El médico (101 page)

Read El médico Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

En esa época del año las nieves derretidas aún bajaban por las laderas y cruzarlas era una proeza.

Las granjas eran pocas y dispersas. Algunas tenían grandes extensiones de tierras y otras eran modestos huertos arrendados. Notó que todos estaban bien cuidados y poseían la belleza del orden que solo se alcanza con el trabajo arduo. Hacia sonar el cuerno a menudo. Los colonos vigilaban y cuidaban sus parcelas, pero nadie intentó hacerle daño. Observando el país y sus gentes, por primera vez comprendió algunas cosas de Mary.

Hacía largos meses que no la veía. ¿No se habría metido en una empresa descabellada? Quizá ahora tenía otro hombre, probablemente el condenado primo.

Era un terreno agradable para el hombre, aunque destinado a que lo recorrieran ovejas y vacas. Las cimas de las colinas eran en su mayoría terreno pelado, pero casi todas las laderas contaban en su parte baja con ricos pastos. Todos los pastores llevaban perros y Rob aprendió a temerles.

Medio día después de dejar atrás Cumnock, se detuvo en una granja con el fin de pedir permiso para dormir en el pajar. Entonces se enteró de que el día anterior un perro le había desgarrado de un mordisco el pecho a la mujer del granjero.

—¡Alabado sea Jesús! —susurró el marido cuando Rob le dijo que era médico.

Era una mujer robusta y con ojos grandes, ahora enloquecida de dolor.

Había sido un ataque salvaje y las dentelladas parecían de un león.

—¿Dónde está el perro?

—El perro ya no está —dijo el hombre con tono resentido.

La obligaron a beber aguardiente de cereales. La mujer se atragantó, pero la ayudó mientras Rob recortaba y cosía la carne destrozada. Rob pensó que de todas maneras habría vivido, pero sin duda estaba mejor gracias a él. Tendría que haberla atendido un día o dos, pero se quedó una semana, hasta que una mañana se dio cuenta de que seguía allí porque no estaba lejos de Kilmarnock y tenía miedo de enfrentarse al final del viaje.

Le dijo al marido adónde quería ir y éste le indicó el mejor camino.

Todavía pensaba en las heridas de la mujer dos días después, cuando se vio acosado por un perrazo gruón que bloqueó el camino a su caballo. Su espada estaba a medio desenvainar cuando una voz llamó al animal. El pastor que apareció le dijo algo que evidentemente era una protesta, en gaélico.

—No conozco su idioma.

—Estás en tierras de Cullen.

—Ahí es donde quiero estar.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Eso se lo diré a Mary Cullen. —Rob miró al hombre de hito en hito y vio que todavía era joven, aunque curtido y entrecano, y tan vigilante como el perro—. ¿Quién eres?

El escocés le devolvió la mirada, aparentemente vacilando entre responder o no.

—Craig Cullen —dijo finalmente.

—Me llamo Cole. Robert Cole.

El pastor asintió, sin dar muestras de sorpresa ni de bienvenida.

—Sígueme —dijo y echó a andar.

Rob no vio que le hiciera ninguna señal al perro, pero el animal se rezagó y luego siguió detrás del caballo, de modo que Rob quedó entre el hombre y el perro, como si estos llevaran algo perdido que habían encontrado en las montañas.

La casa y el establo eran de piedra, bien construidos mucho tiempo atrás. Unos niños lo miraron fijamente y murmuraron al verlo. Le llevó un momento darse cuenta que entre ellos estaban sus hijos. Tam le habló a su hermano en gaélico.

—¿Qué ha dicho?

—Ha preguntado: «¿Es nuestro papá?» Le he contestado que sí.

Rob sonrió y quiso alzarlos, pero los niños se encogieron y salieron corriendo con los demás cuando se inclinó en la silla.

Rob notó con alegría que Tam todavía cojeaba, pero corría velozmente.

—Son tímidos. Volverán —dijo ella desde el vano de la puerta.

Mantuvo la cara desviada y no quiso mirarlo. Rob pensó que no estaba contenta de verlo. Pero un segundo después cayó en sus brazos. ¡Oh, que maravilla!

Besándola, descubrió que le faltaba un diente, a la derecha de la parte media de la mandíbula superior.

—Estaba peleando con una vaca para meterla en el establo y me caí contra sus cuernos. —Se echó a llorar—. Estoy vieja y fea.

—No tomé por esposa a un condenado diente. —Su tono era áspero, pero tocó el hueco suavemente con la yema del dedo, sintiendo la humedad, la tibia elasticidad de su boca cuando ella se lo chupó—. Y no me llevé un condenado diente a mi lecho —agregó Rob, y aunque sus ojos todavía brillaban por las lágrimas, Mary sonrió.

—A tu trigal —dijo—. En la tierra, junto a los ratones y los bichos que se arrastraban, como un carnero cubriendo a una oveja. —Se secó los ojos—. Estarás cansado y con hambre.

Le cogió la mano y lo condujo a un edificio que era cocina. A Rob le resultó raro verla tan en su elemento. Mary le sirvió pasteles de harina de avena y leche. Rob le habló del hermano que había encontrado y perdido, y de cómo tuvo que huir de Londres.

—Que extraño y triste para ti... Si eso no hubiese ocurrido, ¿habrías venido?

—Tarde o temprano. —Seguían sonriéndose—. Esta es una tierra hermosa —dijo Rob—. Pero dura.

—No tanto cuando el tiempo es cálido. Dentro de poco será el momento de sembrar.

Rob no pudo seguir tragando los pasteles.

—Ahora es el momento de sembrar.

Mary todavía se ruborizaba fácilmente. Era algo que nunca cambiaría, pensó Rob, satisfecho. Mientras lo llevaba a la casa principal, trataron de mantenerse abrazados, pero se les enredaron las piernas y sus caderas chocaron, y en seguida rieron tanto y sin parar, que Rob temió que las carcajadas estorbaran la consumación del acto amoroso, pero quedó demostrado que eso no era ningún obstáculo.

79
LAS PARICIONES

A la mañana siguiente, cada uno con un niño atrás, en su silla, atravesaron las enormes extensiones montañosas de propiedad de los Cullen. Había ovejas por todas partes, y al pasar los caballos levantaban sus cabezas negras, blancas y marrones de las hierbas nuevas en que pastaban. Había veintisiete pequeños huertos arrendados alrededor de la granja principal.

—Todos los arrendatarios son parientes míos.

—¿Cuántos hombres hay?

—Cuarenta y uno.

—¿Toda tu familia esta reunida aquí?

—Aquí están los Cullen. Pero también son parientes nuestros los MacPhee y los Tedder. Los MacPhee viven a una mañana de cabalgata por las colinas bajas del este. Los Tedder viven a un día al norte, a través del barranco y del gran río.

—Y con las tres familias, ¿cuántos hombres tienes?

—Unos ciento cincuenta.

Rob frunció los labios.

—Tu propio ejército.

—Sí. Es un consuelo.

Ante los ojos de Rob, había infinitos ríos de ovejas.

—Criamos los rebaños por la lana y la piel. La carne se estropea en seguida, de modo que la comemos. Te hartarás de comer carnero.

Aquella mañana lo introdujeron en el negocio familiar.

—Ya han comenzado las pariciones de primavera —dijo Mary— y día y noche todos debemos ayudar a las ovejas. También hay que matar algunos corderos entre el tercer y décimo día de vida, cuando los pellejos son más finos.

Lo dejó en manos de Craig y se marchó. A media mañana los pastores ya lo habían aceptado, al notar que se mantenía frío durante los partos problemáticos, y sabía afilar y usar los cuchillos. A Rob se le cayó el alma a los pies cuando observó el método empleado para alterar la naturaleza de los machos recién nacidos. De un mordisco les arrancaban sus tiernas gónadas y las escupían en un cubo.

—¿Por qué hacéis eso? —quiso saber.

Craig le sonrió con los labios ensangrentados.

—Hay que quitarles los huevos. No se pueden tener demasiados carneros, ¿comprendes?

—¿Y por que no hacerlo con un cuchillo?

—Porque así es como siempre se ha hecho. Es el sistema más rápido y el que produce menos dolor.

Rob fue a buscar sus instrumentos y cogió el escalpelo de acero estampado. Poco después, Craig y los demás pastores reconocieron, a regañadientes, que su método también era eficaz. Rob no les contó que había aprendido a ser rápido y hábil con el propósito de ahorrarles dolor a los hombres que tuvo que convertir en eunucos.

Observó que los pastores se bastaban a sí mismos y contaban con la destreza indispensable para sus labores.

—No es de extrañar que quisieras tenerme aquí —le dijo a Mary más tarde—. En este puñetero campo todos los demás son parientes.

Mary le dedicó una sonrisa fatigada, porque habían estado desollando todo el día. La sala donde se despellejaba apestaba a oveja, pero también a sangre y carne, olores que no le resultaban desagradables, pues le recordaban el
maristan
y los hospitales de campaña en la India.

—Ahora que estoy aquí necesitarás un pastor menos —dijo Rob y la sonrisa de ella se apagó.

—¡Como! —exclamó en tono áspero—. ¿Estás loco?

Le cogió la mano, y se lo llevó de la casa de despellejamiento a otra dependencia de piedra, con tres estancias encaladas. Una era un despacho. Otra había sido instalada como dispensario, evidentemente, con mesas y armarios que doblaban en tamaño y comodidades al que tenía en Ispahán. En el tercer recinto había bancos de madera en los que los pacientes podrían esperar a que los atendiera el médico.

Rob comenzó a conocer personalmente a las gentes del lugar. El que se llamaba Ostric era el músico. Se le había resbalado de la mano un cuchillo de desollar, que se deslizó en la arteria de su antebrazo. Rob restañó la sangre y cerró la herida.

—¿Podré tocar? —preguntó Ostric, ansioso—. Es el brazo que soporta el peso de la gaita.

—Dentro de unos días notarás la diferencia —le aseguró Rob.

Días después, andando por el cobertizo de curtidos, donde se curaban las pieles, vio al anciano Malcolm Cullen, padre de Craig y primo de Mary.

Interrumpió sus pasos, observó las yemas de sus dedos agarrotadas e hinchadas y notó que sus uñas se curvaban extrañamente al crecer.

—Durante largo tiempo has tenido mucha tos. Y fiebres frecuentes —dijo Rob al anciano.

—¿Quién te lo ha contado? —preguntó Malcolm Cullen.

Era una dolencia que Ibn Sina denominaba «dedos hipocráticos» y siempre significaba la presencia de la enfermedad pulmonar.

—Lo veo en tus manos. Y en los dedos de los pies te ocurre lo mismo, ¿verdad?

Malcolm asintió.

—¿Puedes hacer algo por mí?

—No sé.

Rob apoyó la oreja contra el pecho del anciano y oyó un ruido crujiente, semejante al que hace el vinagre hirviendo.

—Estás lleno de líquido. Ven por la mañana al dispensario. Te haré un pequeño agujero entre dos costillas y drenaré esa agua, un poco cada vez.

Entretanto, analizaré tu orina y observaré los progresos de la curación; además te haré fumigaciones y te daré una dieta para secar tu cuerpo.

Esa noche Mary le sonrió.

—¿Qué has hecho para hechizar al viejo Malcolm? Le está contando a todo el mundo que posees poderes curativos mágicos.

—Todavía no he hecho nada por él.

A la mañana siguiente, estuvo solo en el dispensario; no apareció Malcolm ni ningún otro ser viviente. Ni tampoco el día siguiente.

Cuando se quejó, Mary meneó la cabeza.

—No aparecerán hasta después de las pariciones. Ésa es su manera de hacer las cosas.

Era verdad. Nadie se presentó en el dispensario durante diez días. Entonces llegaba una época más tranquila, entre la parición y la esquila, y una mañana abrió la puerta del dispensario, vio los bancos llenos de gente y el viejo Malcolm le dio los buenos días.

Después, todas las mañanas tenía pacientes, porque en los valles y huertos se había corrido la voz de que el hombre de Mary Cullen era un auténtico sanador. Nunca había habido médico en Kilmarnock, y Rob reconoció que le llevaría años remediar algunos males causados por la automedicación.

También llevaban a la consulta a sus animales enfermos o, si no podían, no se avergonzaban de llamarlo a sus establos. Llegó a conocer bien las mataduras bucales de los animales y la morriña de las ovejas. Cuando se le presentaba la oportunidad, hacía la disección de alguna vaca o una oveja, para conocer más a fondo lo que estaba haciendo. Descubrió que no se parecían en nada a un cerdo o a un hombre.

En la oscuridad de su alcoba, donde esas noches se dedicaban a la tarea de engendrar otro hijo, Rob intentó darle las gracias por el dispensario que, le habían dicho, fue lo primero que hizo Mary a su regreso a Kilmarnock.

Mary se inclinó sobre él.

—¿Cuánto tiempo te quedarías conmigo si no te dedicaras a tu trabajo,
hakim
?

No había mordacidad en sus palabras, y lo besó en cuanto las dijo.

Other books

Behold the Dawn by Weiland, K.M.
Night Driving by Lori Wilde
Screen of Deceit by Nick Oldham
Forgive Me by Lesley Pearse
Porterhouse Blue by Tom Sharpe
The Wikkeling by Steven Arntson
Seduced and Enchanted by Stephanie Julian