Rob se encogió de hombros.
—Yo nunca busco la compañía del sha ni tengo el menor deseo de mezclarme en política.
Ibn Sina asintió aprobadoramente.
—Los monarcas de Oriente comparten una característica: les gusta escoger como visires a los médicos, pues sienten que de alguna manera los sanadores ya cuentan con la atención de Ala. Yo sé que es fácil responder al atractivo de ese nombramiento, y me he emborrachado con el embriagador vino del poder. De joven, acepté dos veces el título de visir en Hamadhan. Era más peligroso que la práctica de la medicina. La primera vez, escape por los pelos a que me ejecutaran. Me encerraron en la fortaleza de Fardaja donde languidecí durante meses. Cuando me liberaron sabía que, visir o no visir, no estaría seguro en Hamadhan. Con al-Juzjani y mi familia me trasladé a Ispahán, donde estoy desde entonces bajo la protección del sha Ala.
Volvieron sobre sus pasos hacia los jardines donde se celebraba el espectáculo público.
—Es una suerte para Persia que Ala permita a los grandes médicos ejercer su profesión —dijo Rob.
Ibn Sina sonrió.
—Se ajusta a sus planes de darse a conocer como el gran rey que fomenta las artes y las ciencias —respondió secamente—. Ya de joven se proponía constituir un gran imperio. Ahora tiene que tratar de ampliarlo devorando a sus enemigos antes de que estos lo devoren a él.
—Los seljucíes.
—Oh, yo temería a los seljucíes si fuese visir de Ispahán —dijo Ibn Sina—. Pero Ala vigila más intensamente a Mahmud de Ghazna, porque lo dos están cortados por la misma tijera. Ala ha hecho cuatro incursiones en la India, capturando veintiocho elefantes de guerra. Mahmud esta más cerca de la fuente: ha penetrado en la India con mayor frecuencia y tiene más elefantes de guerra. Ala lo envidia y le teme. Mahmud debe ser eliminado si Ala quiere seguir adelante con su sueño.
Ibn Sina se detuvo y apoyó una mano en el brazo de Rob.
—Debes cuidarte mucho. Los enterados dicen que Qandrasseh tiene los días contados como visir. Y que un médico joven ocupará su lugar.
Rob no dijo nada, pero de pronto recordó que Ala había mencionado que tenía «planes nobles y elevados» para Karim.
—Si es verdad, Qandrasseh caerá sin misericordia sobre cualquiera al que considere amigo o partidario de su rival. No es suficiente que no tengas ambiciones políticas personales. Cuando un médico trata con los poderosos, debe aprender a someterse y oscilar si quiere sobrevivir.
Rob no estaba seguro de su habilidad para someterse y oscilar.
—No te inquietes demasiado —dijo Ibn Sina—. Ala cambia de idea a menudo y de un momento para otro, por lo que nadie puede saber que hará en el futuro.
Siguieron andando y llegaron a los jardines poco antes de que el sujeto de la conversación retornara del harén de Fath Alí, al parecer relajado y de buen humor.
A media tarde, Rob comenzó a preguntarse si Ibn Sina habría sido alguna vez anfitrión de su sha y protector. Se acercó a Khuff y se lo preguntó con tono indiferente.
El canoso capitán de las Puertas entrecerró los ojos para concentrarse y luego asintió.
—Hace unos años.
Evidentemente, Ala no podía tener el menor interés por la anciana primera esposa, Reza la Piadosa, de modo que era prácticamente seguro que había ejercido su derecho de soberanía con Despina. Rob imaginó al sha trepando por la escalera de la torre de piedra, mientras Khuff custodiaba la entrada. Y montado en el voluptuoso cuerpo menudo de la muchacha.
Fascinado ahora, Rob estudió a los tres hombres rodeados de nobles aduladores. Ibn Sina, serio y sereno, respondía a las preguntas de hombres con aspecto de eruditos. Karim, como siempre en los últimos tiempos, quedaba prácticamente oculto por los admiradores que intentaban hablar con él, tocarle la ropa, bañarse en la excitación y el destello de su solicitada presencia.
Rob tuvo la impresión de que Persia volvía sucesivamente cornudos a todos sus vasallos.
Se sentía a gusto con los instrumentos quirúrgicos en la mano, como si fueran prolongaciones intercambiables de su propio cuerpo. Al-Juzjani le dedicaba cada vez más tiempo, enseñándole con esmerada paciencia todas las operaciones. Los persas tenían diversos recursos para inmovilizar y desensibilizar a los pacientes. El cáñamo empapado en agua de cebada durante días e ingerido en infusión permitía que el paciente conservara el conocimiento y no sintiera dolor. Rob pasó dos semanas con los maestros farmacéuticos del
khazanat-ul-sharaff
aprendiendo a mezclar brebajes para embotar a los pacientes. Las sustancias eran imprevisibles y difíciles de controlar, pero a veces permitían que los cirujanos operaran sin los convulsivos estremecimientos, quejidos y gritos de dolor.
Las recetas le parecían más propias de la magia que de la medicina.
Tómese la carne de una oveja. Libéresela de grasa y córtesela en trozos, que se amontonaran encima y alrededor de una buena cantidad de semillas de beleño cocidas a fuego lento. Póngase todo en un recipiente de barro, debajo de una pila de boñiga de caballo, hasta que se generen gusanos. A continuación, colóquense los gusanos en un recipiente de vidrio hasta que se encojan. Cuando sea necesario, tómense dos partes de gusanos y una parte de opio en polvo, e instílense en la nariz del paciente.
El opio era un derivado del jugo de una flor oriental, la amapola o adormidera. Crecía en los campos de Ispahán, pero la demanda era superior a la oferta, pues se empleaba en los ritos de los musulmanes ismailíes tanto como en medicina, por lo que en buena parte debía importarse de Turquía y de Ghazna. Era la base de todas las fórmulas analgésicas.
Cójase opio puro y nuez moscada. Muélase, cuézase todo junto y macérese y serénese en vino añejo durante cuarenta días. Poco después el contenido se habrá convertido en una pasta. La administración de una píldora de esta pasta hará que el paciente pierda el conocimiento y quede privado de sensaciones.
Casi siempre usaban otra prescripción porque era la preferida de Ibn Sina:
Tómense partes iguales de beleño, opio, euforbio y semillas de regaliz. Muélanse por separado y luego mézclese todo en un mortero. Agréguese una pizca de la mezcla en cualquier tipo de alimento, y quien la ingiera quedará inmediatamente dormido.
Pese a que Rob sospechaba que al-Juzjani estaba resentido por sus relaciones con Ibn Sina, en breve se encontró utilizando todos los instrumentos de cirugía. Los demás aprendices de al-Juzjani pensaron que el nuevo tenía opción a más trabajos selectos y se volvieron hoscos, descargando sus celos en Rob con insultos y murmullos. A él no le importaba, porque estaba aprendiendo más de lo que se había atrevido a soñar. Una tarde, después de realizar por primera vez a solas la intervención que más lo deslumbraba en cirugía —el abatimiento de cataratas—, intentó agradecérselo a al-Juzjar pero éste lo interrumpió bruscamente:
—Tienes un don para cortar la carne. No es algo que posean muchos aprendices, y mi dedicación a ti es egoísta, pues me quitarás mucho trabajo de encima.
Era verdad. Día tras día practicaba amputaciones, remediaba todo tipo de heridas, percutía abdómenes para aliviar la presión de fluidos acumulados en la cavidad peritoneal, extirpaba almorranas, aligeraba venas varicosas...
—Sospecho que empieza a gustarte demasiado cortar —observó astutamente Mirdin en su casa, una noche, durante una partida del juego del sha.
En la habitación contigua, Fara escuchaba como Mary hacia dormir a sus hijos con una canción de cuna en gaélico, la lengua de los escoceses.
—Me atrae —reconoció Rob.
Últimamente había pensado especializarse en cirugía después de obtener el título de
hakim
. En Inglaterra se atribuía a los cirujanos categoría inferior a los médicos, pero en Persia se les daba el tratamiento especial de ustad y disfrutaban de igual respeto y prosperidad. Pero Rob tenía sus reservas.
—La cirugía propiamente dicha es satisfactoria, pero nos vemos obligados a operar únicamente el exterior del saco de piel. El interior del cuerpo es un misterio dictaminado en libros de hace más de mil años. No sabemos casi nada del interior del cuerpo humano.
—Así debe ser —dijo plácidamente Mirdin mientras se comía un
rukh
con uno de sus soldados de infantería—. Cristianos, judíos y musulmanes concuerdan en que es pecado profanar la forma humana.
—Yo no hablo de profanación sino de cirugía, de disección. Los antiguos no limitaban sus conocimientos científicos con admoniciones acerca del pecado, y lo poco que sabemos se remonta a los griegos primitivos, que tenían libertad para abrir el cuerpo y estudiarlo. Abrían los cadáveres y observaban cómo está hecho el hombre por dentro. Durante un breve periodo de esos tiempos idos, su brillantez iluminó toda la medicina, pero luego el mundo cayó en la oscuridad.
—Mientras protestaba se resintió su juego, lo que Mirdin aprovechó para comerle otro
rukh
y un camello—. Creo —dijo finalmente Rob, casi distraído— que durante estos largos siglos de ignorancia se encendieron algunos fuegos secretos.
Ahora Mirdin apartó la atención del tablero.
—Hombres que han tenido la audacia de abrir cadáveres en secreto, desafiando a los sacerdotes, con el propósito de hacer la obra del Señor como médicos.
Mirdin fijó la vista en el vacío.
—¡Dios mío! Habrían sido tratados como brujos.
—No pudieron informar sobre sus conocimientos, pero al menos los adquirieron.
Ahora Mirdin estaba francamente alarmado. Rob le sonrió.
—No, no lo haré —dijo cordialmente—. Ya tengo bastantes dificultades fingiéndome judío. Mi audacia no llega a tanto.
—Debemos ser agradecidos con las pequeñas bendiciones —dijo secamente Mirdin.
Estaba lo bastante incómodo y distraído como para jugar con torpeza, y entregó un elefante y dos caballos en rápida sucesión, pero Rob aun no sabía lo suficiente como para apretar hasta ganar. Rápida y fríamente, Mirdin reunió sus fuerzas, y en una docena de movimientos mortificó una vez más a Rob haciéndole experimentar el
shahtreng
, la angustia del rey.
Mary no tenía otra amiga que Fara, pero la judía era suficiente. Se acostumbraron a estar horas enteras conversando, en comunicaciones despojadas de las preguntas y respuestas que caracterizan casi todos los intercambios sociales. A veces Mary hablaba y Fara escuchaba un torrente de palabras en gaélico que no entendía; y en ocasiones Fara hablaba en la Lengua a una Mary incapaz de comprenderla.
Curiosamente, las palabras no tenían la menor importancia. Lo que importaba era el juego de emociones en sus facciones, los ademanes y el tono de voz, los secretos transmitidos por los ojos.
Así, compartían sus sentimientos, y para Mary era una forma de desahogarse ya que jamás habría mencionado a alguien a quien conocía desde hacía tan poco tiempo sus sentimientos. Reveló su pesadumbre por la pérdida de su padre, la soledad por la falta de la misa, la profundidad de su añoranza al despertar después de haber soñado con la joven y bella mujer que había sido Jura Cullen, para luego permanecer tendida en la casita de Yehuddiyyeh mientras, como una criatura fría y detestable, penetraba en su mente la idea de que su madre llevaba largo tiempo muerta. También hablaba de cosas que jamás habría mencionado aunque ella y Fara fuesen amigas de toda la vida: lo amaba tanto que a veces sentía un temblor incontrolable; había momentos en que el deseo la inundaba con tal calor que por primera vez comprendió a las yeguas en celo. Nunca volvería a mirar un carnero montando a una oveja sin pensar en sus propios miembros alrededor de Rob, el sabor de él en su boca, el olor de su firme carne en la nariz, la cálida extensión mágica de su marido mientras se convertían en un solo ser y él se esforzaba por llegar al núcleo de su cuerpo.
No sabía si Fara hablaba de esas cosas, pero sus ojos y sus oídos le decían que la conversación de la esposa de Mirdin era íntima e importante, y las dos mujeres, tan distintas, se vincularon, mediante el amor y la consideración, en una entrañable amistad.
Una mañana, Mirdin rió y palmeó a Rob, contento.
—Has obedecido el mandamiento de la multiplicación. ¡Ella espera un hijo, carnero europeo!
—¡Nada de eso!
—Sí —afirmó Mirdin—. Ya verás. En estas cuestiones, Fara nunca se equivoca.
Dos días después, Mary empalideció después de desayunar y vomitó.
Rob tuvo que limpiar y fregar el suelo de tierra apisonada y entrar arena fresca. Durante toda la semana, Mary vomitó regularmente, y cuando no le sobrevino el flujo menstrual quedaron disipadas todas las dudas. No tendrían que haberse sorprendido, pues se habían amado infatigablemente, pero hacia un tiempo que Mary pensaba que quizá Dios no favorecía su unión.
En general, sus reglas eran difíciles y dolorosas, y fue un alivio no tenerlas, pero las frecuentes náuseas demostraron que el cambio no era ninguna ganga. Rob le sostenía la cabeza y limpiaba cuando vomitaba. Pensaba con deleite y presentimientos en el niño en formación preguntándose, nervioso, que clase de criatura brotaría de su semilla. Ahora desvestía a su mujer con más ardor que nunca, pues el científico que había en él gozaba con la oportunidad de observar los cambios hasta en su más mínimo detalle, la expansión y el enrojecimiento de las areolas, la plenitud de sus pechos, la primera curva suave del vientre, la reacomodación de las expresiones provocada por la sutil hinchazón de su boca y su nariz. Rob insistía en que se echara boca abajo para estudiar la acumulación de grasa en las caderas y nalgas, el leve engrosamiento de las piernas. Al principio Mary gozaba con tantas atenciones, pero al poco tiempo perdió la paciencia.