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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (72 page)

BOOK: El médico
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—Está generalmente aceptado que los seiscientos trece mandamientos figuran en la Torá —explicó—, pero no hay acuerdo en cuanto a su forma exacta. Un estudioso puede contar un precepto como un mandamiento separado, mientras otro lo puede considerar parte de la ley anterior. Yo te transmito la versión de los seiscientos trece mandamientos que pasó por muchas generaciones de mi familia y que me fue enseñada por mi padre, Reb Mulka Askar de Masqat.

Mirdin dijo que doscientos cuarenta y ocho
mitzvot
eran mandamientos positivos, como el que obliga a un judío a cuidar a las viudas y los huérfanos; y que trescientos sesenta y cinco eran mandamientos negativos, como que un judío nunca debe aceptar el soborno.

Aprender los
mitzvot
con Mirdin era más placentero que cualquier otro estudio para Rob, pues sabía que no habría exámenes. Disfrutaba escuchando las leyes judías con una copa de vino en la mano, y en breve descubrió que esas sensaciones lo ayudaban en el estudio del
Fiqh
islámico.

Trabajaba más que nunca, pero saboreaba cada día que pasaba. Sabía que la vida en Ispahán era mucho más fácil para él que para Mary. Aunque volvía a ella entusiasmado al final de cada día, todas las mañanas la dejaba para dirigirse al
maristan
y a la madraza con un tipo de entusiasmo diferente.

Aquel año estudiaba a Galeno y estaba inmerso en las descripciones de fenómenos anatómicos que no podía ver examinando a un paciente: la diferencia entre venas y arterias, el pulso, el funcionamiento del corazón como un puño constantemente apretado y bombeando sangre durante la sístole, para luego relajarse y volverse a llenar de sangre durante la diástole.

Lo apartaron del aprendizaje con Jalal y pasó de los retractores, empalmes y cuerdas del ensalmador a los instrumentos de cirugía como aprendiz de al-Juzjani.

—Le caigo mal. Lo único que me permite hacer es limpiar y afilar instrumentos —se quejó a Karim, que había pasado más de un año al servició de al-Juzjani.

—Es así como empieza con cada nuevo aprendiz —replicó Karim—. No debes desalentarte.

Para Karim era fácil hablar de paciencia en esos días. Parte de su
calaat
consistía en una casona elegante, en la que ahora ejercía la medicina. Su clientela estaba constituida principalmente por familias de la corte. Estaba de moda que un noble pudiese señalar, como de paso, que su médico era Karim, el héroe del atletismo persa, ganador del
chatir
, y atrajo a tantos pacientes en breve plazo, que habría sido próspero incluso sin el precio en metálico del estipendio adjudicado por el sha. Florecía en atuendos costosos, y cuando iba a casa de Rob llevaba regalos generosos, comidas y bebidas exquisitas. Incluso le ofreció una espesa alfombra de Hamadhan para cubrir el suelo, como regalo de boda. Coqueteaba con Mary con los ojos y le decía cosas escandalosas en persa; ella afirmaba que se alegraba de no comprenderlo, aunque en seguida se encariñó con él y empezó a tratarlo como a un hermano travieso.

En el hospital, donde Rob suponía que la popularidad de Karim sería más limitada, ocurría lo mismo que en todas partes. Los aprendices se apiñaban y lo seguían mientras atendía a los pacientes, como si fuera el más sabio de los sabios, y Rob no estuvo en desacuerdo cuando Mirdin Askari comentó que la mejor forma de llegar a ser un médico de éxito consistía en ganar el
chatir
.

En ocasiones, al-Juzjani interrumpía el trabajo de Rob para preguntarle el nombre del instrumento que estaba limpiando, o cual era su utilidad. Había muchos más instrumentos de los que Rob conocía de sus tiempos de cirujano barbero: herramientas quirúrgicas específicamente destinadas a determinadas tareas. Limpiaba y afilaba bisturís redondeados, bisturís curvos, escalpelos, sierras para huesos, curetas para oídos, sondas, lancetas para sacar quistes, brocas para extraer cuerpos extraños alojados en el hueso...

En última instancia, el método de al-Juzjani adquirió sentido, porque al cabo de dos semanas —Cuando Rob empezó a asistirlo en la sala de operaciones del
maristan
—, al cirujano le bastaba murmurar lo que necesitaba y Rob sabía seleccionar el instrumento adecuado y entregárselo inmediatamente.

Había otros dos aprendices de cirugía que llevaban meses a las órdenes de al-Juzjani. Se los autorizaba a operar casos poco complicados, siempre ante los comentarios cáusticos y las críticas certeras del maestro.

Tras diez semanas de asistencia y observación, al-Juzjani permitió que Rob hiciera un corte, naturalmente bajo su supervisión. Cuando se presentó la oportunidad, tuvo que amputar el dedo índice a un mozo de cuerda cuya mano había sido aplastada por el casco de un camello.

Rob había aprendido mucho mediante la observación. Al-Juzjani siempre aplicaba un torniquete, utilizando una delgada correa de cuero similar a las empleadas por los flebotomistas para levantar una vena con anterioridad a la sangría. Rob ató diestramente el torniquete y realizó la amputación sin titubeos, pues se trataba de un procedimiento que había repetido muchas veces a lo largo de sus años como cirujano barbero. No obstante, siempre había trabajado con el engorro que representaba la sangre, y estaba encantado con la técnica de al-Juzjani, que le permitió hacer un colgajo y cerrar el muñón sin necesidad de restañar la sangre, y con apenas poco más que una gota de humedad rezumada.

Al-Juzjani lo observó todo detenidamente, con su habitual gesto huraño y amenazador. Cuando Rob concluyó la operación, el cirujano dio media vuelta y se alejó sin una sola palabra de elogio, pero tampoco indicó que existiera una forma mejor de hacer las cosas.

Mientras Rob limpiaba la mesa de operaciones, sintió una oleada de alegría, reconociendo que había logrado una pequeña victoria.

53
CUATRO AMIGOS

Si el Rey de Reyes había hecho algún movimiento para reducir los poderes de su visir como resultado de las revelaciones de Rob, fue inapreciable.

En todo caso, los
mullahs
de Qandrasseh parecían omnipresentes como nunca, y también más estrictos y enérgicos en su celo de que Ispahán reflejara la perspectiva coránica del imán en lo que respecta a un comportamiento musulmán.

Habían transcurrido siete meses sin que Rob recibiera ningún mensaje real, lo que lo ponía muy contento, porque entre su esposa y sus estudios no le sobraba el tiempo.

Una mañana, para gran alarma de Mary, fueron a buscarlo unos soldados, como en ocasiones anteriores.

—El sha desea que salgas a cabalgar con él.

—Todo está bien —le aclaró a Mary y se fue con los soldados.

En las grandes cuadras detrás de la Casa del Paraíso, encontró a Mirdin Askari con la tez cenicienta. Mientras hablaban, coincidieron en que detrás de la cita estaba Karim, quien desde que se había vuelto famoso como atleta era el compañero predilecto de Ala.

Acertaron. Cuando Ala llegó a los establos, Karim iba andando directamente detrás del gobernante, con una sonrisa de oreja a oreja.

La sonrisa fue menos confiada cuando el sha se inclinó para oír a Mirdin Askari, quien murmuraba palabras audibles en la Lengua al tiempo que se postraba en el
ravi zemin
.

—¡Venga! Tienes que hablar en persa y aclararnos lo que estas diciendo —le espetó Ala.

—Es una bendición, Majestad. Una bendición que ofrecen los judíos cuando ven al rey —logró decir Mirdin—. «Bendito seas, oh Señor Dios nuestro, Rey del Universo que has dado Tu gloria a la carne y al hombre.»

—¿Los
Dhimmis
ofrecen una oración de gracias cuando ven a su sha? —preguntó Ala, asombrado y complacido.

Rob sabía que se trataba de una
berakhah
que decían los piadosos al ver a cualquier rey, pero ni él ni Mirdin consideraron necesario aclararlo, y Ala iba de muy buen humor cuando montó su caballo blanco y mientras lo seguían cabalgando hacia el campo.

—Me han dicho que has tomado una esposa europea —dijo a Rob, volviéndose en la silla.

—Es cierto, Majestad.

—He oído decir que tiene el pelo del color de la alheña.

—Sí, Majestad.

—El pelo de la mujer tiene que ser negro.

Rob no podía discutir con un rey ni tampoco vio la necesidad de hacerlo: se sintió agradecido de tener una mujer que Ala no valoraba.

Pasaron el día más o menos como el primero en que Rob había acompañado al sha, salvo que ahora iban dos más para compartir la carga de la atención del monarca, de modo que todo fue menos tenso y más agradable que en la ocasión anterior.

Ala estaba encantado con Mirdin, pues descubrió en él a un profundo conocedor de la historia persa. Mientras cabalgaban lentamente hacia las montañas, hablaron del antiguo saqueo de Persépolis por Alejandro, acto que Ala censuraba como persa y aplaudía como militarista. A media mañana, en un lugar sombreado, Ala y Karim practicaron un lance con la cimitarra. Mientras los dos giraban y sus aceros chocaban, Mirdin y Rob conversaron serenamente de ligaduras quirúrgicas, hablando de los méritos respectivos de la seda, la hebra de lino (coincidieron en que se descomponía con demasiada rapidez), la crin y el pelo humano, favorito éste de Ibn Sina. A mediodía dieron cuenta de ricas comidas y bebidas en la tienda del rey y se turnaron para ser derrotados en el juego del sha, aunque Mirdin se defendió con valentía, y en una de las partidas estuvo en un tris de ganar, lo que volvió más sabrosa la victoria para Ala.

En la caverna secreta de Ala los cuatro se remojaron, relajando sus cuerpos en el agua tibia de la piscina, y sus espíritus en una inagotable provisión de vinos selectos.

Karim paladeó la bebida apreciativamente, antes de tragarla, y luego favoreció a Ala con su sonrisa.

—He sido pordiosero. ¿Lo sabías, Majestad?

Ala le devolvió la sonrisa y meneó la cabeza.

—Un pordiosero bebe ahora el vino del Rey de Reyes. Sí. Escogí como amigos a un antiguo pordiosero y a un par de judíos. —La carcajada de Ala fue más audible y sostenida que la de ellos—. Para mi jefe de
chatirs
tengo planes nobles y elevados, y hace tiempo que me gusta este
Dhimmi.
— Dio a Rob un empujón amistoso en el que notaba su ebriedad—. Ahora, otro
Dhimmi
parece ser un hombre excelente, digno de mi atención. Debes quedarte en Ispahán cuando acabes tus estudios en la madraza, Mirdin Askari, y hacerte médico de mi corte.

A Mirdin se le subieron los colores a la cara y se puso incómodo.

—Me honras, Majestad. Te ruego que no te ofendas, pero solicito de tu buena voluntad que me permitas regresar a mi hogar en las tierras del gran golfo cuando sea
hakim
. Mi padre es anciano y está enfermo. Seré el primer médico de nuestra familia, y antes de su muerte quiero que me vea instalado en el seno de mi hogar.

Ala asintió al descuido.

—¿Y qué hace esa familia que vive en el gran golfo?

—Nuestros hombres han recorrido las playas desde tiempos inmemoriales, comprando perlas a los pescadores, Majestad.

—¡Perlas! Eso esta bien, pues yo adquiero perlas si son de calidad. Serás el benefactor de los tuyos,
Dhimmi
; porque debes decirles que busquen la más grande y perfecta y me la traigan. La compraré y tu familia se enriquecerá.

Iban haciendo eses en sus monturas cuando emprendieron el regreso. Ala hacia esfuerzos por mantenerse erguido y les hablaba con un afecto que podía o no sobrevivir a la sobriedad posterior. Cuando llegaron a los establos reales, donde asistentes y sicofantes lo rodearon para atenderlo, el sha decidió hacer ostentación de su compañía.

—¡Somos cuatro amigos! —gritó al alcance de los oídos de la mitad de los cortesanos—. ¡Solo somos cuatro hombres buenos que son amigos!

La noticia corrió como reguero de pólvora, tal como ocurría siempre con los chismorreos referentes al sha.

—Con algunos amigos es necesaria la precaución —advirtió Ibn Sina a Rob una mañana de la semana siguiente.

Estaban en una fiesta ofrecida al sha por Fath Alí, un hombre acaudalado, proveedor de vinos de la Casa del Paraíso y de casi toda la nobleza.

Rob se alegró de ver a Ibn Sina. Desde su matrimonio, haciendo gala de su sensibilidad característica, el médico jefe rara vez había solicitado su compañía por la noche. Mientras paseaban se cruzaron con Karim, rodeado de admiradores, y Rob pensó que su amigo parecía tanto un prisionero como un objeto de adulación.

Su presencia en aquel lugar se explicaba porque cada uno era receptor de un
calaat
, pero Rob estaba harto de reuniones reales. Aunque diferían en algunos detalles, todas estaban marcadas por la uniformidad. Para colmo, le mortificaba que ocuparan su tiempo.

—Preferiría estar trabajando en el
maristan
, donde me encuentro en mi elemento —dijo.

Ibn Sina paseó la mirada a su alrededor, cautelosamente. Caminaban a solas por la finca del mercader y gozarían de un breve periodo de libertad, pues Ala acababa de entrar en el harón de Fath Alí.

—Nunca debes olvidar que tratar con un monarca no es lo mismo que tratar con un hombre común y corriente —dijo Ibn Sina—. Un rey no es algo como tú y como yo. Le basta hacer un ademán indiferente para que alguien como nosotros sea condenado a muerte. O mueve un dedo y a alguien se le permite seguir viviendo. Así es el poder absoluto, y ningún hombre nacido de mujer se le puede resistir. Vuelve un poco loco al mejor de los monarcas, incluso.

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