—Por favor, ayúdalo —dijo, e hizo entrar rápidamente a Rob.
Se le cayó el alma a los pies cuando vio a James Cullen. No necesitaba cogerle las manos para saber que estaba agonizando. Ella también debía saberlo, pero lo miró como si esperara que lo curara con solo tocarlo.
—Flotaba en la estancia el hedor fétido de las entrañas de Cullen.
—¿Has tenido calenturas?
Ella asintió, fatigada, y recitó los pormenores con voz monocorde. La fiebre había comenzado semanas atrás, con vómitos y un terrible dolor en el costado derecho del abdomen. Mary lo había atendido con gran cuidado. Al cabo de unos días su temperatura disminuyó y ella sintió un gran alivió al ver que mejoraba. Durante unas semanas progreso establemente y estaba casi recuperado cuando recurrieron los síntomas, esta vez con más gravedad.
La cara de Cullen estaba pálida y hundida, y sus ojos carecían de brillo.
Su pulso era apenas perceptible. Lo atormentaban los escalofríos, y tenía diarrea y vómitos.
—Los sirvientes creyeron que era la plaga y huyeron —dijo Mary.
—No. No es la plaga.
El vómito no era negro y no había bubas. Pero esto no aportaba ningún consuelo. Se le había endurecido el lado derecho del abdomen hasta adquirir la consistencia de un madero. Rob apretó, y Cullen, aunque parecía perdido en la más profunda suavidad del coma, gritó. Rob sabía qué era. La última vez que lo vio, había hecho juegos malabares y cantado para que un niño muriera sin miedo.
—Una destemplanza del intestino grueso. A veces llaman enfermedad del costado a esta dolencia. Es un veneno que empezó a obrar en sus entrañas y se ha extendido por todo el cuerpo.
—¿Qué lo ha provocado?
Rob meneó la cabeza.
—Tal vez se le retorcieron las tripas o hubo una obstrucción.
Ambos reconocieron la desesperanza de la ignorancia de Rob.
Trabajaron arduamente en James Cullen, probando todo lo que pudiese ayudar. Rob le aplicó enemas de manzanilla lechosa, y como no le hicieron el menor efecto le administró dosis de ruibarbo y sales. También le aplicó compresas calientes en el estómago, pero ya sabía que todo era inútil. Permaneció junto al lecho del escocés. Tendría que haber mandado a Mary a la otra habitación para que se proporcionara el reposo que hasta ese momento se había negado, pero sabía que el fin estaba cercano y pensó que ya tendría tiempo de descansar.
A medianoche, Cullen dio un brinco, un pequeño saltito.
—Todo está bien, padre —susurró Mary, frotándole las manos.
Emitió un estertor tan suave y sereno que por un rato ni ella ni Rob notaron que James Cullen había dejado de existir.
Mary había dejado de afeitarle unos días antes y fue necesario rasurarle la incipiente barba gris. Rob lo peinó y sostuvo su cuerpo entre los brazos mientras ella lo lavaba, con los ojos secos.
—Me satisface hacer esto. No me permitieron ayudar cuando murió mi madre —dijo.
Cullen tenía una cicatriz bastante larga en el muslo derecho.
—Se hirió persiguiendo un jabalí en la maleza, cuando yo tenía once años. Tuvo que pasar todo el invierno sin salir de casa. Juntos hicimos un nacimiento para Pascuas y entonces llegué a conocerlo.
Cuando el padre estuvo preparado, Rob acarreó más agua del riachuelo y la calentó al fuego. Mientras ella se bañaba, él cavó una fosa, tarea que le resultó endiabladamente difícil porque el suelo era muy pedregoso y no contaba con la herramienta adecuada. Por fin se decidió a usar la espada de Cullen y una rama gruesa y afilada a modo de palanca, además de las manos. Una vez dispuesta la sepultura, moldeó un crucifijo con dos palos que ató con el cinturón del difunto.
Ella se puso el mismo vestido negro del día que la conoció. Rob trasladó a Cullen con ayuda de una manta de lana de la que no se habían separado desde que salieran de Escocía, tan bella y abrigada que lamentó dejarla en la fosa.
Lo correcto habría sido una misa de réquiem, pero Rob ni siquiera sabía una oración fúnebre, pues no confiaba en su latín. Pero se acordó de un salmo que siempre estaba en labios de mamá.
El Señor es mi pastor, nada me faltará.
En lugares de delicados pastos me hará yacer, junto a aguas de reposo me pastoreará.
Confortará mi alma, me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.
Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno porque Tú estarás conmigo: tu vara y tu cayado me infundirán aliento.
Aderezarás la mesa delante de mí, en presencia de mis enemigos, ungiste mi cabeza con aceite: mi copa esta rebosando.
Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida y en la casa del Señor moraré por largos días.
Cubrió la fosa y clavó la cruz. Se alejó y ella permaneció de rodillas, con los ojos cerrados, moviendo los labios con palabras que solo su mente oía.
Rob le dio tiempo para estar a solas en la casa. Mary le contó que había soltado los dos caballos para que pastaran por su cuenta en la escasa vegetación del
wadi
, y Rob salió a buscarlos.
Al pasar vio que habían levantado un cobertizo con una cerca de espinos. Dentro encontró los huesos de cuatro ovejas, a las que probablemente otros animales habían dado muerte y devorado. Sin duda Cullen había comprado mucho más ganado lanar, que le fue robado.
—¡Escocés delirante! Nunca habría podido llevar un rebaño a pie hasta Escocia. Y ahora tampoco él volvería, y su hija estaba sola en una tierra hostil.
En un extremo del pequeño valle salpicado de piedras, Rob descubrió los restos del caballo blanco de Cullen. Tal vez se había roto una pata y fue presa fácil de otras bestias; el esqueleto estaba casi consumido, pero reconoció la obra de los chacales, por lo que volvió hasta el sepulcro recién excavado y lo cubrió con pesadas piedras planas que impedirían que los animales desenterraran el cadáver.
Encontró la cabalgadura negra de Mary en el otro extremo del
wadi
, tan lejos del festín de los chacales como había podido llegar. No le resulto difícil ponerle un ronzal al caballo, que parecía ansioso de volver a la seguridad de la servidumbre. Cuando volvió a la casa encontró a Mary sosegada pero pálida.
—¿Qué habría hecho si tú no hubieses aparecido?
Rob le sonrió, recordando la barricada de la puerta y la espada en sus manos.
—Todo lo necesario.
Mary conservaba a duras penas el dominio de sí misma.
—Quisiera volver contigo a Ispahán.
—Eso es lo que yo quiero.
El corazón se le saltó del pecho, pero las siguientes palabras de Mary fueron un castigo:
—¿Hay allí un caravasar?
—Sí. El tráfico es intenso.
—Entonces me sumaré a una caravana protegida que vaya hacia el oeste. Y llegare a un puerto donde pueda reservar un pasaje a mi tierra.
Rob se acercó y le cogió las manos, tocándola por primera vez desde su llegada. Mary tenía los dedos ásperos de tanto trabajar, muy distintos a lo de la mujer de un harén, pero no la soltó.
—Mary, he cometido un error garrafal. No puedo dejarte ir otra vez.
Los ojos serenos lo contemplaron.
—Acompáñame a Ispahán, pero quédate a vivir conmigo.
Habría sido más fácil si Rob no se hubiese visto forzado a confesar la superchería de Jesse ben Benjamin y a justificar la necesidad de fingir.
Fue como si una corriente se transmitiera entre sus dedos, pero Rob vio la cólera en su mirada; una especie de horror.
—¡Cuantas mentiras! —dijo Mary con tono tranquilo, se apartó y salió.
Rob fue a la puerta y vio que se alejaba andando por el terreno resquebrajado del lecho ribereño.
Desapareció el tiempo suficiente para que él se preocupara, pero volvió.
—Dime por qué vale la pena tanto engaño.
Rob se obligó a expresarlo en palabras, momento difícil que afrontó porque la amaba y sabía que merecía una respuesta veraz:
—Es como ser elegido. Como si Dios hubiera dicho: «En la creación de seres humanos he cometido equivocaciones y te encargo que trabajes para corregir algunos errores míos». No es algo que yo deseara, sino algo que me buscó.
Sus palabras asustaron a Mary.
—¿No consideras una blasfemia pretender que te corresponde corregir los errores de Dios?
—No, no —dijo él suavemente—. Un buen médico solo es Su instrumento.
Ella asintió, y ahora Rob creyó ver en sus ojos un destello de comprensión; hasta cierta envidia.
—Siempre tendré que compartirte con una amante.
De alguna manera había percibido la existencia de Despina, pensó Rob tontamente.
—Solo te quiero a ti.
—No, tú quieres a tu trabajo y siempre ocupará el primer lugar, antes que la familia, antes que cualquier cosa. Pero te he amado mucho, Rob, y deseo ser tu esposa.
Él la rodeó con sus brazos.
—Los Cullen se casan por la Iglesia —advirtió Mary desde su hombro.
—Aunque encontráramos un sacerdote en Persia, no casaría a una cristiana con un judío. Tendremos que decirle a la gente que nos casamos en Constantinopla. Cuando termine mis estudios regresaremos a Inglaterra y contraeremos matrimonió como es debido.
—¿Y entretanto? —inquirió ella fríamente.
—Un matrimonio celebrado de común acuerdo —le cogió las manos.
Se miraron a los ojos.
—Tendrían que pronunciarse unas palabras, incluso en un matrimonio de común acuerdo —dijo ella.
—Mary Cullen, te tomo por esposa —dijo Rob con voz poco clara—.
Prometo cuidarte y protegerte, y cuentas con todo mi amor.
Lamentó que las palabras no fuesen mejores, pero estaba profundamente conmovido y no podía controlar la lengua.
—Robert Jeremy Cole, te tomo por esposo —dijo ella con la voz perfectamente clara—. Prometo ir adonde tú vayas y procurar siempre tu bienestar. Cuentas con mi amor desde la primera vez que te vi.
Le apretó tanto las manos que con el dolor Rob sintió toda su vitalidad, su palpitar. Sabía que la sepultura recién cubierta convertiría el placer en una indecencia, pero experimentó una desenfrenada mezcla de emociones y se dijo que sus votos eran mejores que muchos que había oído en una iglesia.
Rob cargó las pertenencias de Mary en el caballo castaño, y ella fue montada en el negro. Alternaría la carga entre los dos animales, cambiándola todas las mañanas. En las raras ocasiones que el camino era llano y suave, la pareja compartía un solo caballo, pero la mayor parte del tiempo ella iba montada y él a pie. Eso retardaba el viaje, pero Rob no tenía prisa.
Mary era más dada al silencio de lo que él recordaba. Rob no hizo la menor insinuación de tocarla, sensible a su pesadumbre. La segunda noche del trayecto a Ispahán, acamparon en un claro con brozas a un lado del camino.
Rob permaneció despierto y, finalmente, la oyó llorar.
—Si eres ayudante de Dios y corriges sus errores, ¿por qué no pudiste salvarlo?
—Porque no sé lo suficiente.
El llanto había sido largo tiempo contenido y ahora Mary no podía parar. Rob la abrazó. Tumbados y con la cabeza de ella en su hombro, comenzó a besar su rostro húmedo y después su boca, suave y acogedora, con el mismo sabor que recordaba. Le acarició la espalda y el encantador hueco de la base de su espina dorsal, y después, mientras sus besos se ahondaban, le tocó la lengua con su lengua y buscó a tientas bajo la ropa interior.
Mary lloraba otra vez, pero estaba abierta a sus dedos y extendió las piernas para aceptarlo.
Más que pasión, Rob sentía una abrumadora consideración por ella y un profundo agradecimiento. Su unión fue un tierno y delicado balanceo en el que apenas se movieron. Siguió y siguió, siguió y siguió, hasta que terminó exquisitamente para él; en el empeño de curarla se había curado a si mismo, en el intento de consolarla se había consolado, más para darle placer tuvo que ayudarse con la mano.
La mantuvo abrazada y le habló en voz baja, contándole como eran Ispahán y el Yehuddiyyeh, la madraza y el hospital Ibn Sina. Y le habló de sus amigos, el musulmán y el judío, Mirdin y Karim.
—¿Están casados?
—Mirdin tiene esposa. Karim tiene montones de mujeres.
Se quedaron dormidos, absortos el uno en el otro.
Rob despertó con las luces grises del amanecer por el crujido de una silla de montar, el lento golpetear de cascos en el camino polvoriento, una tos, y hombres que hablaban mientras sus cabalgaduras iban al paso.
Por encima del hombro de Mary atisbó a través de los matorrales que separaban su escondrijo del camino y vio pasar una fuerza de soldados de caballería. Tenían un aspecto feroz, y llevaban las mismas espadas orientales que los hombres de Ala, aunque también portaban arcos más cortos que la variedad persa. Su ropa era andrajosa y los turbantes otrora blancos se veían oscuros de sudor y tierra; exudaban un hedor que Rob percibió desde donde estaba, aterrado, a la espera de que uno de sus caballos lo delatara o que uno de los jinetes desviara la vista hacia los matorrales y los descubriera.
Apareció ante sus ojos una cara conocida: Hadad Khan, el irascible embajador seljucí que se había presentado en la corte del sha Ala.
Por tanto, eran seljucíes. Y cabalgando junto al encanecido Hadad Khan apareció otra figura conocida, la del
mullah
Musa Ibn Abbas, edecán jefe del imán Mirza-aboul Qandrasseh, el visir persa.
Rob vio a otros seis
mullahs
y contó noventa y seis soldados a caballo. No había manera de saber cuántos habían pasado mientras dormían.
Su caballo y el de Mary no relincharon ni produjeron ningún sonido que revelara su presencia. Finalmente, pasó el último seljucí, y Rob se atrevió a respirar, atento a la debilitación de los sonidos que producían.
Poco más tarde, despertó a su esposa con un beso, levantó el campamento en un santiamén y se pusieron en camino, porque ahora tenía una razón para darse prisa.