El médico (62 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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—Sí, maestro médico.

—No comparto el desprecio general por los cirujanos barberos. Muchos son ladrones y tontos, es verdad, pero también entre ellos hay hombres honrados e inteligentes. Antes de hacerme médico ejercí otra profesión desdeñada por los doctores persas: fui ensalmador, y después de hacerme
hakim
sigo siendo el mismo de antes. Pero aunque no te condene por ser barbero, debes trabajar duramente para ganarte mi respeto. En caso contrario, te echaré de mi servicio de una patada en el culo, europeo.

Tanto Rob como Mirdin eran felices trabajando intensamente. Jalal-ul-Din se había hecho famoso como especialista en huesos, y había inventado una amplia variedad de tablillas acolchadas y artilugios de tracción. Les enseñó a usar las yemas de los dedos como si fueran ojos para ver debajo de la carne amoratada y aplastada, visualizando la lesión a fin de encontrar el tratamiento más adecuado. Jalal era especialmente habilidoso en manipular astillas y fragmentos hasta que volvían a ocupar su lugar, donde la naturaleza volvería a soldarlos.

—Parece sentir un curioso interés por el crimen —refunfuñó Mirdin después de unos días como asistentes de Jalal.

Y era cierto, porque Rob había notado que el médico habló excesivamente acerca de un asesino que esa semana había confesado su culpa ante el tribunal del imán Qandrasseh.

En efecto, un tal Fakhr-i-Ayn, pastor, se reconoció culpable de haber sodomizado y luego asesinado a un colega llamado Qifti al-Ullah, dos años antes. Enterró a su víctima en una fosa poco profunda, fuera de los muros de la ciudad. El tribunal condenó al asesino, que fue inmediatamente ejecutado y descuartizado.

Días más tarde, cuando Rob y Mirdin se presentaron ante Jalal, este les dijo que el asesinado sería exhumado de su tosca fosa y vuelto a enterrar en un cementerio musulmán, donde recibiría el beneficio de la oración islámica para asegurar la admisión de su alma en el Paraíso.

—Vamos —dijo Jalal—, esta es una oportunidad excepcional. Hoy haremos de sepultureros.

No develó a quien había sobornado, pero en breve los dos aprendices y el médico —que llevaba una mula cargada— acompañaron a un
mullah
y a un soldado del
kelonter
a la solitaria ladera que el difunto Fakhr-i-Ayn había indicado a las autoridades.

—Con cuidado —advirtió Jalal mientras cavaban.

En seguida vieron los huesos de una mano y, poco después, retiraron el esqueleto entero, tendiendo los huesos de Qifti-al-Ullah en una manta.

—Es hora de comer —anunció Jalal, y llevó al burro a la sombra de un árbol distante de la sepultura.

Abrió la carga que llevaba su jumento y presentó aves asadas, un
pilah
, grandes dátiles para postre, pasteles de miel y una botella de sheret. El soldado y el
mullah
, ansiosos, se hartaron mientras Jalal y sus aprendices aguardaban que durmieran la siesta que sin duda seguiría a la copiosa comida.

Los tres volvieron deprisa junto al esqueleto. La tierra había cumplido su tarea y los huesos estaban limpios, salvo una mancha herrumbrosa alrededor del sitio en que la daga de Fakhr había atravesado el esternón. Se arrodillaron sobre los huesos, murmurando, apenas conscientes de que un día esos restos habían sido un hombre llamado Qifti.

—Observad el fémur —dijo Jalal—, el hueso más largo y más fuerte del cuerpo. ¿No es evidente por qué resulta difícil soldar una fractura que se produce en el muslo?

»Contad los doce pares de costillas. ¿Notáis que forman una caja? Esa caja protege el corazón y los pulmones, ¿no es maravilloso?

Era absolutamente distinto estudiar huesos humanos en vez de ovinos, pensó Rob, pero esa solo fue una parte de la historia.

—El corazón y los pulmones del ser humano... ¿los has visto? —preguntó a Jalal.

—No. Pero Galeno dice que son semejantes a los del cerdo, y todos hemos visto los del cerdo.

—¿Y si no fueran idénticos?

—Lo son —replicó Jalal de mala manera—. No desperdiciemos esta oportunidad dorada de estudiar, que en breve volverán aquellos dos. ¿Veis como los siete pares superiores de costillas están adheridas al pecho mediante una materia conjuntiva flexible? Las otras tres están unidas por un tejido común y los dos últimos pares no están ligados en la parte frontal. ¿No es Alá (¡grande y poderoso sea!) el diseñador más inteligente que haya habido,
Dhimmis
? ¿No ha construido Él a los suyos según una estructura extraordinaria?

Permanecieron en cuclillas bajo el sol abrasador, sobre su festín erudito, transformando al asesinado en una lección de anatomía.

Después, Rob y Mirdin fueron a los baños de la academia, donde se quitaron de encima la desagradable sensación producida por el contacto con la muerte, y aliviaron los músculos desacostumbrados a cavar. Allí los encontró Karim, y Rob notó, en su expresión, que algo andaba mal.

—Volverán a examinarme.

—¡Pero si eso es lo que quieres!

Karim miró de reojo a los miembros del cuerpo docente que conversaban en el otro extremo de la sala y bajó la voz:

—Tengo miedo. Prácticamente había renunciado a la esperanza de otro examen. Este será el tercero... Si fallo, todo habrá terminado. —Los miró con expresión lúgubre—. Al menos ahora puedo ser aprendiz asistente.

—Pasarás el examen como un buen corredor —dijo Mirdin.

Karim descartó con un gesto todo intento de despreocupación.

—No me inquieta lo que corresponde a medicina, pero sí la filosofía y el derecho.

—¿Cuándo? —preguntó Rob.

—Dentro de seis semanas.

—Eso nos da tiempo, entonces.

—Sí, estudiaré filosofía contigo —dijo tranquilamente Mirdin—. Jesse y tú trabajareis juntos con las leyes.

Rob protestó para sus adentros, pues ni remotamente se consideraba jurista. Pero habían sobrevivido juntos a la plaga y estaban vinculados por catástrofes similares sufridas en la infancia; sabía que debía intentarlo.

—Empezaremos esta noche —dijo mientras buscaba un paño para secarse el cuerpo.

—Nunca supe de nadie que fuera aprendiz durante siete años y luego lo hicieran médico —dijo Karim sin el menor intento de ocultarles su terror, en un nuevo nivel de intimidad.

—Aprobarás —dijo Mirdin y Rob asintió.

—Tengo que aprobar —corroboró Karim.

46
EL ACERTIJO

Ibn Sina invitó a cenar a Rob dos semanas seguidas.

—Vaya, el maestro tiene un aprendiz favorito —se mofó Mirdin, pero apuntaba el orgullo en su sonrisa y no los celos.

—Es bueno que se interese por él —dijo Karim—. Al-Juzjani ha contado con el patrocinio de Ibn Sina desde que era joven, y hoy al-Juzjani es un gran médico.

Rob frunció el ceño, poco dispuesto a compartir la experiencia, ni siquiera con ellos. No sabría describir lo que era pasar una velada entera como único beneficiario del cerebro de Ibn Sina. Una noche habían hablado de los cuerpos celestes... o, para ser precisos, Ibn Sina había hablado y Rob escuchado. En otra oportunidad, Ibn Sina se explayó durante horas sobre las teorías de los filósofos griegos. ¡Sabía tanto y lo sabía enseñar sin el menor esfuerzo...!

Por contraste, antes de enseñarle a Karim, Rob tenía que aprender. Resolvió que durante seis semanas dejaría de asistir a todas las clases salvo las de derecho, y de la Casa de la Sabiduría sacó libros de leyes y jurisprudencia. Ayudar a Karim no sería únicamente un acto generoso de amistad, pues Rob tenía bastante descuidada la esfera del derecho. Ayudando a Karim se estaría preparando para el día en que comenzaran sus propias pruebas.

En el Islam había dos ramas del derecho:
Fiqh
o ciencia legal y
Shari'a
, la ley divinamente revelada por Alá. A ellas hay que sumar la
Sunna
, la verdad y la justicia reveladas por la vida ejemplar y las máximas de Mahoma, con lo que el resultado era un complejo e intrincado cuerpo de aprendizaje que podía acobardar a cualquier estudioso.

Karim se esforzaba, pero era evidente que sufría.

—Es demasiado —decía.

El esfuerzo se hizo evidente. Por primera vez en siete años, excepto en el periodo en que habían combatido la plaga en Shiraz, no iba diariamente al
maristan
, y confesó a Rob que se sentía extraño y privado de su elemento sin la rutina cotidiana del cuidado de sus pacientes.

Todas las mañanas, antes de reunirse con Rob para estudiar leyes y luego con Mirdin para dedicarse a los filósofos y sus enseñanzas, Karim corría con las primeras luces del día. Una vez, Rob intentó correr con él, pero pronto quedó atrás; Karim corría como si intentara aventajar a sus temores.

En varias ocasiones Rob montó su alazán y acompañó al corredor. Karim atravesaba a toda velocidad la ciudad ajetreada, pasaba junto a los sonrientes centinelas de la puerta principal de la muralla, salía al otro lado del Río de Vida y se internaba en el campo. Rob no creía que supiera o le importa por donde corría. Sus pies subían y bajaban, sus piernas se movían a ritmo constante e inconsciente que parecía sosegarlo y reconfortarlo a la manera de una infusión de
buing
, el fuerte cañamón que daban a los pacientes desesperados de dolor. El gasto diario de energías preocupaba a Rob.

—Consume todas las fuerzas de Karim —se quejó a Mirdin—. Tendrá que reservar todas sus energías para el estudio.

Pero el sensato Mirdin se tironeó de la nariz, golpeteó su larga mandíbula equina y meneó la cabeza.

—No; sospecho que si no corriera no soportaría este periodo —dijo, Rob fue lo bastante juicioso para no insistir, confiando en que el criterio corriente de Mirdin fuera tan formidable como su erudición.

Una mañana fue llamado y recorrió a caballo la avenida de los Mil Jardines hasta llegar al sendero polvoriento que llevaba a la elegante casa de Ibn Sina. El guarda cogió su caballo, y cuando Rob se encaminó a la puerta de piedra, Ibn Sina salió a su encuentro.

—Se trata de mi esposa. Te agradecería que la examinaras.

Rob asintió confuso, pues a Ibn Sina no le faltaban distinguidos colegas que se sentirían honrados de examinarla. Pero siguió a su maestro hasta una puerta que daba a una escalera de piedra semejante al interior de un caracol y por ella ascendieron a la torre Norte de la casa.

La anciana yacía en un jergón y los miró con ojos opacos y ciegos. Ibn Sina se arrodilló a su lado.

—Oh, Reza...

Sus labios secos estaban agrietados. Ibn Sina mojó un trapo cuadrado en agua de rosas y le humedeció tiernamente la cara y la boca. Tenía una amplia experiencia en volver cómoda la habitación de un enfermo, pero ni siquiera el entorno limpio, la ropa recién cambiada y las fragantes volutas de humo que se elevaban de unos platos con incienso encubrían el hedor de la enfermedad de su esposa.

Los huesos daban la impresión de querer violar su piel transparente. Tenia la cara cerúlea, el pelo ralo y blanco. Probablemente su marido era el mejor médico del mundo, pero ella era una anciana en las últimas etapas de una enfermedad ósea. Se veían grades bubas en sus brazos, y sus piernas estaban extremadamente delgadas. Los tobillos y los pies se veían hinchados a causa de los fluidos acumulados. La mayor parte de su cadera derecha aparecía deteriorada, y Rob sabía que si le levantaba la camisa descubriría que otros bultos habían invadido las partes externas de su cuerpo, así como sabía, por el olor, que se habían extendido hasta sus intestinos. Ibn Sina no lo había llamado para confirmar un diagnostico obvio y terrible. Rob comprendió lo que esperaba de él y cogió las frágiles manos de la mujer entre las suyas, mientras le hablaba en voz baja y con dulzura. Se tomó más tiempo del necesario, mirándola a los ojos, que por un instante parecieron despejarse.

—¿Daud? —susurró, y apretó con fuerza las manos de Rob.

Rob miró inquisitivamente a Ibn Sina.

—Su hermano, muerto hace muchísimos años.

Los ojos de la mujer volvieron a vaciarse, y los dedos se aflojaron. Rob volvió a apoyarle las manos en el jergón y se retiró de la torre con Ibn Sina.

—¿Cuánto?

—No mucho,
hakim
-
bashi
. Creo que es cuestión de días. —Rob se sintió torpe; el otro era muy superior a él para transmitirle las acostumbradas condolencias—. Entonces ¿no es posible hacer nada por ella?

Ibn Sina torció el gesto.

—Solo me resta expresarle mi amor con infusiones cada vez más fuertes.

Acompañó a su aprendiz hasta la puerta, le dio las gracias y volvió junto a su moribunda esposa.

—Amo —dijo alguien a Rob.

Al volverse, vio al descomunal eunuco que guardaba a la segunda esposa de Ibn Sina.

—Sígueme, por favor.

Atravesaron una puerta abierta en la tapia del jardín, de dimensiones tan reducidas que ambos tuvieron que agacharse para pasar a otro jardín, exterior a la torre Sur.

—¿De qué se trata? —preguntó secamente al esclavo.

El eunuco no contestó. Algo atrajo la mirada de Rob, que desvió la vista hacia una ventanita desde la que lo observaba un rostro embozado.

Los dos sostuvieron la mirada y luego ella apartó la suya en un remolino de velos, dejando desierta la ventana.

Rob miró al esclavo, que sonrió levemente y se encogió de hombros.

—Me ordenó que te trajera aquí. Deseaba contemplarte, amo —dijo.

Tal vez Rob habría soñado con ella esa noche, pero no tuvo tiempo. Estudió las leyes de la propiedad, y mientras el aceite de su lámpara ardía lentamente, oyó el resonar de unos cascos que bajaban por su calle y, al parecer, se detuvieron ante su puerta. Llamaron. Alargó la mano hacia su espada, pensando en los ladrones, pues era demasiado tarde para que alguien fuera a visitarlo.

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