El médico (91 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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La gente rugió extasiada al ver a su rey guerrero. Cuando levantó la mano para hacer el saludo real, sabían que les estaba prometiendo Ghazna. Rob estudió la espalda erguida del sha; en ese momento, Ala no era Ala: se había transformado en Jerjes, se había transformado en Darío, se había transformado en Ciro el Grande. Era todos los conquistadores de todos los hombres.

Somos cuatro amigos. Somos cuatro amigos
. Rob se mareó al pensar en todas las ocasiones en que le habría resultado fácil matarlo.

Ahora estaba en el fondo de la multitud. Aunque hubiese estado adelante, lo habrían reducido en el mismo instante en que cayera sobre el rey. Se volvió. No esperó con los demás para ver el desfile de tropas de quienes iban a la gloria o a la muerte. Se separó con esfuerzo de la turba y caminó a ciegas hasta llegar a las orillas del Zayendeh, el Río de la Vida.

Se sacó del dedo el anillo de oro macizo que Ala le había dado por sus servicios en la India y lo arrojó a las aguas pardas. Luego, mientras en la distancia el gentío bramaba y bramaba, volvió andando al
maristan
.

Qasim había bebido grandes dosis de la infusión, pero se le notaba muy grave. Tenía los ojos vacíos, y el semblante pálido y hundido. Temblaba aunque hacía calor, y Rob lo tapó con una manta. Poco después, la manta estaba empapada y la cara de Qasim ardía.

A última hora de la tarde el dolor era tan intenso que cuando Rob le tocó el abdomen, el viejo gritó.

Rob no volvió a casa. Se quedó en el
maristan
, permaneciendo a menudo junto al jergón de Qasim.

Esa noche, en medio del dolor, se produjo un alivió total. Por un instante, la respiración de Qasim fue serena y regular, y se quedó dormido. Rob se atrevió a albergar esperanzas, pero unas horas más tarde volvió la fiebre, la temperatura de su cuerpo aumentó más aún, el pulso se volvió rápido y en algunos momentos era casi imperceptible.

Qasim se agitaba y revolvía en sus delirios.

—¡Nuwas! —llamó—. Ah, Nuwas.

A veces hablaba con su padre o con su tío Nili, y repetidas veces llamó a la desconocida Nuwas.

Rob le cogió las manos y el corazón le dio un vuelco: no las soltó, porque ahora solo podía ofrecerle su presencia y el exiguo consuelo de un contacto humano. Por último, la laboriosa respiración se aquietó hasta parar por completo. Rob aún apretaba las callosas manos de Qasim cuando éste expiró.

Pasó un brazo por debajo de las rodillas nudosas y el otro bajo los hombros huesudos, trasladó el cadáver al depósito y luego entró en el cuartito de al lado. Apestaba: tendría que ocuparse de que lo fregaran. Se sentó entre las pertenencias de Qasim, que eran pocas: una harapienta túnica de recambio, una alfombra de rezo hecha jirones, unas hojas de papel y un cuero curtido en el que un escriba pagado por Qasim había copiado varias oraciones del Corán. Dos frascos del vino prohibido. Una hogaza de pan armenio endurecido y un cuenco con olivas verdes rancias. Una daga barata, con la hoja mellada.

Era más de medianoche y casi todo el hospital dormía. De vez en cuando, un enfermo gritaba o lloraba. Nadie lo vio retirar las escasas pertenencias de Qasim del cuartito. Mientras arrastraba la mesa de madera, se cruzó con un enfermero, pero la escasez de mano de obra dio a éste ánimos para desviar la mirada y pasar deprisa junto al
hakim
, antes de que le encargara más trabajo del que ya tenía.

En el cuarto, bajo dos patas de un lado de la mesa, Rob puso una tabla para lograr una inclinación. En el suelo, debajo del extremo más bajo, colocó una palangana. Necesitaba mucha luz y merodeo por el hospital, birlando cuatro lámparas y una docena de velas, que dispuso alrededor de la mesa como si fuera un altar. Sacó a Qasim del depósito y lo acostó en la mesa.

Incluso mientras el viejo agonizaba, Rob sabía que transgrediría el mandamiento.

Pero ahora que había llegado el momento, le resultaba difícil respirar. No era un antiguo embalsamador egipcio que podía llamar a un despreciable
paraschiste
para que abriera el cadáver y cargara con el pecado. El acto y el pecado, si lo había, serían responsabilidad suya.

Cogió una cuchilla quirúrgica curva, con punta de sondeo, llamada bisturí, y practicó la incisión, abriendo el abdomen desde la ingle hasta el esternón. La carne se partió crujiente y comenzó a rezumar sangre.

Rob no sabia cómo proceder, y apartó la piel del esternón, pero luego se puso nervioso.

En toda su vida solo había tenido dos amigos que eran sus pares y los dos habían muerto con la cavidad corporal cruelmente herida. Si lo descubrían, moriría de la misma manera, pero además lo desollarían. Dejó el cuartito y deambuló nervioso por el hospital, pero los pocos que estaban despiertos no le prestaron la menor atención. Aún tenía la impresión de que el suelo se había abierto y caminaba en el aire, pero ahora poseía la convicción de estar asomado a las profundidades del abismo.

Buscó una sierra de dientes pequeños para huesos, la llevó al minúsculo laboratorio improvisado y serró a través del esternón, a imitación de la herida que había matado a Mirdin en la India. En el fondo de la incisión cortó desde la ingle hasta el interior del muslo, dejando un gran colgajo que logró echar hacia atrás, para dejar a la vista la cavidad abdominal. Debajo de la barriga rosada, la pared estomacal era carne roja y hebras blancuzcas de músculo, y hasta el flaquísimo Qasim tenía glóbulos amarillentos de grasa.

El delgado revestimiento interior de la pared abdominal estaba inflamado y cubierto por una sustancia coagulable. A sus ojos deslumbrados, los órganos parecían sanos, excepto el intestino delgado, que estaba enrojecido e hinchado en muchos sitios. Hasta los vasos más pequeños estaban tan llenos de sangre, que daban la impresión de haber sido inyectados con cera roja. Una pequeña parte embolsada de la tripa estaba extraordinariamente negra y adherida al revestimiento abdominal. Cuando intentó separar ambas partes tirando suavemente, las membranas se rompieron dejando a la vista el equivalente a dos o tres cucharadas de pus: la infección que tantos dolores había causado a Qasim. Rob sospechaba que el sufrimiento del viejo había cesado cuando el tejido afectado se hernió. Un fluido poco denso, oscuro y fétido había escapado de la inflamación hacia la cavidad del abdomen. Hundió la yema del dedo en el líquido y lo olisqueó con interés, pues aquel podía ser el veneno causante de la fiebre y del desenlace.

Quería examinar los otros órganos, pero tenía miedo.

Cosió atentamente la abertura por si los religiosos tenían razón. Cuando Qasin Ibn Sahdi resucitara de su tumba, estaría entero. Le cruzó las muñecas, las atajó y usó un paño grande para vendarle los riñones. Con gran cuidado, envolvió el cadáver en una mortaja y lo devolvió al depósito, para que lo enterraran por la mañana.

—Gracias, Qasim —dijo con tono sombrío—. Que en paz descanses.

Se llevó una sola vela a los baños del
maristan
, donde se lavó y se cambió de ropa. Pero aún perduraba en su cuerpo el olor a muerte, y se frotó las manos y los brazos con perfume.

Afuera, en la oscuridad, seguía asustado. No podía creer en lo que había hecho.

Al filo del amanecer se acostó en su jergón. Por la mañana dormía profundamente, y Mary se puso ceñuda cuando respiró el aroma florido de otra mujer que impregnaba toda la casa.

71
EL ERROR DE IBN SINA

Yussuf-ul-Gamal llamó a Rob a la sombra erudita de la biblioteca.

—Quiero mostrarte un tesoro.

Era un libro voluminoso, una copia evidentemente nueva de la obra maestra de Ibn Sina, el
Canon de medicina
.

—Este
Qanun
no es de propiedad de la Casa de la Sabiduría, sino una copia hecha por un escriba que conozco. Está en venta.

¡Ah! Rob lo cogió. Era un primor, con letras negras y vigorosas sobre cada pagina de color marfil. Era un códice, un libro con muchos pliegues, grandes hojas de vitela dobladas y luego cortadas para que se pudieran volver cómodamente las páginas. Los pliegues estaban finamente cosidos entre las tapas de delicada piel de cordero curtida.

—¿Es muy caro?

Yussuf movió la cabeza afirmativamente.

—¿Cuanto?

—Lo vende por ochenta
bestis
de plata, porque necesita dinero.

Rob frunció los labios, pues sabia que no contaba con esa cifra. Mary tenía una importante suma de dinero de su padre, pero él y Mary ya no...

Rob meneó la cabeza. Yussuf suspiró.

—Pensé que tú debías tenerlo.

—¿Cuándo debe estar vendido?

Yussuf se encogió de hombros.

—Puedo retenerlo dos semanas.

—De acuerdo. Guárdalo.

El bibliotecario lo miró dubitativamente.

—¿Entonces tendrás el dinero,
hakim
?

—Si esa es la voluntad de Dios.

Yussuf sonrió.

—Sí.
Imshallah
.

Puso un pestillo fuerte y una cerradura pesada en la puerta del cuartito contiguo al depósito. Llevó otra mesa, una chaira, un tenedor, un cuchillo pequeño, diversos escalpelos afilados y el tipo de cincel que usan los picapedreros; un tablero de dibujo, papel, carbones y regletas; tiras de cuero, arcilla y cera, plumas y un tintero.

Un día se hizo acompañar al mercado por varios estudiantes fuertes, y volvieron con un cerdo sacrificado. A nadie le pareció extraño que dijera que iba a hacer algunas disecciones en el cuartito. Esa noche, a solas, llevó el cadáver de una joven que había muerto pocas horas antes y lo puso sobre la mesa vacía. En vida, la mujer se llamaba Melia.

Esta vez Rob estaba más ansioso y menos asustado. Él había meditado sobre sus temores y no creía que sus actos estuviesen inspirados en la brujería ni en la obra de un
djinn
. Pensaba que se le había concedido la posibilidad de convertirse en médico para trabajar en la protección de la más excelsa creación de Dios, y que el Todopoderoso no vería con malos ojos que aprendiera más acerca de tan compleja e interesante criatura.

Abrió el cerdo y la mujer, dispuesto a hacer una atenta comparación de ambas anatomías. Dado que comenzó la doble inspección en la zona donde se asentaba la enfermedad abdominal, en seguida descubrió algo. El ciego del cerdo, la tripa embolsada donde comenzaba el intestino grueso, era de tamaño considerable, pues medía unas dieciocho pulgadas de longitud. El ciego de la mujer era comparativamente diminuto, de apenas dos o tres pulgadas de largo y el ancho del dedo meñique de Rob. ¡Albricias! Adherido a este pequeño ciego había... algo. No se parecía a nada tanto como a un gusano rosado, descubierto en el jardín, recogido y puesto en el interior de la barriga de la mujer.

El cerdo de la otra mesa no tenía ninguna adherencia en forma de gusano, y Rob nunca había observado un apéndice similar en las tripas de esos animales.

No se precipitó a sacar conclusiones. En principio pensó que las pequeñas dimensiones del ciego de la mujer podían corresponder a una anomalía, y que aquella cosita en forma de gusano era un raro tumor o algún otro tipo de excrescencia.

Preparó el cadáver de Melia para su entierro con tanto cuidado como había dispuesto el de Qasim y lo devolvió al depósito.

Pero en las noches siguientes abrió los cuerpos de un jovenzuelo, de una mujer de edad mediana y de un bebé de seis semanas. En cada caso descubrió, con creciente emoción, que aparecía el mismo apéndice de tamaño minúsculo. El "gusano" formaba parte de todas las personas..., pequeña prueba de que los órganos de un ser humano no eran idénticos a los de un cerdo.

«¡Oh, maldito Ibn Sina!»

—Viejo condenado —murmuró. ¡Estás equivocado!

Pese a lo que había escrito Celso, pese a las enseñanzas transmitidas durante mil años, hombres y mujeres eran seres singulares. En tal caso, ¡cuantos magníficos misterios podrían descubrirse y resolverse con solo buscarlos en el interior de los cuerpos humanos!

A lo largo de toda su vida, Rob había estado solo hasta que la encontró, pero ahora volvía a estarlo y no lo soportaba. Una noche, al regresar a casa se tendió a su lado, entre los dos niños dormidos.

No intentó tocarla, pero ella se volvió como un animalito salvaje. Le dio una sonora bofetada. Era una mujer corpulenta y lo bastante fuerte para producirle dolor. Rob le cogió las manos y se las sujetó a los costados del cuerpo.

—Loca.

—¡No te acerques a mí después de estar con las rameras persas!

Rob comprendió que ella pensaba eso por el aroma que despedía todos los días al volver a casa.

Uso perfume porque todas las noches hago disecciones de animales en el
maristan
.

Ella no dijo nada, pero al instante intentó liberarse. Rob sintió su cuerpo, tan conocido, junto al suyo, mientras ella se debatía, y percibió el aroma de sus cabellos rojos en la nariz.

—Mary.

Comenzó a serenarse, tal vez por algo que percibió en la voz de Rob. Sin embargo, cuando él se volvió para besarla, no le habría sorprendido que le mordiera la boca o en el cuello, pero no fue así. Le llevó un momento darse cuenta de que le estaba devolviendo los besos. Dejó de aferrarle la manos y se sintió infinitamente agradecido cuando tocó unos pechos rígidos, aunque no por la rigidez de la muerte.

Rob no sabía si Mary lloraba o estaba excitada, pues oía, breves gemidos.

Probó sus pezones lechosos y le hurgó el ombligo. Debajo de aquella panza cálida, había un entramado de vísceras grises y rosadas, como cardúmenes en las aguas del mar, pero sus miembros no estaban duros y fríos, y en el montículo uno de sus dedos y luego dos encontraron calor y terreno resbaladizo: la materia que compone la vida.

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