El médico (36 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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29
TRYAVNA

Gabrovo era una ciudad desolada, compuesta por edificios provisionales de madera. Durante meses, Rob había anhelado una comida cocinada por otras manos, un fino manjar servido en la mesa de una taberna. Los judíos se detuvieron en Gabrovo para visitar a un mercader, el tiempo justo para que Rob fuese a una de las tres posadas. La comida resultó una terrible decepción; habían salado demasiado la carne, en un vano intento por ocultar que estaba echada a perder; el pan era duro y rancio, con agujeros por los que, sin la menor duda, habían pasado los gorgojos. El alojamiento era tan insatisfactorio como el precio. Si los otros dos hostales no eran mejores, un crudo invierno esperaba a los demás miembros de la caravana, pues todas las habitaciones disponibles estaban abarrotadas de jergones y los viajeros tendrían que dormir codo con codo.

Al grupo de Meir le llevó menos de una hora llegar a Tryavna, una población mucho más pequeña que Gabrovo. El barrio judío —un grupo de edificios con techo de paja, de maderos agrisados por el paso del tiempo, combinados como para reconfortarse mutuamente —estaba separado del resto de la ciudad por viñedos y campos pardos donde las vacas pastaban los tocones de las hierbas agostadas por el frío. Entraron en un patio con suelo de tierra, donde unos chicos se hicieron cargo de los animales.

—Será mejor que esperes aquí —dijo Meir a Rob.

La espera no fue larga. En breve, Simon fue a buscarlo y lo llevó a una las casas, donde bajaron por un oscuro pasillo que olía a manzanas y entraron en una habitación que como único mobiliario tenía una silla y una mesa cubierta de libros y manuscritos. La silla estaba ocupada por un anciano de barba y pelo blancos como la nieve, hombros redondeados y fuertes, papada laxa y grandes ojos castaños, acuosos a causa de la edad, aunque lograron penetrar hasta la esencia misma de Rob. No hubo presentaciones; fue lo mismo que comparecer ante un noble.

—Le hemos dicho al
rabbenu
que viajas a Persia y necesitas aprender la lengua de ese país para hacer negocios —dijo Simon—. El
rabbenu
preguntó si el placer del conocimiento no es razón suficiente para estudiar.

—A veces hay placer en el estudio —reconoció Rob, hablándole directamente al anciano—. Para mí, generalmente significa un trabajo arduo. Estoy aprendiendo la lengua de los persas porque abrigo la esperanza de que me permita obtener lo que deseo.

Simon y el
rabbenu
hablaron atropelladamente.

—Pregunta si siempre te muestras tan sincero. Le dije que eres lo bastante directo como para decirle a un agonizante que se está muriendo, y él me ha respondido: «Esa sinceridad es suficiente.»

—Dile que tengo dinero y le pagaré comida y albergue.

El sabio meneó la cabeza.

—Esto no es una posada. Quienes viven aquí deben trabajar —informó Shlomo ben Eliahu por boca de Simon—. Si el Inefable es misericordioso este invierno no tendremos necesidad de un cirujano barbero.

—No tengo por qué trabajar como cirujano barbero. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa útil.

El
rabbenu
hurgó y escarbó con sus largos dedos la blanca barba mientras reflexionaba. Finalmente, anunció su decisión.

—Toda vez que se declare que un animal sacrificado no es
kasher
—tradujo Simon—, llevarás la carne y se la venderás al carnicero cristiano de Cabrovo. Y el sábado, día en que los judíos no deben trabajar, atenderás los fuegos de las casas.

Rob vaciló. El judío anciano lo observó con interés, atrapado por el brillo de sus ojos.

—¿Quieres decir algo? —murmuró Simon.

—Si los judíos no deben trabajar el sábado, ¿no estará el sabio condenando mi alma al decidir que yo lo haga?

El
rabbenu
sonrió al oír la traducción.

—Dice que confía en que no desees convertirte en judío, Rob J. Cole.

Rob movió la cabeza negativamente.

—Entonces dice que puedes trabajar sin temor durante el sábado judío y te da la bienvenida a Tryavna.

El
rabbenu
los llevó a donde dormiría Rob, en el fondo de un vasto establo vacuno.

—Hay velas en la casa de estudios. Pero no pueden traerse para aquí, donde hay heno seco —dijo severamente el
rabbenu
a través de Simon y de inmediato lo puso a limpiar los pesebres.

Aquella noche se tendió en la paja con la gata de guardia a sus pies como una leona.
Señora Buffington
lo abandonaba de vez en cuando para aterrorizar a un ratón, pero siempre volvía. El establo era un palacio oscuro y húmedo, entibiado hasta hacerlo cómodo por los grandes cuerpos bovinos, en cuanto Rob se acostumbró al continuo mugido y el dulce hedor de excrementos de vaca, durmió contento.

El invierno llegó a Tryavna tres días después que Rob. Comenzó a nevar durante la noche, y los dos días siguientes alternaron entre una amarga lluvia empujada por el viento y gordos copos que flotaban, semejantes a dulkaidos del cielo. Cuando dejó de nevar, le dieron una gran pala de madera y ayudó a quitar los montones de nieve acumulada ante todas las puertas. Se había puesto un sombrero judío de cuero, que encontró en una percha del establo. Por encima de él, las acechantes montañas brillaban blancas bajo el sol, y el ejercicio en medio del aire frío le infundió optimismo. Cuando terminó de quitar la nieve, no tenía otro trabajo y estaba autorizado a ir a la casa de estudios, un edificio de madera en el que se colaba el frío, combatido por un lamentable fuego simbólico tan inadecuado que no era difícil que se olvidaran de alimentarlo. Los judíos estaban sentados alrededor de unas mesas rústicas y estudiaban hora tras hora, discutiendo en voz alta, a veces ásperamente.

Llamaban la Lengua a su idioma. Simon le explicó que era una mezcla de hebreo y latín, además de algunas expresiones de los países por los que posaban o en los que vivían. Un idioma apto para las controversias: cuando estudiaban juntos se lanzaban constantemente palabras los unos a los otros.

—¿Sobre que discuten? —preguntó Rob a Meir, sorprendido.

—Puntos de la ley.

—¿Dónde están sus libros?

—No usan libros. Quienes conocen las leyes las han memorizado de tanto oírlas en labios de sus maestros. Quienes aún no las han memorizado, las aprenden prestando mucha atención. Siempre ha sido así. Existe la Ley escrita, por supuesto, pero solo para ser consultada. Todo hombre que conoce la Ley Oral es un maestro de interpretaciones legales según se las haya enseñado su maestro, y hay una multitud de interpretaciones porque hay una multitud de maestros. Por eso discuten. Cada vez que debaten, aprenden un poco más acerca de la ley.

Desde el primer momento, en Tryavna lo llamaron Mar Reuven, traducción hebrea de Master Robert. Mar Reuven, el Cirujano Barbero. El tratamiento de
Mar
lo apartaba de ellos tanto como todo lo demás, pues entre sí le decían Reb, en señal de respeto y de que se tenían por eruditos, aunque en rango inferior al
rabbenu
. En Tryavna solo había un
rabbenu
.

Eran gentes extrañas, diferentes de él tanto en su aspecto como en sus costumbres.

—¿Qué le pasa a su pelo? —preguntó a Meir un hombre al que llamaban Reb Joel Levski el Vaquero. Rob era el único de la casa de estudios que no llevaba
peoth
, los bucles ceremoniales rizados sobre las orejas.

—Porque no sabe como hacerlo. Es un
goy
, un Otro —explicó Meir.

—Pero Simon me ha dicho que ese Otro esta circuncidado. ¿Cómo es posible? —indagó Reb Pinhas ben Simeon el Lechero.

Meir se encogió de hombros.

—Un accidente —dijo—. Lo he hablado con él. No tiene nada que ver con el contrato de Abraham.

Durante unos días, todos miraban a Mar Reuven. A su vez, él los miraba, porque le parecían más que extraños con sus sombreros, sus bucles, sus barbas tupidas, su ropa oscura y sus costumbres paganas. Estaba fascinado con sus hábitos durante la oración. Entonces los veía muy individualizados. Meir se ponía el taled pudorosa y discretamente. Reb Pinhas desplegaba su
tallit
 y lo sacudía casi arrogantemente, sosteniéndolo frente a sí por dos esquinas y levantando los brazos y con un movimiento de muñecas lo hacía ondular sobre su cabeza, para echárselo por último a los hombros con la suavidad de una bendición.

Cuando Reb Pinhas oraba, oscilaba atrás y adelante con el apremio de su deseo de enviar sus suplicas al Todopoderoso. Meir se balanceaba suavemente cuando recitaba las oraciones. Simon se mecía a un ritmo intermedio concluyendo cada movimiento hacia adelante con un leve estremecimiento y una ligera sacudida de cabeza.

Rob leía y estudiaba su libro junto a los judíos, comportándose de manera muy semejante al resto de ellos como para seguir siendo una novedad. Durante seis horas diarias —tres horas después de los maitines, que llamaban
shaharit
, y tres después de las vísperas, que llamaban
ma'ariv
—, la casa de estudios estaba atestada, pues casi todos estudiaban antes y después de concluir la jornada de trabajo con la que se ganaban la vida. Entre esos dos períodos, sin embargo, la sala permanecía relativamente tranquila, con unas dos mesas ocupadas por estudiosos de dedicación plena. Poco después de su llegada se sentaba entre ellos, cómodo y sin llamar la atención, ajeno al barboteo judío mientras trabajaba en el Corán parsi, empezando a hacer auténticos progresos.

Cuando llegó el sábado, se ocupó de atender los fuegos. Ese fue su día de trabajo más pesado desde que había estado quitando la nieve, aunque resultó tan fácil que logró estudiar durante una parte de la tarde. Dos días después ayudó a Reb Elía el Carpintero a poner travesaños nuevos en unas sillas. No realizó otras tareas y pudo entregarse al estudio del parsi, hasta que, hacia el final de su segunda semana en Tryavna, la nieta del
rabbenu
, Rohel, le enseñó a ordeñar. La chica tenía la piel blanca y largos cabellos negros que llevaba trenzados alrededor de su cara en forma de corazón, su boca era pequeña, con un abultamiento muy femenino del labio inferior Una minúscula marca de nacimiento adornaba su cuello, y sus grandes ojos pardos siempre parecían posados en Rob.

Mientras estaban en la vaquería, una vaca muy torpe que, al parecer creía ser un toro, montó sobre otra y comenzó a moverse como si tuviera pene y la hubiese penetrado.

A Rohel se le subieron los colores a la cara, pero sonrió y soltó una risilla. Sin dejar de sonreír, se inclinó hacía adelante en su taburete, apoyó la cabeza contra el tibio flanco de una vaca lechera y cerró los ojos. Con la falda tensa, se estiró con las rodillas separadas y aferró los gruesos pezones, que pendían debajo de las hinchadas ubres. Presionó suavemente los dedos uno a uno. Cuando la leche tamborileó en el cubo, Rohel respiró hondo y suspiró. Asomó su lengua sonrosada entre sus labios húmedos, abrió los ojos y miró a Rob.

Rob estaba a solas en la sombreada tiniebla del establo, sosteniendo una manta que olía penetrantemente a
Caballo
y era apenas un poco mayor que un taled. Con un veloz movimiento envió la manta por encima de su cabeza y la echó sobre sus hombros tan elegantemente como si del
tallit
de Reb Pinhas se tratara. Con la repetición, adquirió soltura suficiente como para acomodarse el taled. El ganado mugía mientras practicaba el balanceo de la oración, tranquilo pero resuelto. Para orar prefería emular a Meir y no a devotos más enérgicos, como Reb Pinhas.

Esa era la parte más fácil. Le llevaría más tiempo dominar su idioma, complejo y de sonidos extraños, sobre todo porque estaba haciendo un esfuerzo extraordinario para aprender el persa. Eran gentes de amuletos. En el tercio superior de la jamba derecha de las puertas de todas las casas había clavado un tubito de madera al que daban el nombre de
mezuzah
.

Simon le explicó que cada tubo contenía un diminuto pergamino arrollado en cuya cara delantera aparecían trazadas, veintidós líneas del Deuteronomio, 6:4-9 y 11:13-21; en el dorso figuraba la palabra
Shaddai
, que quería decir «Todopoderoso».

Como Rob había observado durante el trayecto, todas las mañanas, excepto la del sábado, los adultos de sexo masculino se ataban dos pequeñas cajas de cuero, una en el brazo y otra en la cabeza. Dichas cajas se llamaban
tefillin
y contenían fragmentos de su libro sagrado, la Tora; la caja de la frente estaba destinada a la mente y la otra, sujeta al brazo, al corazón.

—Lo hacemos para obedecer las instrucciones del Deuteronomio —dijo Simon—: «
Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón... Y has de atarlas por señal en tu mano, y estarán por frontales entre tus ojos

La dificultad consistía en que Rob no podía saber, mediante la simple observación, como se ponían los judíos el
tefillin
. Tampoco podía pedirle a Simon que se lo enseñara, pues habría llamado la atención que un cristiano quisiera aprender un rito de la fe judía. Logró contar diez vueltas del cuero alrededor de los brazos, pero lo que hacían en la mano era complicado, pues pasaban la tira de cuero entre los dedos de una manera especial que nunca logró dilucidar.

De pie en el frío establo penetrado de olor dulzón, envolvió su brazo izquierdo con un trozo de cuerda vieja, pero lo que hacía con la cuerda en la mano y los dedos nunca adquirió el menor sentido.

No obstante, los judíos eran maestros naturales y aprendía algo nuevo todos los días. En la escuela parroquial de St. Botolph, los sacerdotes le habían enseñado que el Dios del Antiguo Testamento era Jehová. Pero cuando lo nombró, Meir meneó la cabeza.

—Debes saber que para nosotros, Dios nuestro Señor, bendito sea, tiene varios nombres. Este es el más sagrado. —Con un trozo de carbón de leña de chimenea dibujó en el suelo de madera, escribiendo la palabra en parsi y la Lengua:
Yahvé
—. Nunca debe pronunciarse, porque la identidad del altísimo es inefable. Los cristianos lo pronuncian mal, como has hecho tú. O sea que el nombre no es Jehová, ¿entendido?

Rob asintió.

De noche, en su lecho de paja, repasaba palabras y costumbres nuevas, y antes de que el sueño lo venciera recordaba una frase, un fragmento de una bendición, un gesto, una pronunciación, una expresión de éxtasis en un rostro durante la oración, y lo almacenaba en su mente para cuando llegara un día en que lo necesitara.

—Debes mantenerte apartado de la nieta del
rabbenu
—dijo Meir, ceñudo.

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