—Una idea oriental que se está extendiendo. He oído hablar de un hospital recién creado en Salerno, y hace tiempo que funciona el Hôtel Dieu en París. Pero permitidme advertir que los pacientes van a morir al Hôtel Dieu, un lugar infernal donde se los ingresa y luego se los olvida.
—Los hospitales no tienen por qué ser como el Hôtel Dieu —afirmó Rob, molesto porque no podía hablarles del
maristan
.
En ese momento intervino Hunne.
—Tal vez ese sistema funcione para las razas inferiores, pero los médicos ingleses son de espíritu más independiente y deben tener la libertad de orientar como quieran su propio negocio.
—Pero sin duda la medicina es algo más que un negocio —objetó Rob suavemente.
—Es algo menos que un negocio —le contradijo Hunne—, dados los honorarios bajos que se perciben, y con cretinos recién llegados que se instalan en Londres. ¿Cómo decís y cómo interpretáis eso de que es algo más que un negocio?
—Es una vocación, maestro Hunne. Igual que se dice que algunos hombres reciben la divina llamada de la Iglesia.
Brace rompió a reír. Pero el presidente carraspeó, pues estaba harto de rencillas.
—¿Quién pronunciará el discurso el mes próximo? —preguntó.
Nadie respondió.
—Vamos, cada uno debe poner su parte —insistió Dryfield, impaciente.
Rob sabía que era un error ofrecerse como conferenciante en la primera reunión. Pero nadie abrió la boca, y por último se decidió.
—Yo, si nadie se opone.
Dryfield enarcó las cejas.
—¿Sobre qué tema?
—Hablaré sobre la enfermedad abdominal.
—¿Sobre la enfermedad abdominal, maestro... Crowe, no?
—Cole.
—Maestro Cole, sí. Una charla sobre la enfermedad abdominal será estupenda —dijo el presidente, y sonrió.
Julia Swane, acusada de brujería, había confesado. Encontraron la mancha de la brujería en la suave carne blanca de la parte interior del brazo, inmediatamente debajo del hombro izquierdo. Su hija Glynna testimonió que Julia la había sujetado y se reía mientras alguien que por lo que sabía era el demonio, la usaba sexualmente. Varias víctimas la acusaron de hacer hechizos. La bruja había decidido confesar todo mientras la tenían atada en el taburete mojado, antes de sumergirla en el helado Támesis, y ahora cooperaba con los eclesiásticos resueltos a arrancar el mal de raíz y que, según se rumoreaba, la estaban entrevistando a fondo sobre todo tipo de temas relacionados con la brujería. Rob trató de no pensar en ella.
Compró una gorda yegua gris y la alojó en los que habían sido establos de Egglestan, ahora de propiedad de un tal Thorne. Estaba envejecida y era delgada, se dijo Rob, pero no pensaba jugar con ella a pelota y palo. Cuando lo llamaban, iba a caballo a ver a los pacientes, y había otros que llegaban a su puerta.
Era la época del crup. Aunque le habría gustado contar con medicinas persas como el tamarindo, la granada y el higo en polvo, preparaba pociones con lo que tenía a mano: verdolaga remojada en agua de rosas para hacer gárgaras en los casos de gargantas inflamadas, una infusión de violetas secas para tratar los dolores de cabeza y la fiebre, resina de pino mezclada con miel para combatir las flemas y la tos...
Un día fue a verlo un hombre que se presentó como Thomas Hood. Tenía la barba y el pelo de color zanahoria y la nariz descolorida. A Rob le pareció un rostro conocido, y al cabo de poco se dio cuenta de que era el transeúnte que presenció el incidente entre el judío y los dos marineros. Hood se quejó de síntomas de aftas, pero no tenía pústulas en la boca, ni fiebre, ni la garganta enrojecida, y era demasiado vital para estar enfermo. De hecho, fue una constante fuente de preguntas personales. ¿Con quien había aprendido Rob? ¿Vivía solo? ¿No tenía esposa ni hijos? ¿Cuánto tiempo llevaba en Londres? ¿De dónde había venido?
Hasta un ciego vería que aquel no era un paciente sino un fisgón. Rob no respondió, le recetó un poderoso purgante que sabía que no tomaría y lo acompañó a la puerta en medio de más preguntas de las que no hizo el menor caso.
Pero la visita lo fastidió desmesuradamente. ¿Quién había enviado a Hood? ¿Para quién hacía averiguaciones? ¿Y era mera coincidencia que hubiese observado como Rob había puesto en fuga a los dos marineros?
Al día siguiente, conoció algunas posibles respuestas cuando fue al herbolario a comprar ingredientes para sus medicinas y volvió a encontrarse con Aubrey Rufus.
—Hunne habla mal de vos cada vez que tiene la oportunidad —le contó Rufus—. Dice que sois demasiado impertinente. Que tenéis la apariencia de un rufián y un sinvergüenza, y que duda de que seáis médico. Intenta impedir la entrada al Liceo a quienes no hayan hecho el aprendizaje con médicos ingleses.
—¿Qué me aconsejáis?
—Nada —dijo Rufus—. Es evidente que no se resigna a compartir la calle del Támesis con vos. Todos sabemos que Hunne sería capaz de vender los cojones de su abuelo por una moneda. Nadie le hará caso.
Reconfortado, Rob volvió a su casa.
Disiparía las dudas de esa gente con erudición, resolvió, y se dedicó a preparar el discurso acerca de la enfermedad abdominal como si tuviera que pronunciarlo en la madraza. El Liceo original, cerca de la antigua Atenas, era el ámbito donde Aristóteles pronunciaba sus discursos; él no era Aristóteles, pero había sido instruido por Ibn Sina y enseñaría a aquellos médicos londinenses como podía ser una clase de medicina.
Mostraron interés, indudablemente, porque todos los que asistían al Liceo habían perdido pacientes que padecieron la enfermedad del lado derecho del bajo vientre. Pero también hubo un desdén generalizado.
—¿Un gusanito? —dijo arrastrando la voz un médico estrábico, apellidado Sargent—. ¿Una pequeña lombriz rosa en la barriga?
—Un apéndice en forma de lombriz, maestro —dijo bruscamente Rob—. Adherido al ciego. Y supurante.
—Los dibujos de Galeno muestran que no hay ningún apéndice en forma de gusano en el ciego —objetó Dryfield—. Celso, Rhazes, Aristóteles, Dioscorides... ¿alguno de ellos ha escrito sobre ese apéndice?
—Ninguno. Lo que no significa que no exista.
—¿Alguna vez habéis hecho la disección de un cerdo, maestro Cole? pregunto Hunne.
—Sí.
—Bien, entonces sabréis que las interioridades del cerdo son idénticas a las del hombre. ¿Alguna vez habéis observado un apéndice rosa en el ciego de un cerdo?
—¡Era una pequeña salchicha de cerdo! —gritó un gracioso, y la carcajada fue general.
—Interiormente el cerdo parece igual al hombre —dijo Rob con su tono más paciente—, pero hay sutiles diferencias. Una de ellas es ese pequeño apéndice en el ciego humano. —Desenrolló la lamina de
El hombre transparente
y la fijó en la pared con alfileres de hierro—. A esto me refiero. Aquí esta representado el apéndice en las primeras etapas de la irritación.
—Supongamos que la enfermedad abdominal se desarrolle precisamente de la forma que habéis descrito —dijo un médico con fuerte acento danés—. ¿Sugerís alguna cura?
—No conozco ninguna cura.
Se oyeron protestas.
—Entonces, ¿qué importancia puede tener un gusanito si no conocemos el origen de la enfermedad? —vocearon otros, olvidando cuanto odiaban a los daneses, con tal de unirse en su oposición al recién llegado.
—La medicina es como una lenta obra de albañilería —razonó Rob—. Somos afortunados si en el plazo de una vida podemos poner un solo ladrillo. Y si podemos explicar la enfermedad, alguien que aún no ha nacido estará en condiciones de conseguir su curación.
Más protestas.
Se apiñaron para estudiar la ilustración.
—¿Lo habéis dibujado vos, Master Cole? —preguntó Dryfield al ver la firma.
—Sí.
—Un trabajo excelente —dijo el presidente—. ¿Cuál fue su modelo?
—Un hombre al que le rajaron el vientre.
—Entonces solo habéis visto uno de esos apéndices —terció Hunne—.
Y sin duda la voz omnipotente que os dio a conocer vuestra
vocación
también os dijo que la pequeña lombriz rosa en las tripas es universal, ¿verdad?
Las palabras de Hunne provocaron nuevas risas y Rob sintió la afrenta de una provocación.
—Estoy convencido de que el apéndice del ciego es universal. Lo he visto en más de una persona.
—¿Digamos que en... cuatro?
—Digamos que en media docena.
Lo contemplaban a él y no al dibujo.
—¿Media docena, maestro Cole? ¿Y cómo es que llegasteis a ver el interior del cuerpo de seis seres humanos? —lo aguijoneó Dryfield.
—Algunos vientres quedaron expuestos en el curso de accidentes. Otros en peleas. No todos eran pacientes míos y los incidentes se produjeron a lo largo de cierto periodo de tiempo.
Aquello sonó inverosímil incluso para sus oídos.
—¿Mujeres además de hombres? —preguntó Dryfield.
—Varias eran mujeres, en efecto —dijo Rob a regañadientes.
—Hmmm —murmuró el presidente, dejando bien claro que lo consideraba un mentiroso.
—Entonces, ¿las mujeres se habían batido en duelo? —inquirió Hunne con la suavidad de la seda, y esta vez hasta Rufus rió—. Me parece una coincidencia excesiva que hayáis podido observar el interior de tantos cadáveres de esa manera.
Al ver un feroz destello de alegría en los ojos de Hunne, Rob comprendió que haberse ofrecido voluntariamente a dar una conferencia en el Liceo había sido un error garrafal.
Julia Swane no se salvó del Támesis. El último día de febrero, más de dos mil personas se reunieron al alba para ver el espectáculo y aplaudir mientras la metían en su asco —junto con un gallo, una víbora y una roca—, cuyos bordes cosieron y luego arrojaron en la profunda charca de St. Giles.
Rob no asistió a la ejecución. Se dirigió al muelle de Bostock en busca del esclavo al que había amputado el pie. Pero no lo vio por allí, y un adusto vigilante le informó que habían trasladado al esclavo llevándoselo de Londres. Rob temía por él, pues sabía que la existencia de un esclavo dependía de su capacidad de trabajo. En el embarcadero vio la espalda de otro esclavo con las huellas en cruz de múltiples y brutales latigazos, que parecían roerle el cuerpo. Rob volvió a su casa y preparó un bálsamo de grasa de cabra, grasa de cerdo, aceite, olibano y óxido de cobre; volvió al muelle y untó la carne inflamada.
—Vaya. ¿Qué demonios significa esto?
Otro vigilante se acercó a ellos, y aunque Rob no había terminado de extender el bálsamo, el esclavo huyó.
—Este es el muelle del maestro Bostock. ¿Sabe él que estáis aquí?
—No tiene la menor importancia.
El vigilante lo miró con malos ojos pero no lo siguió, y Rob se alegró de abandonar el muelle de Bostock sin más dificultades.
Recibía pacientes de pago. Curó a una mujer pálida del flujo, medicándola con leche de vaca hervida. Un día entró en el consultorio un próspero carpintero de ribera, con la capa empapada de sangre que manaba de su muñeca, con un corte tan profundo que la mano parecía separada del antebrazo. El hombre reconoció que se lo había hecho con su propia navaja, intentando poner fin a su vida mientras estaba terriblemente descorazonado por lo mucho que había bebido.
Casi había logrado sus propósitos, pues la herida terminaba inmediatamente antes de entrar en el hueso. Por los cortes que había hecho en el depósito del
martistan
, Rob sabía que la arteria de la muñeca estaba junto al hueso. Si el hombre hubiese cortado un pelo más adentro, su sueño de borracho se habría cumplido. Pero solo había separado los cordones que gobiernan el movimiento y el control del pulgar y el índice. Cuando Rob terminó de coser y vendar la muñeca, los dedos estaban rígidos y paralizados.
—¿Recuperarán el movimiento y las sensaciones?
—Está en manos de Dios. Habéis hecho un trabajo concienzudo. Si lo intentáis de nuevo, lograréis daros muerte. Por tanto, si queréis vivir, huid de las bebidas fuertes.
Rob temía que volviera a intentarlo. Era la época del año en que se necesitaban purgantes porque no había habido verduras en todo el invierno, y preparó una tintura de ruibarbo que se le agotó en una semana. Trató a un hombre mordido en el cuello por un burro, hizo punciones en un par de forúnculos, vendó una muñeca torcida, encajó en su sitio un dedo quebrado.
Una medianoche, una mujer asustada lo hizo bajar por la calle del Támesis hasta un sitio que él consideraba tierra de nadie, la zona intermedia entre su casa y la de Hunne. Habría sido afortunado si la mujer hubiera llamado al otro médico, pues su marido estaba gravemente enfermo. Era un mozo de los establos de Thorne, que se había cortado el pulgar tres días antes y esa noche se acostó con terribles dolores en los riñones. Ahora tenía las mandíbulas bloqueadas y echaba espuma por la boca, pero apenas pasaba por entre sus dientes apretados. Su cuerpo adoptó la forma de un arco cuando levantó el estomago y se apoyó únicamente en los tobillos y la parte superior de la cabeza. Rob nunca había visto antes esa enfermedad, pero la reconoció por las descripciones escritas de Ibn Sina: era «el espasmo hacia atrás». No se conocía ningún método de curación, y el hombre murió antes de que llegara la mañana.
La experiencia en el Liceo le había dejado mal sabor de boca. Aquel lunes Rob se obligó a asistir a la reunión de marzo como espectador y mordiéndose la lengua, pero el mal ya estaba hecho, y notó que lo observaban como a un estúpido fanfarrón que había dejado volar su imaginación. Algunos le sonrieron con mofa, mientras otros lo miraron fríamente. Aubrey Rufus no lo invitó a compartir su mesa y desvió la mirada cuando sus ojos se encontraron. Rob se sentó a una mesa con unos desconocidos, que no le dirigieron la palabra.
La conferencia trataba de fracturas del brazo, antebrazo y costillas, dislocaciones de la mandíbula, hombro y codo. En labios de Tyler, un hombre bajo y gordinflón, fue una lección paupérrima, con tantos errores de método y datos que, de haberla escuchado, Jalal se habría subido por las paredes.
Rob permaneció sentado y sin pronunciar palabra.
En cuanto el orador puso punto final a su discurso, todos empezaron a hablar de la ejecución por ahogamiento de la bruja Julia Swane.
—Y atraparán a otros, recordad lo que os digo, pues los hechiceros practican su oficio en grupos —dijo Sargent—. Al examinar cadáveres tenemos que tratar de descubrir los puntos del diablo e informar de ellos.