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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (37 page)

BOOK: El médico
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—No tengo interés por ella.

Habían transcurrido unos días desde que hablaran en la vaquería, y no había vuelto a acercarse a ella. En verdad, la noche anterior había soñado con Mary Cullen, y al alba despertó con los ojos ardientes, atónitos, tratando de recordar los detalles del sueño.

Meir asintió y desarrugó la cara.

—Bien. Una de las mujeres notó que ella te observaba con mucho interés y se lo dijo al
rabbenu
. Él me pidió que hablara contigo.—Meir se apoyó el índice en la nariz—. Una palabra serena a un hombre sensato vale más que un año de súplicas a un tonto.

Rob estaba alarmado, perturbado, pues debía permanecer en Tryavna para estudiar las costumbres de los judíos y el parsi.

—Yo no quiero tener problemas por una mujer.

—Claro que no. —Meir suspiró—. El problema es la chica, que ya debería estar casada. Desde la infancia ha estado prometida a Reb Meshull ben Moses, el nieto de Reb Baruch ben David. ¿Conoces a Reb Baruch? ¿El hombre alto y delgado? ¿De cara larga? ¿De nariz angosta y puntiaguda que se sienta más allá del fuego en la casa de estudios?

—Ah, sí. Un anciano de ojos feroces.

—Ojos feroces porque es un feroz erudito. Si el
rabbenu
no fuese el
rabbenu
, Reb Baruch ocuparía su puesto. Siempre fueron estudiosos rivales e íntimos amigos. Cuando sus nietos eran bebes, acordaron su matrimonió con gran jubilo, para unir a las dos familias. Luego tuvieron una terrible disputa que puso fin a su amistad.

—¿Por qué disputaron? —preguntó Rob, que empezaba a sentirse cómodo en Tryavna como para gozar de algún chismorreo.

—Sacrificaron un toro joven en sociedad. Ahora bien; debes comprender que nuestras leyes del
kashruth
son antiguas y complicadas, con reglas e interpretaciones acerca de cómo deben y no deben ser las cosas. En el morro de la res se descubrió una mancha insignificante. El
rabbenu
citó precedentes según los cuales esa mancha podía pasarse por alto, pues en modo alguno estropeaba la carne. Reb Baruch citó otros precedentes indicativos de que la carne estaba echada a perder por causa de la mancha, y que no podía comerse. Insistió en que a él le asistía la razón y se ofendió con el
rabbenu
por haber puesto en duda sus conocimientos.

»Discutieron hasta que el
rabbenu
perdió la paciencia. “Cortemos al animal por la mitad —propuso—. Yo cogeré mi porción y que Baruch haga lo que quiera con la suya.”

»Cuándo llevó la mitad del toro a casa, tenía la intención de comérselo. Pero después de meditar, se lamentó: “¿Cómo puedo comer la carne de este animal? ¿Una mitad esta en la basura de Baruch y yo debo comerme la otra aquí?” A continuación, también arrojó su mitad de la res a la basura.

»Después de lo ocurrido, se oponían constantemente. Si Reb Baruch decía blanco, el
rabbenu
decía negro; si el
rabbenu
decía carne, Reb Baruch decía leche. Cuando Rohel tenía doce años y medio, la edad en que sus padres debían haber empezado a hablar seriamente sobre la boda, las familias no movieron un dedo porque sabían que cualquier reunión culminaría con una rencilla entre ambos ancianos. Entonces el joven Reb Meshullum, el novio en ciernes, hizo su primer viaje de negocios al extranjero con su padre y los hombres de la familia. Viajaron a Marsella con un surtido de teteras y allí permanecieron casi un año, traficando y obteniendo buenos beneficios. Contando el tiempo que tardaron en los viajes, estuvieron fuera dos años, hasta que regresaron el verano pasado, trayendo un cargamento de fina ropa francesa bien confeccionada. Y todavía las dos familias, distanciadas por los abuelos, siguen sin concretar el matrimonio.

»Ahora es del dominio público que la infortunada Rohel puede considerarse una
agunah
, una esposa abandonada. Tiene pechos pero no da de mamar a ningún bebe; es una mujer pero no tiene marido, y todo esto se ha convertido en un escándalo mayúsculo.

Coincidieron en que sería mejor que Rob evitara la vaquería durante las horas de ordeño.

Estaba bien que Meir le hubiese hablado, pues no sabía que podría haber ocurrido si no le hubiese hecho ver claramente que la hospitalidad incondicional de los judíos no incluía el disfrute de sus mujeres. Por la noche sufrió torturadas y voluptuosas visiones de muslos largos y plenos, cabellos rojos y pechos pálidos con pezones como bayas. Estaba seguro de que los judíos tenían una oración para pedir perdón por la simiente derramada —tenían una para todas las cosas—, pero él no sabía ninguna y ocultó la evidencia de sus poluciones debajo de paja fresca, e intentó dedicar todas sus energías al trabajo.

Era difícil. A su alrededor reinaba una hormigueante sexualidad estimulada por la religión. Consideraban una bendición especial hacer el amor la víspera del sábado, por ejemplo, lo que tal vez explicaba por que les gustaba tanto el final de la semana. Los jóvenes hablaban libremente de esos temas; así, murmuraban acerca de si una esposa era intocable. A los matrimonios judíos se les prohibía copular durante doce días después del inicio de la menstruación, o siete días después de su término. La abstinencia no terminaba hasta que la esposa se purificaba mediante la inmersión en el pozo ritual, que se llamaba
mikva
. Se trataba de un aljibe bordeado de ladrillos, en una caseta de baños levantada sobre un manantial. Simon le contó a Rob que para que fuese ritualmente correcta, el agua del
mikva
debía provenir de una fuente natural o del río. El
mikva
era para la purificación simbólica, no para la higiene. Los judíos se bañaban en casa, pero todas las semanas, antes del sábado, Rob se sumaba a los varones en la caseta de baño, que solo contenía el aljibe y un gran fuego rugiente, en un hogar redondo sobre el que colgaban calderos con agua hirviendo. Bañándose desnudos entre vapores y con el ambiente caldeado, competían por el privilegio de volcar agua sobre el
rabbenu
, mientras lo interrogaban sin parar.


Shi-ailah, Rabbenu, shi-ailah
! ¡Una pregunta, una pregunta!

La respuesta del Shlomo ben Elaiahu a cada cuestión era deliberada y reflexiva, llena de citas y precedentes eruditos, a veces traducidas por Simon Meir para Rob con excesivo detalle.


Rabbenu
, ¿está de verdad escrito en el Libro de los Consejos que todo hombre debe consagrar a su hijo mayor a siete años de estudios avanzados?

El 
rabbenu
, en cueros, exploró meditativamente su ombligo, se tironeó de una oreja, y enredó sus dedos largos y pálidos en su nívea barba.

—No está así escrito, hijos míos. Por un lado —dejó asomar el pulgar derecho—, Reb Hananel ben Ashi, de Leipzig, era de esa opinión. Por otro —dejó asomar el pulgar izquierdo—, de acuerdo con el
rabbenu
Jose ben Eliakim, de Jaffa, esto solo se aplica a los primogénitos varones de sacerdotes y levitas. Pero —empujó hacía ellos el vapor con ambas palmas— esos dos sabios vivieron hace cientos de años. Hoy somos hombres modernos, entendemos que el aprendizaje no solo corresponde al primer nacido, porque eso equivaldría a tratar a los demás hijos varones como mujeres. Hoy estamos acostumbrados a que todos los jóvenes dediquen su decimocuarto, decimoquinto y decimosexto año al estudio avanzado del Talmud, de doce a quince horas diarias. Después, los pocos que sean llamados pueden dedicar su vida a los estudios, en tanto los demás pueden entrar en los negocios y estudiar solo seis horas diarias a partir de entonces.

Bien. La mayoría de las preguntas que le eran traducidas al Otro, no correspondían a la índole que hacía palpitar su corazón y ni siquiera, en realidad, mantenían su atención constante. Sin embargo, Rob disfrutaba del viernes por la tarde en la caseta de baños, y nunca en su vida se había sentido tan cómodo entre hombres desnudos. Quizá esto tuviera algo que ver con su miembro circunciso. Si hubiese estado entre sus paisanos, esa particularidad habría dado lugar a groseras miradas, burlas, preguntas y especulaciones obscenas. Una flor exótica que crece sola es una cuestión, pero es muy distinta cuando está rodeada por todo un campo de flores de configuración similar.

En la caseta de baños, los judíos eran pródigos a la hora de alimentar el fuego, y a Rob le gustaba la combinación de humo de madera y humedad vaporosa, la picazón del fuerte jabón amarillo cuya manufactura era supervisada por la hija del
rabbenu
, y la cuidadosa mezcla de agua hirviendo y agua fría del manantial, a fin de crear una agradable tibieza para el baño.

Nunca iba al
mikva
, a fin de respetar la prohibición. Se contentaba con remolonear en la caseta llena de vapores, observando cómo cobraban ánimo los judíos para entrar en el aljibe. Musitando la bendición que acompañaba el acto, o cantándola en voz alta, según su personalidad, bajaban los seis húmedos peldaños que llevaban a las aguas, que eran profundas. Cuando éstas les cubrían la cara, soplaban vigorosamente o contenían el aliento, porque el acto de purificación exigía que se sumergieran totalmente, hasta que el último pelo de su cabeza estuviese mojado.

Aunque lo hubiesen invitado, nada habría convencido a Rob de que entrara en el gélido y oscuro misterio del agua, un espacio de la religión judía.

Si el Dios al que llamaban Yahvé existía verdaderamente, quizá sabía que Rob Cole tenía pensado hacerse pasar por uno de sus hijos.

Sentía que si entraba en las inescrutables aguas, algo tironearía de él hacia un mundo que estaba más allá, donde se conocían todos los pecados de su infame plan, y donde las serpientes hebreas roerían su carne, y donde tal vez se viera personalmente castigado por Jesús.

30
EL INVIERNO EN LA CASA DE ESTUDIOS

Esa Navidad fue la más extraña de sus veintiún años de vida. Barber no se había educado como un auténtico creyente, pero el ganso y el budín, el mordisqueo al queso con manteca de cerdo, las canciones, el brindis, la palmada festiva en la espalda... eran parte integrante de él, y aquel año sintió una profunda soledad. Los judíos no pasaron por alto ese día por mala fe: Jesús no pertenecía a su mundo, sencillamente. Sin duda Rob podría haber encontrado una iglesia, pero no la buscó. Curiosamente, el hecho de que nadie le deseara feliz Navidad, le infundió un sentimiento cristiano como jamás lo había experimentado.

Una semana después, en el amanecer del año de Nuestro Señor 1032, tumbado en su lecho de paja pensó en qué se había convertido, y a dónde lo llevaría eso. En sus andanzas por la Isla Británica se había creído un gran viajero pero ya había recorrido una distancia mayor que la que abarcaba todo su suelo natal, y aún se extendía ante él un interminable mundo desconocido.

¡Los judíos celebraron ese día, pero porque había luna nueva, no porque comenzase un nuevo año! Se enteró, perplejo, que según su impío calendario promediaba el año 4792.

Aquel era un país de nieves. Dio la bienvenida a cada nevada, y en breve fue un hecho aceptado que después de cada tormenta el robusto cristiano, con su gran pala de madera, realizara el trabajo de varios hombres corrientes. Aquella era su única actividad física. Cuando no estaba quitando nieve aprendía parsi. Ya se hallaba lo bastante adelantado como para poder pensar mentalmente en la lengua de los persas. Algunos judíos de Tryavna habían visitado Persia, y siempre que pescaba a alguno, Rob le hablaba en parsi.

—El acento, Simon. ¿Cómo va mi acento? —preguntó, irritando a su profesor.

—El persa que quiera reírse, se reirá —le espetó Simon—, porque para ellos tú serás un extranjero. ¿O esperas un milagro?

Los judíos presentes en la casa de estudios intercambiaron sonrisas por lo bobo que era aquel
goy
gigantesco. «Que sonrían», pensó; él los consideraba un objeto de estudio más interesante que él para ellos. Por ejemplo, en seguida supo que Meir y su grupo no eran los únicos forasteros en Tryavna. Muchos de los que iban a la casa de estudios eran viajeros que esperaban a que amainaran los rigores del invierno balcánico. Para su sorpresa, Meir le dijo que ninguno pagaba una sola moneda a cambio de más de tres meses de comida y albergue.

—Este es el sistema que permite a mi pueblo comerciar entre una y otra nación —explicó—. Ya has visto lo difícil y peligroso que es viajar por el mundo, pero todas las comunidades judías envían mercaderes al exterior. Y en cualquier población judía de cualquier tierra, cristiana o musulmana, todo viajero judío es recibido por los judíos, que le dan comida y vino, un lugar en la sinagoga, un establo para su caballo. Todas las comunidades tienen hombres en lugares del extranjero, sustentados por otros judíos. Y el año venidero, el anfitrión será huésped.

Los forasteros encajaban rápidamente en la vida de la comunidad, hasta el punto de disfrutar con las comidillas locales. Así fue como una tarde, en la casa de estudios, mientras conversaba en lengua persa con un judío de Anatolia llamado Ezra el Herrador —¡cotilleos en parsi!—, Rob se enteró de que a la mañana siguiente tendría lugar una dramática confrontación. El
rabbenu
hacía las veces de
shohet
, matarife de la comunidad. En efecto, sacrificaría dos bestias jóvenes de su ganado mayor. Un reducido grupo de los más prestigiosos sabios de la comunidad harían de
mashgiot
, o inspectores rituales, que se ocupaban de que durante la matanza se observara hasta el último detalle de su compleja ley. Y como
mashgiah
, durante el sacrificio, presidiría el antaño amigo y hogaño antagonista del
rabbenu
, Reb Baruch ben David.

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