—He traído algo para que lo bebas.
En adelante, para Rob ella siempre sería
femina
, una combinación de su hermana Anne Mary, su esposa Mary, la prostituta que le había prestado sus servicios en el coche de la
maidan
y todas las mujeres del mundo.
En sus ojos había lágrimas no derramadas, pero se negó a beber.
—Tienes que beberlo. Te ayudará.
Despina movió la cabeza de un lado a otro. «Pronto estaré en el Paraíso» y le transmitió su mirada cargada de temor.
—Dáselo a él —susurró, y Rob se despidió.
Sus pasos resonaban mientras seguía al soldado por un pasillo, y bajaba dos tramos de escaleras, entraba en otro túnel de piedra y, finalmente, se introducía en otra diminuta celda.
Su amigo estaba pálido.
—Así es, europeo.
—Así es, Karim.
Se abrazaron con firmeza.
—¿Ella está...?
—La he visto. Está bien.
Karim suspiró.
—¡Hacía semanas que no hablaba con ella! Solo me acerqué para oír su voz, ¿me comprendes? Estaba seguro de que ese día nadie me seguía.
Rob asintió.
A Karim le temblaban los labios. Cuando Rob le ofreció la jarra, la cogió y bebió copiosamente. Al devolvérsela, el contenido había menguado en dos tercios.
—Surtirá efecto. La mezcla la hizo Ibn Sina personalmente.
—El viejo al que idolatras. A menudo soñé que lo envenenaba para poder tenerla.
—Todos los hombres alimentan pensamientos perversos. Pero tú no los habrías llevado a la práctica. —Por alguna razón, le pareció vital que Karim supiera esto antes de que le hiciera efecto el narcótico—. ¿Me entiendes?
Karim asintió. Rob lo observó atentamente, temeroso de que hubiese bebido demasiado
buing
. Si la infusión operaba rápidamente, el tribunal de un
mufti
decretaría la muerte de otro médico.
A Karim se le caían los parpados. Permaneció despierto, pero prefería no hablar. Rob lo acompañó en silencio hasta que oyó pisadas.
—Karim.
Su amigo parpadeó.
—¿Ahora?
—Piensa en el
chatir
—dijo Rob cariñosamente. Los pasos se detuvieron y se abrió la puerta: eran tres soldados y dos
mullahs
—. Piensa en el día más feliz de tu vida.
—Zaki-Omar solía ser bondadoso —dijo Karim, y dedicó a Rob una sonrisa breve e inexpresiva.
Dos soldados lo cogieron de los brazos. Rob los siguió fuera de la celda, pasillo abajo, subió tras ellos los dos tramos de peldaños y salió al patio donde el sol reflejaba un destello cobrizo. La mañana era templada y resplandeciente: una última crueldad. Notó que a Karim se le doblaban las rodillas al andar, pero cualquier observador habría pensado que era a causa del miedo. Pasaron junto a la doble hilera de víctimas del
carcan
hasta los bloques, escenario de sus pesadillas.
Algo espantoso yacía junto a un bulto cubierto de negro sobre el terreno bañado en sangre, pero el
buing
se burló de los
mullahs
y Karim no lo vio.
El verdugo parecía apenas mayor que Rob; era un mozo bajo y fornido, de brazos largos y ojos indiferentes. El dinero de Ibn Sina había pagado su fuerza, su destreza y el finísimo filo de su hoja.
Karim tenía los ojos vidriosos cuando los soldados lo hicieron avanzar.
No hubo despedida; la estocada fue rápida y certera. La punta del acero entró en el corazón y produjo la muerte instantánea, tal como había sido acordado con el verdugo en el momento del soborno. Rob oyó que su amigo emitía un sonido semejante a un suspiro de descontento.
Rob debía ocuparse de que Despina y Karim fuesen llevados desde la prisión hasta un cementerio fuera de la ciudad. Pagó bien para que rezaran oraciones sobre las dos sepulturas, lo que era una amarga ironía: los
mullahs
oficiantes se encontraban entre los que habían presenciado las ejecuciones.
Cuando concluyó el funeral, Rob dio cuenta de la infusión que quedaba en la jarra y dejó que el caballo lo guiara.
Pero en las cercanías de la Casa del Paraíso cogió las riendas, lo refrenó y estudió el edificio. El palacio estaba especialmente bello ese día, con sus pendones variopintos ondeando y aleteando bajo la brisa primaveral. El sol destellaba en banderines y alabardas y hacía relucir las armas de los centinelas.
Hicieron eco en sus oídos las palabras de Ala: «Somos cuatro amigos... Somos cuatro amigos...»
Sacudió el puño cerrado.
—¡In-dig-noooo! —gritó.
Su voz rodó hasta la muralla y llegó a los centinelas, que se sobresaltaron.
El oficial bajó y se acercó al guardia que ocupaba el extremo.
—¿Quién es? ¿Lo conoces?
—Sí. Creo que es el
hakim
Jesse. El
Dhimmi
.
Todos estudiaron la figura montada a caballo, lo vieron sacudir el puño una vez más, y notaron la jarra de vino y las riendas flojas del caballo.
El oficial sabía que el judío era el que se había quedado atrás para atender a los soldados heridos cuando la partida de ataque a la India retornó a Ispahán.
—En la cara se le nota que se ha pasado con la bebida. —Sonrió—. Pero no es mala persona. Dejadlo en paz —dijo.
Siguieron con la mirada al caballo castaño que llevaba al médico hacia las puertas de la ciudad.
O sea que era el último sobreviviente de la misión médica de Ispahán. Pensar que Mirdin y Karim estaban bajo tierra era como tragar una infusión de cólera, pesar y tristeza; sin embargo, perversamente, sus muertes volvieron sus días dulces como un beso de amor. Paladeaba los detalles de la vida cotidiana. Respirar hondo, orinar largamente, emitir una lenta ventosidad. Masticar pan duro cuando tenía hambre, dormir si estaba fatigado. Tocar la gordura de su esposa, oírla roncar. Mordisquear la pancita de su hijo hasta que el gorgoteo de su risa infantil arrancaba lágrimas de sus ojos.
Y todo ello a pesar de que Ispahán se había convertido en un lugar sombrío.
Ala y el imán Qandrasseh eran capaces de aniquilar al héroe del atletismo de Ispahán, ¿qué hombre común y corriente se atrevería ahora a quebrantar las leyes islámicas establecidas por el Profeta?
Las prostitutas desaparecieron y en las
maidans
ya no había jarana por las noches. Parejas de
mullahs
patrullaban las calles de la ciudad, fijándose en si un velo cubría inadecuadamente el rostro de una mujer, si un hombre era lento en responder con la oración a la llamada de un muecín, si el propietario de un puesto de refrescos era tan estúpido como para vender vino. Incluso en el Yehuddiyyeh, donde las mujeres siempre se cubrían los cabellos, muchas judías empezaron a usar los pesados velos musulmanes.
Algunos se lamentaban en privado, pues echaban de menos la música y la alegría de noches que habían quedado atrás, pero otros expresaban su satisfacción; en el
maristan
, el
hadji
Davout Hosein dio gracias a Alá durante una oración matinal.
—La mezquita y el Estado nacieron de la misma matriz, unidos, y nunca deben separarse —dijo.
Cada día iban más fieles a casa de Ibn Sina para unirse con él en la oración, pero ahora el Príncipe de los Médicos, al concluir los rezos, volvía a entrar en su casa y nadie lo veía hasta la siguiente oración. Se sumió en la congoja y cayó en el ensimismamiento, y ya no iba al
maristan
a dar clases ni a atender a los pacientes. Quienes ponían objeciones a que los tocara un
Dhimmi
eran tratados por al-Juzjani, aunque no eran muchos, y Rob trabajaba todo el día, pues además de atender a los pacientes de Ibn Sina tenía sus propias responsabilidades.
Una mañana entró en el hospital un viejo enclenque, con mal aliento y los pies sucios. Qasim ibn Sahdi tenía las piernas nudosas como una grulla y un vestigio de barba que parecía comida por las polillas. No sabía cual era su edad y no tenía hogar, porque había pasado casi toda su vida haciendo faenas de criado en una caravana tras otra.
—He viajado por todo el mundo.
—¿Conoces Europa, de donde he venido yo?
—Casi todo el mundo. —No tenía familia, dijo, pero Alá lo protegía—. Llegué ayer con una caravana de lana y dátiles de Qum. En la ruta me vi atacado por un dolor que es como un
djinn
malvado.
—¿Dónde?
Qasim, gruñendo, se tocó el lado derecho del vientre.
—¿Devuelves?
—Señor, vomito constantemente y soy presa de una terrible debilidad. Pero en medio de los mareos Alá me habló y me dijo que cerca había un
hakim
que me curaría. Y al despertar pregunté a la gente si había por aquí un lugar de curación y me orientaron hasta este
maristan
.
Lo llevaron a un jergón, donde lo bañaron y alimentaron ligeramente. Era el primer paciente con la enfermedad abdominal a quien Rob podía examinar en una etapa temprana del malestar. Tal vez Alá sabía como curar a Qasim, pero él lo ignoraba.
Pasó muchas horas en la biblioteca. Por último, y muy cortésmente, Yussuf-ul-Gamal, el cuidador de la Casa de la Sabiduría, le preguntó qué buscaba con tanto empeño.
—El secreto de la enfermedad abdominal. Estoy tratando de encontrar relatos de los antiguos que abrieron el vientre humano antes de que estuviera prohibido hacerlo.
El venerable bibliotecario parpadeó y asintió amablemente.
—Intentaré ayudarte. Déjame ver lo que puedo encontrar —dijo.
Ibn Sina no estaba disponible, y Rob fue a ver a al-Juzjani, que no tenía la paciencia del viejo maestro.
—A menudo la gente muere de destemplanza —respondió al-Juzjani—, pero algunos llegan al
maristan
quejándose de dolor y ardor en el bajo vientre, y luego el dolor desaparece y el paciente vuelve a su casa.
—¿Por qué?
Al-Juzjani se encogió de hombros, lo miró con fastidio y decidió no perder un minuto más con ese tema.
El dolor de Qasim también desapareció días más tarde, pero Rob no quería darlo de alta.
—¿Adónde irás?
El viejo se encogió de hombros.
—Buscaré una caravana,
hakim
, porque las caravanas son mi hogar.
—No todos los que vienen aquí suelen marcharse. Como comprenderás, algunos mueren.
—Todos los hombres deben morir —dijo Qasim gravemente.
—Lavar a los muertos y prepararlos para su entierro es servir a Alá. ¿Podrías hacer ese trabajo?
—Sí,
hakim
, porque como tú dices es un trabajo para Dios —-dijo solemnemente—. Alá me trajo aquí y es posible que Él quiera que me quede.
Había una pequeña despensa contigua a las dos habitaciones que hacían las veces de depósito de cadáveres del hospital. La limpiaron entre los dos, y la despensa se convirtió en el alojamiento de Qasim ibn Sahdi.
—Tomarás tus comidas aquí después de que sean alimentados los pacientes, y puedes lavarte en los baños del
maristan
.
—Sí,
hakim
.
Rob le dio una esterilla para dormir y una lámpara de arcilla. El viejo desenrolló su alfombra de rezo y afirmó que aquel cuartito era el mejor hogar que había tenido en su vida.
Transcurrieron casi dos semanas hasta que las ocupaciones permitieron a Rob ir a hablar con Yussuf-ul-Gamal en la Casa de la Sabiduría. Llevó un regalo como muestra de aprecio por la ayuda que le brindaba el bibliotecario.
Todos los vendedores exhibían pistachos gordos y grandes, pero Yussuf tenía muy pocos dientes para masticar frutos secos, por lo que Rob le compró una canasta de juncos llena de blandos dátiles del desierto.
A última hora de una tarde, Rob y Yussuf se sentaron a comer las frutas en la Casa de la Sabiduría, que estaba desierta.
—He retrocedido en el tiempo —dijo Yussuf— hasta donde me ha sido posible. La antigüedad. Incluso los egipcios, cuya fama de embalsamadores conoces, recibieron la enseñanza de que era malo y que significaba una desfiguración de los muertos abrirles el abdomen.
—Pero... ¿cómo se las arreglaban para momificar?
—Eran hipócritas. Pagaban a unos hombres despreciables, llamados
paraschistes
, para que pecaran haciendo la incisión prohibida. En cuanto practicaban el corte, los
paraschistes
huían con el fin de que no los mataran a pedradas, en un reconocimiento de culpabilidad que permitía a los respetables embalsamadores vaciar los órganos del abdomen y seguir adelante con sus métodos de conservación.
—¿Estudiaban los órganos que quitaban? ¿Dejaron escritas sus observaciones?
—Embalsamaron durante cinco mil años, destripando casi a las tres cuartas partes de mil millones de seres humanos que habían muerto de todas las enfermedades imaginables, y almacenaron sus vísceras en vasijas de arcilla, piedra caliza o alabastro, o simplemente las tiraron. Pero no hay pruebas de que alguna vez hayan estudiado los órganos.
»Los griegos... son otra historia. Y ocurrió en la misma región del Nilo —Yussuf se sirvió más dátiles—. Alejandro Magno asaltó esta Persia nuestra como un bello y joven dios de la guerra, novecientos años antes del nacimiento de Mahoma. Conquistó el mundo antiguo y, en el extremo noroccidental del delta del Nilo, en una franja de tierra que se extiende entre el mar Mediterráneo y el lago Mareotis, fundó una ciudad llena de gracia a la que dio su nombre.
»Diez años más tarde murió de fiebre de los pantanos, pero Alejandría ya era un centro de la cultura griega. Con el desmembramiento del imperio alejandrino, Egipto y la nueva ciudad cayeron en manos de Ptolomeo de Macedonia, uno de los más sabios entre los allegados de Alejandro. Ptolomeo creó el Museo de Alejandría, la primera universidad del mundo, y la gran Biblioteca de Alejandría. Todas las ramas del conocimiento prosperaron, pero la escuela de medicina atrajo a los estudiantes más prometedores del mundo entero. Por primera y única vez en la larga historia del hombre, la anatomía se convertía en la piedra angular de la ciencia, y durante los trescientos años siguientes se practicó a gran escala la disección del cuerpo humano.