que los judíos llamaban
peoth
.

Se desnudó y, temeroso, se puso el
tsitsith
, casi esperando ser alcanzado por un rayo. Tuvo la sensación de que las orlas reptaban por su carne.

El largo caftán negro resultaba menos intimidatorio. Solo era una prenda exterior, sin ninguna relación con el Dios de los judíos.

La barba seguía siendo innegablemente escasa. Acomodó sus bucles de modo que colgaran flojos por debajo del gorro de cuero en forma de campana, lo cual era un toque afortunado, pues evidentemente el gorro estaba muy viejo y usado.

No obstante, cuando volvió a salir de la habitación y llegó a la calle, supo que era una locura y que su plan fracasaría. Pensaba que si alguien lo miraba soltaría una carcajada.

«Necesitaré un nombre», pensó.

No valdría hacerse llamar Reuven el Cirujano Barbero, como lo conocían en Tryavna. Para prosperar en la transformación, necesitaba algo más que una poco convincente versión hebrea de su identidad
goy
.

Jesse...

Un nombre que recordaba de cuando mamá le leía la Biblia en voz alta. Un nombre sonoro con el que podía convivir; el nombre del padre del rey David.

Como patronímico se decidió por Benjamin, en honor de Benjamin Merlin que, aunque de mala gana, le había mostrado lo que podía ser un médico.

Diría que procedía de Leeds, resolvió, porque recordaba el aspecto de las casas judías de la ciudad y podría hablar en detalle si surgía la necesidad.

Se resistió al deseo de dar media vuelta y huir, pues en su dirección se encaminaban tres sacerdotes, y con algo afín al pánico reconoció en uno de ellos al padre Tamas, su compañero de cena de la noche anterior.

Los tres siguieron su camino a ritmo de paseo, enfrascados en su conversación.

Rob se obligó a seguir la dirección que llevaba.

—La paz sea con vosotros —dijo cuando estuvieron de frente.

El sacerdote griego miró desdeñosamente al judío y retornó a la charla con sus compañeros, sin responder al saludo.

Después de cruzarse, Jesse ben Benjamin de Leeds se permitió una sonrisa. Serenamente ahora, y con más confianza, siguió andando, con la palma apretada contra la mejilla derecha, como hacía el
rabbenu
de Tryavna cuando caminaba abstraído en sus pensamientos.

TERCERA PARTE
ISPAHÁN

34
LA ÚLTIMA ETAPA

Pese a las apariencias, todavía se sentía Rob J. Cole cuando ese mediodía fue al caravasar. Estaba en proceso de organización una gran caravana a Jerusalén, y el inmenso espacio abierto era un confuso torbellino de conductores con camellos y asnos cargados, hombres que intentaban poner sus carros en fila, jinetes peligrosamente apiñados, mientras las bestias dejaban oír sus protestas y los apresurados viajeros vociferaban contra los animales y se insultaban unos a otros. Una partida de caballeros normandos se había apropiado del único lugar sombreado, en el lado norte de los almacenes, donde ganduleaban echados en el suelo y lanzaban sus insultos de borrachos a todo el que pasaba. Rob J. no sabía si eran los mismos que habían asesinado a
Señora Buffington
, pero podían serlo y los evitó con repugnancia.

Se sentó en un fardo de alfombras de oración y observó al jefe de caravanas. El
kervanbashi
era un robusto judío turco que usaba un turbante negro sobre un pelo entrecano que aún revelaba huellas de su anterior color rojo. Simon le había dicho que ese hombre, de nombre Zevi, podía ser inestimable para ayudarlo a ultimar un viaje seguro. Por cierto, todos se acobardaban ante él.

—¡Maldito seas! —rugió Zevi a un desafortunado conductor—. ¡Fuera de este lugar, torpe! Saca de aquí a tus animales. ¿Acaso no has de seguir a los tratantes de ganado del mar Negro? ¿No te lo he dicho dos veces? ¿Ni siquiera recuerdas cual es tu lugar en la línea de marcha, desgraciado?

A Rob le parecía que Zevi estaba en todas partes, dirimiendo disputas entre mercaderes y transportistas, conferenciando con el amo de la caravana acerca de la ruta, verificando conocimientos de embarque.

Mientras Rob lo observaba todo, un persa se le acercó de puntillas: un hombre menudo, flaco y con las mejillas hundidas. A juzgar por su barba, de la que todavía colgaban restos de comida, era evidente que aquella mañana se había desayunado con gachas de mijo. Usaba un sucio turbante anaranjado excesivamente pequeño para su cabeza.

—¿Adónde te diriges, hebreo?

—Espero salir pronto hacía Ispahán.

—¡Ah, Persia! ¿Quieres un guía,
effendi
? Porque debes saber que yo nací en Qum, a una cacería de ciervos de distancia de Ispahán, y conozco todas las piedras y los arbustos a lo largo del camino.

Rob vaciló.

—Todos los demás te llevarán por la ruta larga y difícil, bordeando la costa. Luego te harán cruzar las montañas persas. Lo hacen para evitar el camino más corto, a través del Gran Desierto de Sal, porque lo temen. Pero yo puedo hacerte cruzar directamente el desierto hasta el agua, eludiendo a los ladrones.

Rob se sintió tentado a aceptar y partir de inmediato, recordando los buenos servicios prestados por Charbonneau. Pero había algo furtivo en ese hombre, y finalmente meneó la cabeza. El persa se encogió de hombros.

—Si cambias de idea, amo, recuerda que soy una ganga como guía; muy barato.

Poco después, uno de los linajudos peregrinos franceses pasó junto al fardo en el que Rob estaba sentado, tropezó y cayó contra él.

—¡Mierda! —dijo y escupió —. ¡Judío de mierda!

A Rob se le subieron los colores a la cara y se levantó. Vio que el normando llevaba la mano a su espada. Imprevistamente, Zevi cayó sobre ellos.

—¡Mil perdones, señor mío, mil perdones! Yo me ocuparé de éste —dijo y empujó al atónito Rob.

Una vez lejos, Rob oyó el matraqueo de palabras que salían de labios de Zevi y meneó la cabeza.

—No hablo bien la Lengua. Y tampoco necesitaba tu ayuda con el francés —dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras en parsi.

—¿De veras? Ya estarías muerto, joven buey.

—Era asunto mío.

—¡No, nada de eso! En un lugar plagado de musulmanes y cristianos borrachos, matar a un solo judío sería como comer un solo dátil. Habrían matado a muchos de nosotros y, por lo tanto, era asunto mío. —Zevi lo miró echando chispas por los ojos—. ¿Qué clase de
Yahud
es el que habla persa como un camello, no entiende su propia Lengua y busca pendencia? ¿Cómo te llamas y de dónde eres?

—Soy Jesse, hijo de Benjamin. Un judío de Leeds.

—¿Dónde cuernos está Leeds?

—Inglaterra.

—¿Un
Inghiliz
? —dijo Zevi—. Nunca había visto a un judío
Inghiliz
.

—Éramos pocos y estábamos dispersos. Allá no hay comunidad. Ni
rabbenu
, ni
shohet
, ni
mashgiah
. Ni casa de estudios ni sinagoga, de modo que rara vez oímos la Lengua. Por eso sé tan poco.

—Es una desgracia criar a los hijos en un lugar en el que no sienten a su propio Dios ni oyen su propio idioma. —Zevi suspiró—. Con frecuencia es difícil ser judío.

Cuando Rob le preguntó si conocía una caravana numerosa y protegida con destino a Ispahán, negó con la cabeza.

—Me abordó un guía —dijo Rob.

—¿Un cagajón persa con turbante pequeño y barba repulsiva? —Zevi bufó—. Ese te llevaría directamente a las manos de los malhechores. Quedarías tendido en el desierto con el pescuezo abierto y tus pertenencias robadas. No; será mejor que salgas en una caravana de los nuestros. —Reflexionó un buen rato—. Reb Lonzano —dijo finalmente.

—¿Reb Lonzano?

Zevi asintió.

—Sí, posiblemente Reb Lonzano sea la respuesta. —No muy lejos se produjo un altercado entre boyeros y alguien gritó su nombre. Zevi hizo una mueca—. ¡Esos hijos de camellos, esos chacales inmundos! Ahora no tengo tiempo; pero vuelve después de que haya salido esta caravana. Ve a mi oficina por la tarde, en la cabaña de atrás del hospital principal. Entonces decidiremos todo.

Volvió horas más tarde y encontró a Zevi en la cabaña que le servía de refugió en el caravasar. Con él había tres judíos.

—Este es Lonzano ben Ezra —dijo a Rob.

Reb Lonzano, un hombre de edad mediana y el mayor de los tres, era evidentemente el jefe de la partida. Tenía pelo y barba castaños que aún no habían encanecido, pero cualquier indicio de juventud en él quedaba descartado por su cara arrugada y sus ojos de mirada grave.

Loeb ben Kohen y Aryeh Askari eran unos diez años más jóvenes que Lonzano. Loeb era alto y desgarbado; Aryeh, más corpulento y de hombros cuadrados. Ambos tenían el cutis oscuro y curtido de los mercaderes viajeros, pero mantuvieron una actitud neutra, aguardando el veredicto de Lonzano.

—Son negociantes que vuelven a su hogar de Masqat, al otro lado del golfo Pérsico —dijo Zevi, y volviéndose hacia Lonzano prosiguió en tono severo—: A este lamentable ser lo han educado como un
goy
ignorante, en una remota tierra cristiana, y necesita que le demuestren que los judíos saben ser amables con los judíos.

—¿Qué negocios tienes en Ispahán, Jesse ben Benjamin? —preguntó Reb Lonzano.

—Voy a estudiar para hacerme médico.

Lonzano movió la cabeza afirmativamente.

—La madraza de Ispahán. Reb Mirdin Askari, primo de Reb Aryeh, estudia medicina allí.

Rob se inclinó ansioso y lo habría bombardeado a preguntas, pero Reb Lonzano no estaba dispuesto a dejarse desviar del tema principal.

—¿Eres solvente y estás en condiciones de pagar una parte justa de los gastos del viaje?

—Sí.

—¿Estás dispuesto a compartir los trabajos y las responsabilidades en el camino?

—Más que dispuesto. ¿En qué comercias, Reb Lonzano?

Lonzano frunció el entrecejo. Evidentemente, consideraba que la entrevista debía ser dirigida por él y no al contrario.

—Perlas —respondió a regañadientes.

—¿Hasta qué punto es nutrida la caravana en que viajas?

Lonzano permitió que un íntimo asomo de sonrisa le torciera la comisura de los labios.

—Nosotros mismos formamos la caravana.

Rob estaba confundido y se dirigió a Zevi.

—¿Cómo pueden tres hombres ofrecerme protección de los bandidos y de otros peligros?

—Óyeme bien —dijo Zevi—. Éstos tres son judíos ambulantes. Saben cuándo deben aventurarse y cuándo no. Cuándo deben esconderse. Cuándo buscar protección o ayuda en cualquier lugar a lo largo del camino. —Se volvió hacia Lonzano—. ¿Qué dices tú, amigo? ¿Lo llevarás o no?

Reb Lonzano miró a sus dos compañeros. Ellos guardaban silencio, y sus impenetrables expresiones no cambiaron, pero debieron de transmitirle algo porque cuando volvió a mirar a Rob, Lonzano asintió.

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