El médico (85 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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Entonces pasó al latín y notó que ella movía ligeramente la cabeza y parpadeaba.


Rex te venire ad se vult. Si non, maritus necabitur.
—Lo repitió—: El rey quiere que vayas con él. Si no lo haces, tu marido será asesinado.


Quid dicas
? —preguntó Mary, asombrada de lo que había dicho.

Ibn Sina volvió a repetirlo, muy lentamente.

El bebé comenzó a inquietarse entre sus brazos, pero ella no le prestó la menor atención. Fijó la vista en Ibn Sina. Tenía la cara pálida como la nieve, y aunque no mostraba la menor emoción, el maestro percibió un elemento que no había notado antes. El anciano comprendía a la gente y, por primera vez, su ansiedad disminuyó, pues reconoció toda la fortaleza contenida en aquella mujer. Él efectuaría las gestiones y ella haría cuanto fuese necesario.

Se presentaron a buscarla unos soldados con una silla de mano. Mary no sabía qué hacer con Rob J., de modo que lo llevó consigo. Fue una solución acertada, porque en el harén de la Casa del Paraíso el niño fue recibido por varias mujeres que se mostraron encantadas con él.

Llevaron a Mary a los baños, lo que fue sumamente engorroso. Rob le había contado que las musulmanas tenían la obligación religiosa de depilarse el pubis cada diez días frotándose con una mezcla de cal y arsénico. También debían arrancarse o afeitarse el vello de las axilas, una vez por semana las mujeres casadas, cada dos semanas las viudas y una vez por mes las vírgenes. Las mujeres que atendían a Mary la contemplaron con mal disimulado asco.

Después de lavarla, le ofrecieron tres bandejas con esencias y tintes, pero solo se puso un poco de perfume.

La llevaron a una habitación y le indicaron que esperara. La cámara solo estaba amueblada con un gran jergón, almohadones y mantas, y un gabinete cerrado sobre el que había una palangana con agua. En algún lugar cercano interpretaban música. Mary tenía frío. Cuando llevaba aguardando lo que le pareció un largo rato, cogió una manta y se envolvió con ella.

En seguida llegó Ala. Mary estaba aterrada, pero él sonrió al verla acurrucada en la manta.

Meneó un dedo indicando que se la quitara y con señas impacientes le hizo saber que también debía quitarse la túnica. Mary sabía que era delgada en comparación con la mayoría de las mujeres orientales, y las persas se las habían arreglado para informarle de que las pecas eran el castigo de Alá para alguien tan desvergonzado que no usaba velo.

El sha tocó su espesa caballera pelirroja y se llevó un mechón a la nariz.

Ella no se había perfumado el pelo, y la ausencia de aroma provocó una mueca en el hombre.

Mary logro desviar la mente del momento que estaba viviendo y la concentró en su hijo. Cuando Rob J. fuese mayor, ¿recordaría que lo había llevado a aquel lugar? ¿Se acordaría de los gritos de alegría y los suaves mimos de las mujeres? ¿De sus caras tiernas sonriéndole y arrullándolo? ¿De sus manos acariciándolo?

Las manos del rey seguían en su cabeza. Hablaba en persa, Mary no sabía si para sus adentros o para ella. Ni siquiera se atrevía a mover la cabeza para hacerle saber que no entendía, con el fin de que no interpretara su gesto como un desacuerdo.

Ala hizo un examen detenido de las manchas de su cuerpo, pero lo que más le llamaba la atención era su pelo.

—¿Alheña?

Ella comprendió esa palabra y le aseguró que no era tintura, en una lengua que naturalmente él no podía entender. El hombre tironeó suavemente de un mechón con las yemas de los dedos y trató de quitar el color rojo.

Un instante después se despojó de lo único que llevaba puesto: una holgada vestidura de algodón. Sus brazos eran musculosos y su cintura gruesa con una panza velluda y protuberante. Tenía vello en todo el cuerpo. Su verga parecía más pequeña y oscura que la de Rob.

En la silla de mano, camino de palacio, Mary había hecho fantasías. Ella lloraba y explicaba al sha que Jesús había prohibido a las mujeres cristianas copular fuera del matrimonio; como si fuera la historia de una santa, él se habría apiadado de sus lágrimas y, con un gesto bondadoso, la enviaría de regreso a su casa. En otra de las fantasías, después de haber sido llevada por la fuerza a aquella situación para salvar a su marido, gozó del más lascivo placer físico de toda su vida, el embeleso de un amante sobrenatural que aunque tenía a sus pies a las mujeres más bellas de Persia, la había elegido a ella.

La realidad no se asemejó en nada a la imaginación. Él le observó los pechos, le tocó los pezones; quizá el color era distinto al de los que estaba acostumbrado a ver. El aire frío le endureció los senos, pero no lograron retener el interés del monarca. Cuando la empujó a la esterilla, Mary imploró en silencio la ayuda de la bendita Madre de Dios, cuyo nombre llevaba. Fue un receptáculo mal dispuesto, reseco por la ira y el miedo al hombre que había estado a punto de ordenar la muerte de su marido. Le faltaron las dulce caricias con que Rob la calentaba y convertía sus huesos en agua. En lugar de un órgano tieso como un palo, el de Ala era más flojo, y tuvo dificultades para penetrarla, por lo que recurrió al aceite de oliva, con el que la embadurnó a ella y no a sí mismo. Por fin se introdujo en su interior engrasado, Mary permaneció inmóvil, con los ojos cerrados.

A ella la habían bañado, pero descubrió que a él no. No era vigoroso. Parecía casi aburrido y gruñía débilmente mientras empujaba. Unos segundos después, soltó un levísimo estremecimiento nada regio para un hombre tan corpulento, y de inmediato un gemido de disgusto. Luego el rey de reyes retiró su verga, produciendo un chupón de aceite, y salió dando zancadas de la habitación, sin decirle una palabra ni dirigirle una sola mirada.

Mary permaneció donde él la había dejado, pegajosa y humillada, sin saber qué hacer. No se permitió derramar una sola lágrima.

Poco más tarde, fueron a buscarla las mismas mujeres y la llevaron junto a su hijo. Mary se vistió deprisa y cogió a Rob J. Al despacharla a casa, las mujeres pusieron en la silla de mano una bolsa de cuerda entretejida llena de melones. Cuando llegaron al Yehuddiyyeh pensó en dejar los melones en el camino, pero le pareció más fácil acarrearlos hasta la casa y dejar que la silla siguiera su camino.

Los melones de los mercados eran de mala calidad porque durante todo el invierno persa permanecían almacenados en cuevas y muchos se estropeaban. Aquellos estaban en excelentes condiciones y perfectamente maduros con un sabor finísimo y dulce.

64
LA BEDUINA

Curioso. Extraño. Entrar en el
maristan
, ese lugar frió y sagrado, con su hedor a enfermedad, sus penetrantes olores medicinales, sus gruñidos, gritos y ajetreos: la canción del hospital. Todavía Rob contenía la respiración, aún le palpitaba el corazón cada vez que entraba en el
maristan
, y detrás de él iba —como los polluelos tras la clueca— un corro de estudiantes.

¡Lo seguían a él, que poco antes había seguido a otros!

Detenerse y escuchar a un aprendiz que recitaba una historia de sufrimientos. A continuación acercarse a un jergón y hablar con el paciente, observar, examinar, tocar, oler la enfermedad como un zorro que olisquea en busca de un huevo. Tratar de ser más listo que el pérfido Caballero Negro. Y, por fin, hablar del enfermo o herido con el grupo, oír opiniones a menudo inútiles y absurdas, pero a veces maravillosas. Para los aprendices, un aprendizaje; para Rob, una oportunidad de moldear aquellas mentes como un instrumento crítico que analizaba, proponía tratamientos y analizaba y volvía a proponer, de modo que a veces, como resultado de lo que enseñaba, alcanzaba conclusiones que de lo contrario se le habrían escapado.

Ibn Sina lo instaba a dar clases. Cuando Rob las impartía, otros iban a oírlo, pero nunca se sintió del todo cómodo delante de ellos, de pie y sudoroso mientras discurseaba sobre un tema que había repasado atentamente en los libros. Sabía la impresión que debía producirles, más corpulento que la mayoría y con la nariz rota, atento a como se expresaba, porque ahora su lenguaje era lo bastante fluido como para ser consciente del acento.

De igual manera, como Ibn Sina le exigía que escribiera, presentó un breve artículo sobre el tratamiento de las heridas con vino. Trajinó con el ensayo pero no extrajo el menor placer, ni siquiera cuando lo concluyó y fue transcrito y ocupó un lugar en la Casa de la Sabiduría.

Sabía que debía transmitir conocimientos y pericia, pues a él le habían sido transmitidas, pero Mirdin se había equivocado: Rob no quería hacerlo todo. No se imaginaba imitando a Ibn Sina. No tenía la ambición de ser filósofo, educador y teólogo, no necesitaba escribir ni predicar. Se sentía forzado a aprender e investigar para saber qué hacer en el momento de actuar. Para él, el reto se presentaba cada vez que retenía las manos de un paciente con la misma magia que había sentido por primera vez a los nueve años de edad.

Una mañana, un fabricante de tiendas beduino llevó a su hija Sitara al
maristan
. La muchacha estaba muy enferma, con nauseas y vómitos, y se retorcía a causa de los dolores en la parte inferior del lado derecho del vientre rígido. Rob sabía que era, pero no tenía la menor idea de cómo se trataba la enfermedad del costado. La muchacha se quejaba y apenas podía contestar pero Rob la interrogó con todo detalle, tratando de aprender algo que le indicara el camino.

La purgó, le aplico paños calientes y compresas frías, y esa noche le habló a Mary de la beduina y le pidió que rezara por ella.

A Mary le entristeció pensar que una jovencita se viera aquejada de lo mismo que había matado a James Geikie Cullen. Entonces recordó que su padre yacía en una tumba que nadie visitaba, en el
wadi
Ahmad de Hamdhan.

A la mañana siguiente, Rob sangró a la beduina, le dio medicinas y hierbas, pero todo fue en vano. La notó febril, con los ojos vidriosos, y comenzó a decaer como una hoja después de la helada. Murió al tercer día.

Rob repasó todos los detalles de su corta vida con gran cuidado.

Había estado sana con anterioridad a una serie de dolorosos ataques que, finalmente, la mataron. Era una virgen de doce años que poco antes había comenzado a menstruar... ¿Qué tenía en común con aquel chiquillo que vio morir y con su suegro, un hombre de edad mediana? Rob no logró encontrar ninguna similitud.

No obstante, los tres habían muerto exactamente de lo mismo modo.

La brecha entre Ala y su visir, el imán Qandrasseh, se hizo pública, más pública si cabe, en la audiencia del sha. El imán estaba sentado en el trono más pequeño, a la diestra de Ala, como era costumbre, pero se dirigió a él con tan fría cortesía que el mensaje resultó claro para todos los asistentes Esa noche Rob fue a casa de Ibn Sina y jugaron al juego del sha. Era más una lección que una lid, como cuando un adulto juega con un niño. Aparentemente, Ibn Sina tenía pensada toda la partida por adelantado. Movía las piezas sin vacilaciones. Rob no pudo contenerlo, pero percibió la necesidad de planear con anticipación, y esa previsión se convirtió de inmediato en parte de su propia estrategia.

—En las calles y en las
maidans
se reúnen grupitos que cuchichean —dijo Rob.

—Se sienten preocupados y confundidos cuando los sacerdotes entran en colisión con el señor de la Casa del Paraíso, pues temen que la rencilla destruya el mundo. —Ibn Sina comió un
rukh
con su caballero—. Ya pasará. Siempre pasa y los bienaventurados sobrevivirán.

Jugaron un rato en silencio y luego Rob le habló de la muerte de la beduina, narró los síntomas y describió los otros dos casos de enfermedad abdominal que lo acosaban.

—Sitara era el nombre de mi madre. —Ibn Sina suspiró: no contaba con una explicación para la muerte de la adolescente—. Hay muchas respuestas que no nos han sido dadas.

—Y no nos serán dadas a menos que las busquemos —dijo lentamente Rob.

Ibn Sina se encogió de hombros y resolvió cambiar de tema, relatando novedades de la corte. Reveló que enviarían a la India una expedición real.

Esta vez no serían atacantes, sino mercaderes autorizados por el sha para comprar acero indio o el mineral de hierro de fundición, pues a Dhan Vangalil no le quedaba acero para fabricar las hojas azules estampadas que tanto valoraba Ala.

—Les ha dicho que no regresen sin una caravana de mineral de hierro o acero duro, aunque tengan que ir hasta el final de la Ruta de la Seda para conseguirlo.

—¿Qué hay al final de la Ruta de la Seda? —preguntó Rob.

—Chung-Kuo. Un país inmenso.

—¿Y más allá?

Ibn Sina se encogió de hombros.

—Agua. Océanos.

—Algunos viajeros me han dicho que el mundo es plano y esta rodeado de fuego. Que solo es posible aventurarse hasta antes de caer en ese fuego, que es el Infierno.

—Sandeces de los viajeros —rechazó Ibn Sina en tono desdeñoso—. No es verdad. Yo he leído que fuera del mundo habitado todo es sal y arena, como el Dasht-i-Kavir. También está escrito que gran parte del mundo es de hielo. —Observó pensativo a Rob—. ¿Qué hay más allá de tu país?

—Mi país es una isla. Más allá hay un mar y después está Dinamarca, la tierra de los nórdicos, de donde es originario nuestro rey. Más allá de eso, se dice hay una tierra de hielos.

—Y si uno va al norte desde Persia, más allá de Ghazna esta la tierra del Rus... y después una tierra de hielos. Sí, creo que es verdad que gran parte del mundo está cubierta de hielo —conjeturó Ibn Sina—. Pero no hay un fiero infierno en los bordes, porque los hombres de pensamiento siempre han sabido que la tierra es esférica como una ciruela. Tú has viajado por mar. Al avistar un barco a la distancia, lo primero que se ve en el horizonte es el extremo del mástil, y luego cada vez más partes del cuerpo de la embarcación, a medida que navega sobre la superficie curva del mundo.

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