El médico (74 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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—Los dedos de los pies —refunfuñó—. ¿Qué me dices de los dedos de los pies?

Rob estudió seriamente sus pies y le informó que los dedos no habían sufrido la menor modificación.

Los atractivos de la cirugía se estropearon para Rob gracias a una seguidilla de castraciones.

Hacer eunucos era un procedimiento corriente y se realizaban dos tipos de castraciones. Los hombres de buen porte, seleccionados para guardar las entradas de los harenes —donde tendrían muy poco contacto con las mujeres de la casa— solo sufrían la pérdida de los testículos. Para el servicio general dentro de los harenes, eran más apreciados los hombres feos, a los que se pagaba una prima por desfiguraciones tales como una nariz aplastada o repelente de subo, la boca deforme, labios gruesos o dientes negros o irregulares. Con el fin de anular totalmente sus funciones sexuales, les amputaban la totalidad de los genitales y se veían forzados a llevar siempre el cañón de una pluma para orinar.

Con frecuencia se castraba a muchachos jóvenes. A veces se los enviaba a una escuela especializada en la educación de eunucos, en Bagdad, donde les enseñaban canto y música, o se los instruía a fondo en la practica del comercio, o en compras y administración, convirtiéndolos en sirvientes sumamente apreciados, en valiosas propiedades, como Wasif, el esclavo eunuco de Ibn Sina.

La técnica para castrar era rudimentaria. El cirujano sujetaba con la mano izquierda el objeto que iba a ser amputado. Con una cuchilla afilada en la mano derecha, extraía las partes con una sola pasada de la hoja, porque era esencial la velocidad. De inmediato, aplicaban una cataplasma de cenizas calientes en la zona sangrante, y la virilidad del sujeto quedaba permanentemente alterada.

Al-Juzjani le había explicado que cuando se realizaba la castración como castigo, en general no se aplicaba la cataplasma, y el hombre en cuestión moría desangrado.

Una noche, Rob llegó a casa, observó a su esposa y trató de apartar de su mente la idea de que ninguno de los hombres y chicos a los que había operado hincharía de vida a una mujer. Le apoyó una mano en el vientre tibio, que en realidad aun no había crecido mucho.

—Pronto será como un melón —dijo Mary.

—Quiero verlo cuando sea como una sandia.

Rob acudió a la Casa de la Sabiduría y leyó cuanto pudo sobre el feto.

Ibn Sina escribió que después que se cierra la matriz sobre el semen, se forma la vida en tres etapas. Según el maestro médico, en la primera etapa el coágulo se transforma en un pequeño corazón; en la segunda etapa aparece otro coágulo que se desarrolla hasta convertirse en el hígado; y en la tercera etapa se forman los demás órganos principales.

—He encontrado una iglesia —dijo Mary

—¿Una iglesia cristiana? —preguntó, y se sorprendió cuando ella movió la cabeza afirmativamente.

Rob no sabía que hubiese una iglesia en Ispahán.

La semana anterior, explicó Mary, ella y Fara habían ido al mercado armenio a comprar trigo. Giraron erróneamente en un callejón estrecho y que olía a orines, y de pronto se encontraron ante la iglesia del Arcángel Miguel.

—¿Católicos orientales?

Ella volvió a asentir.

—Es una iglesia diminuta y triste, a la que solo asiste un puñado de los trabajadores armenios más pobres. Sin duda la toleran porque es demasiado débil para representar una amenaza.

Había vuelto dos veces, sola, y había mirado con envidia a los andrajosos armenios que entraban y salían.

—Deben de decir la misa en su lengua. Nosotros ni siquiera podríamos decir las respuestas.

—Pero celebran la Eucaristía. Cristo está presente en el altar.

—Pondríamos en riesgo mi vida si asistiéramos. Ve a orar a la sinagoga con Fara, pero reza tus propias oraciones para tus adentros. Cuando yo estoy en la sinagoga, rezo a Jesús y a los santos.

Mary levantó la cabeza, y por primera vez Rob vio el temor latente en el fondo de su mirada.

—No necesito que los judíos me permitan rezar —replicó, muy acalorada.

Mirdin coincidió con él en rechazar la cirugía como profesión.

—No solo se trata de las castraciones, que ya son terribles. Pero donde no hay aprendices médicos para servir en los tribunales de los
mullahs
, hacen comparecer al cirujano a fin de atender a los presos después de los castigos. Debemos usar nuestros conocimientos y nuestra habilidad contra la enfermedad y para curar, no para recortar los muñones de miembros y órganos que podrían haber estado sanos.

Sentados bajo el sol de primera hora de la mañana en los peldaños de piedra de la madraza, Mirdin suspiró cuando Rob le habló de Mary y de su nostalgia por una iglesia cristiana.

—Debes rezar vuestras oraciones con ella cuando estéis a solas. Y tienes que llevarla a su terruño en cuanto puedas.

Rob asintió y estudió al otro reflexivamente. Mirdin se había mostrado agrio y detestable cuando pensó que Rob era un judío que había rechazado su propia fe. Pero desde que supo que Rob era un Otro, descubrió la esencia de una verdadera amistad.

—¿Has pensado que cada religión afirma ser la única con el corazón y el oído de Dios? —dijo Rob lentamente—. Nosotros, vosotros, el Islam... Cada fe asegura ser la única verdadera. ¿Es posible que las tres estén equivocadas?

—Tal vez las tres aciertan —respondió Mirdin.

Rob sintió brotar una oleada de afecto. Muy pronto Mirdin sería médico y retornaría con su familia de Masqat. Cuando Rob fuese
hakim
, también volvería a su tierra. Indudablemente, nunca volverían a verse.

Su mirada se cruzó con la de Mirdin y tuvo la certeza de que este compartía sus pensamientos.

—¿Volveremos a vernos en el Paraíso?

Mirdin lo miró seriamente.

—Nos encontraremos en el Paraíso. ¿Es un voto solemne?

Rob sonrió.

—Es un voto solemne.

Se apretaron mutuamente las muñecas.

—Creo que la separación entre la vida y el Paraíso es un río —dijo Mirdin—. Si hay muchos puentes que lo cruzan, ¿puede importarle mucho a Dios qué puente elige el viajero?

—Creo que no —dijo Rob.

Se separaron cariñosamente y deprisa, y cada uno se dirigió a atender sus tareas.

En la sala de operaciones, Rob y otros dos aprendices escucharon atentamente a al-Juzjani, quien les advirtió sobre la necesidad de mantener discreción respecto de la operación que iba a tener lugar. No reveló la identidad de la enferma, con el propósito de proteger su reputación, pero les hizo saber que estaba emparentada estrechamente con un hombre poderoso y célebre, y que padecía cáncer de mama.

Dada la gravedad de la dolencia, se conculcaría la prohibición teológica conocida como
aurat
, que proscribe a todo hombre, salvo al marido, ver el cuerpo de una mujer desde el cuello hasta las rodillas.

Habían administrado a la mujer opiáceos y vino, y cuando la llevaron estaba inconsciente. Era robusta y pesada, y del paño que cubría su cabeza escapaban mechones de pelo gris. Iba embozada y estaba totalmente cubierta, dejando a la vista solo los pechos, que eran grandes, suaves y flácidos, lo que indicaba que había dejado atrás la juventud.

Al-Juzjani ordenó a los aprendices que se turnaran para palparle suavemente ambos pechos y determinaran cual es el tacto de un tumor de mama.

Este resultaba discernible incluso sin palparlo, pues formaba un bulto visible a un lado del pecho izquierdo. Era tan largo como el pulgar de Rob y tres veces más grueso.

Estaba muy interesado en observarlo todo: nunca había visto un pecho humano abierto.

Manó la sangre cuando al-Juzjani apretó la cuchilla en la carne blanda y cortó muy por debajo del final del bulto, pues deseaba extraerlo en su totalidad. La paciente gimió y el cirujano trabajo con rapidez, ansioso por terminar antes de que despertara.

Rob vio que el interior del pecho contenía músculo, carne celular gris y nódulos de grasa amarilla, como en una gallina aderezada. Advirtió claramente varios conductos lactóforos de color rosa, que se unían en el pezón como brazos de un río que confluyen en una bahía. Quizá al-Juzjani había pinchado uno de los conductos, pues del pezón brotaba un líquido enrojecido semejante a una gota de leche rosada.

Al-Juzjani extrajo el tumor y cosió deprisa. Si algo semejante fuera posible, Rob habría dicho que el cirujano estaba nervioso.

«Es de la familia del sha —se dijo—. Probablemente una tía.» Tal vez la mujer de quien el sha le había hablado en la caverna; la tía que lo había iniciado en la vida sexual.

Quejándose y casi totalmente despierta, se la llevaron en cuanto quedó cosido el pecho. Al-Juzjani suspiró.

—No tiene cura. Finalmente, este cáncer la matará, pero al menos podemos tratar de detener su avance.

Vio afuera a Ibn Sina y se acercó a informarle sobre la operación mientras los aprendices limpiaban el quirófano.

Unos minutos más tarde, Ibn Sina entró en la sala de operaciones y habló brevemente con Rob, palmeándole la espalda antes de volver a separarse de él.

Rob estaba anonadado por lo que le había dicho el médico jefe. Salió de la sala de operaciones y se encaminó al
khazanat-ul-sharaf
, donde estaba trabajando Mirdin. Se encontraron en el pasillo de salida de la farmacia. Rob vio reflejadas en el rostro de Mirdin todas las emociones que bullían en su interior.

—¿Tú también?

Mirdin asintió con la cabeza.

—¿Dentro de dos semanas?

—Sí. —Rob probó el sabor del pánico—. No estoy preparado para los exámenes, Mirdin. Tú llevas cuatro años aquí, pero yo vine hace tres y no me considero preparado.

Mirdin olvidó su propio nerviosismo y sonrió.

—Lo estás. Has sido cirujano barbero y todos los que te han enseñado algo conocen lo que vales. Nos quedan dos semanas para estudiar juntos, luego nos presentaremos al examen.

55
EL DIBUJO DE UN MIEMBRO

Ibn Sina había nacido en el pequeño poblado de Afshanah, en los aledaños de las aldeas de Kharmaythan, y poco después de su nacimiento su familia se había trasladado a la cercana ciudad de Bujara. Cuando era pequeño, su padre —un recaudador de impuestos— dispuso que estudiara con un maestro coránico y con otro de literatura. Al cumplir los diez años había memorizado todo el Corán y absorbido gran parte de la cultura musulmana. Su padre conoció a un versado verdulero ambulante, Mahmud el Matemático, que enseñó al niño cálculo indio y álgebra. Antes de que al dotado joven le crecieran los primeros vellos faciales, era competente en leyes, profundizaba en Euclides y en la geometría, y los maestros rogaron a su padre que le permitiera dedicar la vida al saber.

Empezó a estudiar medicina a los once años, y a los dieciséis daba clases a médicos mayores y pasaba gran parte del tiempo en la práctica del derecho. Toda su vida sería jurista y filósofo, pero notó que aunque estas profesiones doctas merecían la deferencia y el respeto del mundo persa en que vivía, nada importaba a ningún individuo más que su bienestar y saber si viviría o moriría. A temprana edad, el destino volvió a Ibn Sina servidor de una serie de gobernantes que aprovechaban su talento para proteger su salud, y aunque escribía docenas de volúmenes sobre leyes y filosofía —los suficientes para que le dieran el afectuoso apodo de Segundo Maestro ¡siendo Mahoma el Primero!—, como Príncipe de Médicos alcanzó la fama y la adulación que lo seguían fuera donde fuese.

En Ispahán pasó inmediatamente de refugiado político a
hakim
-
bashi
o médico jefe, y descubrió que había una numerosa oferta de médicos y que constantemente aumentaba el número de sanadores. Estos entraban en el oficio por medio de una simple declaración. Muy pocos de esos médicos en ciernes compartían la tenaz erudición o el genio intelectual que había señalado su propia dedicación a la medicina, y comprendió que hacia falta un recurso para determinar quién estaba capacitado y quién no. Durante más de un siglo se habían efectuado exámenes para médicos en Bagdad, e Ibn Sina convenció a sus colegas de que en Ispahán el examen final de la madraza debía crear médicos o rechazarlos, ofreciéndose él mismo como examinador jefe.

Ibn Sina era el médico más destacado de los Califatos de Oriente y Occidente, pero trabajaba en un entorno docente que no contaba con el prestigio de los grandes centros. La Academia de Toledo tenía su Casa de las Ciencias; la Universidad de Bagdad, su escuela para traductores; el Cairo se jactaba de una tradición médica rica y sólida con una antigüedad de muchos siglos.

Todos estos lugares poseían bibliotecas famosas y magníficas. Por contraste, en Ispahán solo existían la pequeña madraza y una biblioteca que dependía de la caridad de la institución homóloga de Bagdad, más amplia y rica. El
maristan
era una pálida versión en miniatura del gran hospital Azudi de la misma ciudad. La presencia de Ibn Sina tuvo, pues, que compensar las insuficiencias de la escuela persa.

Ibn Sina reconocía incurrir en el pecado del orgullo. Aunque su propia reputación era tan encumbrada como para resultar intocable, se mostraba sensible en cuanto a la categoría de los médicos que formaba.

El octavo día del mes de
Shawwa
, una caravana de Bagdad le llevó una carta de Ibn Sabur Yaqut, el examinador médico jefe de aquella capital. Ibn Sabur iría a Ispahán y visitaría el
maristan
en la primera mitad del mes de
Zulkadah
. Ibn Sina ya conocía a Ibn Sabur y se fortaleció para aguantar la actitud condescendiente y las constantes comparaciones de su colega de Bagdad, llenas de suficiencia.

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