El médico (32 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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—¿El jefe de la caravana? —preguntó al siguiente viajero, que en ese momento alimentaba a una yunta de bueyes que tenían bolas de madera fija a las puntas de sus largos cuernos.


Ah, der Meister?
Kerl Fritta —respondió el hombre e hizo un gesto hacía abajo.

Después fue fácil, porque todos parecían conocer el nombre de Kerl Fritta. Cada vez que Rob lo pronunciaba le contestaban con un movimiento de cabeza y un dedo indicador, hasta que por último llegó a un terreno en que habían instalado una mesa junto a un inmenso vagón amarrado a los seis alazanes de tiro más grandes que había visto en su vida. Sobre la mesa descansaba una espada desenvainada y ante ella estaba sentado un personaje que peinaba sus largos cabellos castaños en dos gruesas trenzas, enfrascado en una conversación con el primero de una larga fila de viajeros que aguardaba para viajar con él.

Rob se situó al final de la cola.

—¿Aquel es Kerl Fritta? —preguntó.

—Sí, es él —respondió uno de los hombres.

Se miraron, asombrados y contentos.

—¡Tú eres inglés!

—Escocés —corrigió el otro, levemente decepcionado—. ¡Qué encuentro! ¡Qué encuentro! —murmuró, aferrando ambas manos de Rob.

Era alto y delgado, de pelo largo y canoso, e iba bien afeitado, al estilo britano. Usaba indumentaria de viaje, de tela negra áspera, pero era un paño de buena calidad y bien cortado.

—James Geikie Cullen —se presentó—. Criador de ovejas y agente de tejidos de lana; viajo a Anatolia con mi hija en busca de mejores variedades de carneros y ovejas.

—Rob J. Cole, cirujano barbero. Rumbo a Persia, para comprar medicinas preciosas.

Cullen lo contempló casi cariñosamente. La lineal avanzaba, pero tuvieron tiempo suficiente para intercambiar información, y las palabras inglesas nunca sonaron tan eufóricas en sus oídos.

Cullen iba acompañado por un hombre que llevaba pantalones marrones manchados y una capa gris hecha jirones; le explicó que era Seredy, a quien había contratado como sirviente e intérprete.

Sorprendido, Rob se enteró de que ya no estaba en Bohemia, pues, sin saberlo, dos días atrás había pasado al país de Hungría. La aldea transformada por la caravana se llamaba Vac. Aunque los habitantes disponían de pan y queso, los comestibles y otros suministros eran carísimos.

La caravana se había originado en la ciudad de Ulm, en el ducado de Suabia.

—Fritta es alemán —le confió Cullen—. No se desvive por mostrarse amable, pero es aconsejable unirse a él, dado que informes fehacientes indican que los bandidos magiares hacen presa de los viajeros solitarios y de los grupos poco numerosos, y no hay otra caravana nutrida en las inmediaciones, Los datos sobre los bandidos parecían ser del conocimiento general. A medida que avanzaban hacia la mesa, se sumaron otros solicitantes a la fila.

Detrás mismo de Rob se situaron tres judíos, que por supuesto despertaron su interés.

—En este tipo de caravanas uno no tiene más remedio que viajar con gente bien nacida y con gentuza —comentó Cullen en voz alta.

Rob estaba observando a los tres hombres con sus caftanes oscuros y sus sombreros de cuero. Conversaban en otra lengua extraña que Rob todavía no había oído, pero le pareció que el que estaba más cerca de él parpadeo al oír las palabras de Cullen, como si lo hubiera entendido. Rob desvió la mirada.

Cuando llegaron a la mesa de Fritta, Cullen se ocupó de sus asuntos y luego tuvo la amabilidad de ofrecer a Seredy como intérprete de Rob.

El jefe de la caravana, experimentado y rápido en esas entrevistas, asimiló eficazmente su nombre, negocios y destino.

—Quiere que entiendas que la caravana no va a Persia —dijo Seredy—.

Mas allá de Constantinopla tendrás que hacer tus propios planes.

Rob asintió, y entonces el alemán habló largamente.

—La tarifa que debes pagar al señor Fritta es igual a veintidós peniques ingleses de plata, pero no quiere esta moneda porque el señor Cullen le pagará en peniques ingleses y el señor Fritta dice que no le será fácil colocarlos. Pregunta si puedes pagarle en monedas de plata francesas y alemanas.

—Sí.

—Entonces son veintisiete de esas —dijo Seredy con tono excesivamente zalamero.

Rob vaciló. Tenía suficiente cantidad de esas monedas porque había vendido la medicina en Francia y Alemania, pero no conocía su valor de cambio.

—Veintitrés —dijo una voz directamente a sus espaldas, tan baja que creyó haberla imaginado.

—Veintitrés monedas —repitió en tono firme.

El jefe de la caravana aceptó fríamente, mirándolo a los ojos.

—Debes llevar tus propios víveres y provisiones. Si te retrasas o te ves obligado a abandonar, te dejarán atrás —informó el traductor—. Dice que la caravana saldrá de aquí compuesta por unas noventa partidas separadas que totalizan más de ciento veinte hombres. Exige que haya un centinela cada diez grupos, de modo que cada doce días te tocará hacer guardia por la noche.

—De acuerdo.

—Los recién llegados ocuparán su lugar al final de la línea de marcha donde hay más polvo, y donde el viajero es más vulnerable. Tú seguirás al señor Cullen y a su hija. Cada vez que alguien que va más adelante abandone, podrás avanzar un solo lugar. Todo el que se una a la caravana a partir de este momento irá detrás de ti.

—De acuerdo.

—Y si practicas tu profesión de cirujano barbero con los miembros de la caravana, deberás compartir tus ganancias a partes iguales con el señor Fritta.

—No —se apresuró a decir, pues era injusto que aquel alemán se llevara la mitad de sus ganancias.

Cullen carraspeó. Rob miró al escocés, notó el temor en su expresión y recordó lo que había dicho acerca de los bandidos magiares.

—Ofrece diez y acepta treinta —aconsejó la voz baja a sus espaldas.

—Te daré un diez por ciento de mis ganancias —ofreció.

Fritta murmuró una única palabra que Rob interpretó como el equivalente teutónico de «mierda»; luego emitió otro sonido corto.

—Dice que cuarenta.

—Dile que veinte.

Acordaron un treinta por ciento. Mientras daba las gracias a Cullen por haberle permitido usar a su intérprete y echaba a andar, Rob observó de soslayo a los tres judíos. Eran hombres de estatura mediana y tez morena, bronceada hasta resultar casi atezada. El hombre que ocupaba en la fila el lugar inmediatamente detrás de él tenía la nariz carnosa y grandes labios con una barba castaña moteada de gris. No miró a Rob; dio un paso hacia la mesa, con la total concentración de quien ya ha puesto a prueba a un adversario.

Ordenaron a los recién llegados que ocuparan sus puestos en la línea de marcha durante la tarde, y que esa noche acamparan en su lugar, pues la caravana partiría al amanecer. Rob encontró su posición entre Cullen y los judíos, desenganchó la yegua y la llevó a pastorear, a pocas varas de distancia. Los habitantes de Vac estaban apelando a la última oportunidad de aprovecharse de las ganancias llovidas del cielo, vendiendo provisiones. Un granjero se acercó a ofrecer huevos y queso amarillo, por los que pedía 10 monedas alemanas, un precio abusivo. En lugar de pagar, Rob trocó alimentos por tres frascos de Panacea Universal y así se ganó la cena.

Mientras comía observó a sus vecinos, que lo observaban, a su vez. En el campamento anterior al suyo, Seredy iba en busca del agua, y cocinaba la hija de Cullen. Era una muchacha muy alta y pelirroja. En el campamento detrás había cinco hombres. Cuando terminó de limpiar, después de comer, Rob se acercó a donde los judíos cepillaban a sus animales. Tenían buenos caballos, además de dos mulas de carga, una de las cuales llevaba, probablemente, la tienda que habían levantado. Observaron a Rob en silencio cuando se encaminó directamente hacia el hombre que estaba a sus espaldas durante sus tratos con Fritta.

—Soy Rob J. Cole. Quiero darte las gracias.

—De nada, de nada. —El hombre levantó el cepillo del lomo del caballo—. Me llamo Meir ben Asher.

A continuación, le presentó a sus compañeros. Dos estaban con él cuando Rob los vio por primera vez en la fila: Gershom ben Shemuel, que tenía un lobanillo en la nariz, era bajo y aparentemente duro como un trozo de madera, y Judah ha-Cohen, de nariz afilada y boca pequeña, con el pelo negro y brillante de un oso y una barba del mismo estilo. Los otros eran más jóvenes. Simon ben Ha-Levi era delgado y serio, casi un hombre, una especie de palo de barba fina. Y Tuveh ben Meir era un chico de doce años, tan crecido para su edad como lo había sido Rob.

—Mi hijo —dijo Meir. Los demás no abrieron la boca. Lo observaban atentamente.

—¿Sois mercaderes?

Meir asintió.

—En otros tiempos nuestra familia vivía en la ciudad de Hameln, en Alemania. Hace diez años todos nos trasladamos a Angora, en tierra de biantinos, desde donde viajamos tanto al este como al oeste, comprando y vendiendo.

—¿Qué es lo que compráis y vendéis?

Meir se encogió de hombros.

—Un poco de esto, un poco de aquello...

Rob quedó encantado con la respuesta. Se había pasado horas pensando en versiones falsas sobre si mismo y ahora veía que era innecesario: los hombres de negocios no revelan muchas cosas.

—¿Y adonde viajas tu? —preguntó el joven Simon, sobresaltando a Rob, que había creído que solo Meir sabía inglés.

—A Persia.

—Persia. ¡Excelente! ¿Tiene familia allí?

—No, voy a comprar. Una o dos hierbas, tal vez algunas medicinas.

—Ah —dijo Meir, que intercambió una mirada con los otros judíos.

Todos aceptaron inmediatamente la respuesta de Rob. Era el momento de irse, y les dio las buenas noches.

Cullen no le había quitado los ojos de encima mientras hablaba con los judíos, y cuando Rob se acercó a su campamento el escocés parecía haber perdido gran parte de su simpatía inicial.

Le presentó a su hija Margaret sin entusiasmo, aunque la chica saludó a Rob muy amablemente.

De cerca, su pelo rojo parecía agradable al tacto. Sus ojos eran fríos y tristes. Sus pómulos altos y redondeados daban la impresión de ser tan grandes como el puño de un hombre, y la nariz y la mandíbula eran atractivas aunque no delicadas. Tenía el rostro y los brazos poco elegantes a causa de las pecas, y Rob no estaba acostumbrado a que una mujer fuese tan alta.

Mientras trataba de resolver si era o no bonita, Fritta se acercó y habló brevemente con Seredy.

—Quiere que el señor Cole haga de centinela esta noche —dijo el intérprete.

De modo que, al ocaso, Rob empezó su recorrido, que comenzaba en el campamento de Cullen y se extendía a través de otros ocho, además del suyo.

Mientras se paseaba observó la extraña mezcolanza que la caravana había reunido. Junto a un carro cubierto, una mujer de cutis aceitunado y pelo rubio amamantaba a un bebé, mientras el marido permanecía en cuclillas cerca del fuego, engrasando sus arneses. Dos hombres limpiaban sus armas. Un chico alimentaba con granos a tres gallinas gordas que ocupaban una tosca jaula de madera. Un hombre cadavérico y su gorda esposa se miraban echando chispas por los ojos y peleaban en un idioma que, pensó Rob, debía de ser francés.

En el tercer circuito de su zona, al pasar por el campamento de los judíos, vio que todos estaban juntos y se balanceaban, entonando sus oraciones nocturnas.

Una enorme luna blanca comenzó a elevarse desde el bosque, más al norte de la aldea; Rob se sintió infatigable y confiado, porque de pronto había pasado a formar parte de un ejército de más de ciento veinte hombres, era muy distinto a viajar solo por tierras extrañas y hostiles.

Durante la noche, cuatro veces dio el quién vive y las cuatro descubrió que se trataba de algún hombre que se apartaba del campamento para responder a una llamada de la naturaleza.

Hacia el alba, cuando el sueño se le estaba haciendo insoportable, Margaret Cullen salió de la tienda de su padre. Pasó cerca de él sin darse por enterada de su presencia. Rob la vio con toda claridad bajo la luz lavada de luna. Su vestido parecía muy negro y sus largos pies, que debían de estar húmedos de rocío, parecían muy blancos.

Hizo el mayor ruido posible mientras se encaminaba en dirección opuesta a la que había tomado ella, pero la observó de lejos hasta que la vio volver sana y salva, momento en que reanudó su ronda.

Con las primeras luces abandonó su puesto de centinela y desayunó pan y queso. Mientras comía, los judíos se reunieron en el exterior de su tienda para recitar las oraciones de la salida del sol.

Su exceso de devoción era una forma de disimular la rutina. Se ataron unas pequeñas cajas negras en la frente, y se vendaron los antebrazos con delgadas tiras de cuero, con lo que sus miembros adquirieron el aspecto de los postes de barbero que lucía el carromato de Rob; después quedaron alarmantemente sumidos en un ensueño, cubriéndose la cabeza con sus taled. Rob suspiró aliviado cuando terminaron.

Enganchó a
Caballo
muy temprano y tuvo que esperar. Aunque los que encabezaban la caravana salieron poco después del amanecer, el sol estaba bien alto cuando le llegó el turno. Cullen llevaba un caballo blanco y flaco, seguido por su sirviente Seredy montando en una desaliñada yegua rucia, conduciendo tres caballos de carga. ¿Para qué necesitaban dos personas tres animales de carga? La hija cabalgaba un orgulloso corcel negro. Rob pensó que las ancas del caballo y de la mujer eran admirables, y los siguió de buena gana.

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