El médico (95 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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No los persiguieron. Poco después dejaron atrás los campamentos, pero cuando Rob volvió la mirada notó que ascendía una nube rosada y comprendió que Ispahán estaba ardiendo.

Viajaron toda la noche, y cuando asomaron las primeras luces tenues del amanecer, notó que habían salido de las montañas y ya no había soldados a la vista. Tenía el cuerpo entumecido y en cuanto a los pies... sabía que cuando dejara de andar el dolor sería otro enemigo. Ahora los dos niños gimoteaban y su esposa, con el rostro ceniciento, cabalgaba con los ojos cerrados, pero Rob no se detuvo. Obligó a sus cansadas piernas a seguir adelante, conduciendo los camellos rumbo al oeste, hacia la primera aldea judía.

SÉPTIMA PARTE
EL RETORNO

75
LONDRES

Cruzaron el Gran Canal el veinticuatro de marzo del año del Señor de 1043, y tocaron tierra a última hora de la tarde, en Queen's Hythe. Quizá si hubiesen llegado a la ciudad de Londres un cálido día de verano, el resto de su vida habría sido diferente, pero Mary pisó tierra bajo un aguanieve primaveral llevando a su hijo menor que, al igual que su padre, había vomitado sin parar desde Francia hasta el final del viaje. Le disgustó la ciudad y desconfió de ella por su desapacible humedad del primer momento.

Apenas había lugar para desembarcar. Rob contó más de una veintena de temibles naves de guerra negras ancladas y meciéndose en la marejada, y había embarcaciones mercantes por todos lados. Los cuatro estaban exhaustos por el viaje. Se encaminaron a una de las posadas cercanas al mercado de Southwark, que Rob recordaba, pero resultó ser una pocilga infame plagada de bichos, lo que volvió más desdichada aún su primera noche en Londres.

A la mañana siguiente, con las primeras luces, Rob salió solo a buscar un alojamiento mejor. Bajó el talud y cruzó el Puente de Londres, que se mantenía en buen estado y era el detalle que menos había cambiado en la ciudad. Londres se había expandido; donde antes había praderas y huertos, vio edificios desconocidos y calles que serpenteaban tan delirantemente como las del Yehuddiyyeh. La zona norte le resultó del todo extraña, pues cuando era niño había sido el barrio de casas solariegas rodeadas de campos y jardines, propiedades de las familias antiguas. Evidentemente, algunas habían sido vendidas, y la tierra se usaba para oficios más sucios. Había una fundición de hierro, los orfebres tenían su propio grupo de casas y tiendas, lo mismo que los plateros y los trabajadores del cobre. No era un lugar para vivir, con su velo de humo brumoso, el hedor de las curtidurías, los constantes martillazos sobre los yunques, el rugido de los hornos, los golpeteos, golpes y golpazos de manufacturas e industrias.

A sus ojos, en todos los barrios faltaba algo. Cripplegate había que desecharlo a causa del terreno pantanoso no desecado, Halborn y Fleet se hallaban demasiado alejadas del centro de Londres, y Cheapside estaba abarrotada de tiendas minoristas. Los bajos de la ciudad se encontraban aun más congestionados, pero habían sido parte fundamental de su infancia y se sintió atraído por el puerto.

La calle del Támesis era la más importante de Londres. En la mugre de las estrechas callejuelas que corrían desde Puddle Dock en un extremo y Tower Hill en el otro, vivían porteadores, estibadores, sirvientes y otros desgraciados, pero la larga franja de la calle del Támesis propiamente dicha y sus embarcaderos y desembarcaderos eran un próspero centro de las exportaciones, importaciones y comercios mayoristas. En el lado sur de la calle, el malecón y los muelles obligaban a cierta alineación, pero el lado norte era un disparate a veces estrecho y por momentos ancho. En algunos lugares, de las casonas asomaban fachadas abultadas como vientres de embarazadas. De vez en cuando sobresalía un jardincillo vallado o un almacén se alzaba a cierta distancia de la calle. Este era casi todo el tiempo un hervidero de seres humanos y animales cuyos efluvios vitales y sonidos recordaba muy bien.

En una taberna preguntó por una casa desocupada y le hablaron de una no muy lejos del Walbrook. De hecho, la casa estaba junto a la pequeña iglesia de St. Asaph, y Rob se dijo que a Mary le gustaría. En la planta baja vivía el propietario, Peter Lound. El piso de arriba estaba en alquiler, y consistía en una pequeña habitación y una sala grande de uso general, que se comunicaban con la bulliciosa calle por una escalera empinada.

No había huellas de ningún tipo de parásitos, y el precio parecía correcto. El emplazamiento era bueno, pues en las calles laterales de la pendiente que subía hacia el norte vivían y tenían sus tiendas comerciantes ricos. Rob no perdió un instante en ir a buscar a su familia a Southwark.

—Todavía no es un hogar digno, pero servirá, ¿verdad? —preguntó a su mujer.

La mirada de Mary era tímida y su respuesta se perdió por el repentino tañido de las campanas de St. Asaph, que resultó excesivamente audible.

En cuanto estuvieron instalados, Rob se apresuró a ir a ver a un fabricante de carteles y le pidió que tallara una tabla de roble y pintara las letras de negro. Cuando la placa estuvo lista, la clavó en la puerta de su casa de la calle del Támesis, para que todos supieran que allí vivía «Robert Jeremy Cole, médico».

Al principio, para Mary fue agradable encontrarse entre británicos y hablar inglés, aunque seguía dirigiéndose a sus hijos en gaélico, pues quería que dominaran la lengua de los escoceses. La posibilidad de comprar en Londres era embriagadora. Buscó a una costurera y le encargó un vestido de buen paño marrón. Habría preferido un azul como el de la tintura que una vez le había regalado su padre, un azul cielo estival, que naturalmente era imposible. No obstante, el vestido resultó atractivo: largo y ceñido, de alto cuello redondo y mangas tan holgadas que bajaban hasta sus muñecas en voluptuosos pliegues.

Para Rob encargaron unos buenos pantalones grises y una capa. Aunque él protestó por la extravagancia, Mary le compró dos batas negras de médico, una de paño ligero y sin forro y la otra más pesada, con una capucha ribeteada de piel de zorro.

Hacía tiempo que necesitaba ropa nueva, pues seguía usando la que habían comprado en Constantinopla después de completar las etapas de las seguras aldeas judías como quien sigue una cadena eslabón a eslabón. Él se había recortado la tupida barba hasta convertirla en una perilla de chivo, se vistió a la usanza occidental y cuando se unieron a una caravana, Jesse ben Benjamin había desaparecido. Ocupó su lugar Robert Jeremy Cole, un inglés que volvía a su tierra con su familia.

Siempre práctica, Mary había conservado el caftán y usó la tela para hacer prendas a sus hijos. También guardaba las ropas de Rob J. para Tam, tarea que se vio dificultada porque el mayor estaba muy desarrollado para su edad y Tam era algo más pequeño que la mayoría de los niños de su edad, porque había estado gravemente enfermo durante el viaje. En la ciudad franca de Freising los dos niños contrajeron anginas y tenían los ojos llorosos, y después padecieron fiebres altas que afligieron a Mary con la idea de que perdería a sus hijos. Los niños estuvieron febriles días enteros. A Rob J. no le quedaron secuelas visibles, pero la enfermedad se había asentado en la pierna izquierda de Tam, que se volvió pálida y parecía sin vida.

La familia Cole llegó a Freising con una caravana que tenía previsto partir en breve, y el amo dijo que no esperaría a los enfermos.

—Vete y maldito seas —le había dicho Rob, porque el niño necesitaba tratamiento y lo recibiría.

Mantuvo vendajes húmedos y calientes sobre el miembro de Tam, quedándose sin dormir para cambiarlos constantemente y rodear la pequeña pierna con sus grandes manos, doblar la rodilla y hacer trabajar los músculos una y otra vez, pellizcar, retorcer y masajear la pierna con grasa de oso. Tam se recuperó, aunque lentamente. Llevaba menos de un año caminando cuando lo atacó la enfermedad. Tuvo que aprender de nuevo a arrastrarse y gatear, y cuando dio los primeros pasos no mantenía bien el equilibrio, pues la pierna izquierda era ligeramente más corta que la otra.

Estuvieron en Freising casi doce meses aguardando la recuperación de Tam y luego una caravana adecuada. Aunque nunca llegó a querer a los francos, Rob se mostró algo más comprensivo con sus costumbres. La gente iba a consultarle a pesar de la ignorancia de su idioma, pues habían notado con cuanto cuidado y ternura trataba a su propio hijo. Nunca dejó de atender la pierna de Tam, y aunque a veces el niño arrastraba un poco el pie izquierdo al andar, se encontraba entre los niños más activos de Londres.

Por cierto, sus dos hijos se encontraban más a gusto en Londres que la madre, la cual no lograba adaptarse. Encontró que el tiempo era húmedo y los ingleses, fríos. Cuando iba al mercado tenía que reprimirse para no deslizarse en el animado regateo oriental al que se había acostumbrado afectuosamente. Los londinenses, en general, eran menos amables de lo que esperaba. Hasta Rob dijo que echaba de menos el efusivo fluir de la conversación persa.

—Aunque rara vez la adulación era algo más que una palabrería hueca, resultaba agradable —le dijo con tono melancólico.

Mary se encontraba en un atolladero con respecto a él. Algo estaba ausente en el lecho matrimonial, se palpaba una falta de júbilo que no sabía definir. Compró un espejo y estudió su imagen, notando que su cutis había perdido brillo debido al cruel sol del largo viaje. Tenía la cara más delgada que antes y los pómulos más pronunciados. Sabía que sus pechos se habían alterado por la lactancia. En las calles de la ciudad pululaban las furcias de mirada dura y algunas eran bellas. ¿Recurriría Rob a ellas tarde o temprano?

Lo imaginó diciéndole a una prostituta lo que había aprendido del amor en Persia y sufrió viéndolos rodar y muertos de risa, como en otros tiempos hacían ella y Rob.

Para Mary, Londres era una ciénaga negra en la que ya estaban hundidos hasta los tobillos. La comparación no era casual, pues la ciudad olía peor que cualquier pantano encontrado durante sus viajes. Las cloacas abiertas y la tierra no eran peores que las cloacas abiertas y el polvo de Ispahán, pero aquí se multiplicaba el numero de habitantes y en algunos lugares vivían hacinados, de modo que la fetidez acumulada de sus desechos corporales y de la basura era abominable.

Al llegar a Constantinopla y encontrarse otra vez entre una mayoría cristiana, se dedicó a frecuentar con gran asiduidad las iglesias, pero ahora su fervor se había templado porque los templos londinenses la abrumaban. En Londres había muchas más iglesias que mezquitas en Ispahán: más de un centenar de ellas descollaban de los demás edificios —era una ciudad construida entre iglesias— y «hablaban» con una constante voz atronadora que la hacía temblar. A veces sentía que estaba a punto de ser levantada y arrastrada por un gran viento agitado por las campanas. Aunque la iglesia de St. Asaph era pequeña, sus campanas eran grandes y retumbaban en la casa de la calle del Támesis, repicaban en vertiginoso concierto con los campanarios de las otras iglesias, comunicándose más eficazmente que un ejército de muecines. Las campanas llamaban a los fieles a la oración, las campanas estaban presentes en la consagración de la misa, las campanas advertían del toque de queda a los rezagados; las campanas anunciaban bodas y bautizos, y sonaban en un tañido fúnebre y solemne por cada alma que pasaba a mejor vida; las campanas era la alerta de incendios y disturbios, daban la bienvenida a los visitantes distinguidos, sonaban para anunciar los días festivos y doblaban con tonos apagados para señalar los desastres. Para Mary, las campanas eran la ciudad.

Y odiaba las condenadas campanas.

La primera persona atraída a su puerta por el nuevo cartel no era un paciente. Quien había llamado era un hombre menudo y cargado de espaldas, que parpadeaba y miraba a través de sus ojos siempre entornados.

—Nicholas Hunne, médico —se presentó e inclinó su cabeza calva a la manera de un gorrión, esperando la reacción—. De la calle del Támesis —agregó significativamente.

—He visto vuestra placa —dijo Rob y sonrió—. Vos estáis en un extremo de la calle, maestro Hunne, y ahora yo me establezco en el otro. Entre ambos hay suficientes londinenses enfermos para una docena de ajetreados médicos.

Hunne arrugó la nariz.

—No tantos enfermos como creéis. Y no tantos médicos ajetreados. Londres ya está abarrotada de profesionales de la medicina, y opino que una población alejada sería mejor elección para un médico que se inicia.

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