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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (16 page)

BOOK: El médico
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«Como todos», pensó Rob.

Leicester era una ciudad populosa. Asistió mucha gente al espectáculo, y cuando concluyo la venta de la medicina se encontraron en un frenesí de actividad. En rápida sucesión, ayudó a Barber a abrir el carbunclo de un joven a entablillar un hueso partido de otro, a administrar verdolaga a una madre calenturienta y manzanilla a un niño con cólicos.

Después acompañó al otro lado del biombo a un hombre robusto, de calva incipiente y ojos lechosos.

—¿Cuánto hace que está ciego? —preguntó Barber a su paciente.

—Dos años. Todo empezó como una tiniebla que gradualmente se profundizó, y ahora apenas distingo la luz. Soy escribiente y no puedo trabajar.

Barber meneó la cabeza, olvidando que su gesto no era visible.

—No puedo devolver la vista, como tampoco la juventud.

El escribiente dejó que Rob lo guiara afuera.

—Es una mala noticia —le dijo a Rob—. ¡Nunca volveré a ver!

Un hombre que andaba por allí, delgado, con cara de halcón y nariz aguileña, oyó lo que decía y los miró de soslayo. Tenía el pelo y la barba blancos pero aún era joven: no podía más que doblar la edad de Rob. Dio un paso adelante y puso una mano en el brazo del paciente.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, con el acento francés que Rob había oído muchas veces en boca de los normandos de los muelles londinenses.

—Edgar Thorpe —dijo el escribiente.

—Yo soy Benjamin Merlin, médico de la cercana ciudad de Tettenhall. ¿Me permites examinarte los ojos, Edgar Thorpe?

El oficinista asintió y pestañeó.

El otro le levantó los párpados con los pulgares y estudió la blanca opacidad que cubría sus ojos.

—Estoy en condiciones de abatir las nubes de los cristalinos —dijo finalmente—. Lo he hecho con anterioridad, pero tienes que ser fuerte par aguantar el dolor.

—El dolor es lo de menos —murmuró el enfermo.

—Entonces haz que alguien te lleve a mi casa de Tettenhall, a primera hora de la mañana del próximo martes —dijo el médico, y se apartó.

Rob estaba alelado. Nunca le había pasado por la imaginación que alguien pudiera intentar algo que escapaba a los conocimientos de Barber.

—¡Maestro médico! —Corrió tras él—. ¿Dónde has aprendido a hacer eso..., abatir las nubes de los cristalinos de los ojos?

—En una academia. Una escuela para médicos.

—¿Y dónde está esa escuela para médicos?

Merlin vio ante sí a un joven corpulento, con ropa mal confeccionada que le iba pequeña. Su mirada abarcó el abigarrado carromato, la tarima donde estaban las pelotas para malabarismos y los frascos con medicina cuya calidad adivinó al instante.

—A medio mundo de distancia —dijo amablemente.

Se encaminó hacia una yegua negra que estaba atada a un árbol, montó y, al galope, se alejó de los cirujanos barberos sin volver la mirada.

Mas tarde, Rob le habló a Barber de Benjamin Merlin, mientras
Incitatus
arrastraba lentamente el carromato hacia las afueras de Leicester.

Barber asintió con la cabeza.

—He oído hablar de él. El médico de Tettenhall.

—Sí. Hablaba como un franchute.

—Es un judío de Normandía.

—¿Qué es un judío?

—Otro nombre para designar a los hebreos, el pueblo de la Biblia asesinó a Jesús y fue expulsado de la Tierra Santa por los romanos.

—Habló de una escuela para estudiar medicina.

—A veces organizan cursos en el colegio de Westminster. Según se dice, son pésimos y de ellos salen pésimos médicos. En su mayoría se emplean con médicos de verdad para capacitarse, así como tú eres mi aprendiz para llegar a conocer el oficio de cirujano barbero.

—No creo que se refiriera a Westminster. Dijo que la escuela estaba muy, muy lejos.

Barber se encogió de hombros.

—Tal vez esté en Normandía o en Bretaña. Los judíos son muchos en Francia, y algunos se abren paso hasta aquí, incluidos los médicos.

—Yo he leído cosas de los hebreos en la Biblia, pero nunca había visto a uno.

—Hay otro médico judío en Malmesbury, de nombre Isaac Adolescentoli. Un doctor famoso. Es posible que lo veas cuando lleguemos a Salisbury dijo Barber.

Malmesbury y Salisbury caían al oeste de Inglaterra.

—Entonces, ¿no iremos a Londres?

—No. —Barber percibió algo en la voz de su aprendiz, y hacía tiempo que le constaba el deseo del joven de encontrar a sus parientes—. Iremos directamente a Salisbury —dijo con tono severo— para cosechar los beneficios de las multitudes que asisten a la feria. De allí pasaremos a Exmouth, pues para entonces el otoño habrá caído sobre nosotros. ¿Lo comprendes?

Rob movió la cabeza afirmativamente.

—Pero en la primavera, cuando volvamos a partir, viajaremos hacia el este y pasaremos por Londres.

—Gracias, Barber —dijo con serena exultación.

Rob se animó. ¿Qué importaban las demoras si sabía que finalmente irían a Londres?

Sus hermanos poblaron todos sus pensamientos.

Por último, volvió a la otra cuestión:

—¿Crees que le devolverá la vista al escribiente?

Barber se encogió de hombros.

—He oído hablar de esa operación. Muy pocos son capaces de llevarla a cabo, y dudo que el judío sea uno de esos pocos. Pero quien es capaz de asesinar a Cristo no tiene ningún escrúpulo en mentirle a un ciego —dijo Barber y apremió al caballo, pues faltaba poco para la hora de cenar.

12
A LA MEDIDA

Cuando llegaron a Exmouth no fue lo mismo que volver a casa, pero Rob se sintió mucho menos solo que dos años atrás, cuando pisó el lugar por vez primera. La casita junto al mar era conocida y acogedora. Barber pasó la mano por la gran chimenea de leña, con sus utensilios de cocina, y aspiró.

Planearon una espléndida provisión invernal, como de costumbre, pero esta vez no llevarían aves de corral a la casa, por el penetrante hedor que despedían las gallinas.

Rob había seguido creciendo, y sus ropas le quedaban pequeñas.

—Tus huesos en expansión me llevarán a la ruina —se quejó Barber, cuando le dio a Rob una pieza de paño de lana teñido de marrón que había comprado en la feria de Salisbury—. Cogeré a
Incitatus
y el carro e iré a Atelny para elegir quesos y jamones, y pernoctaré en la posada. En mi ausencia, debes limpiar de hojas el manantial y comenzar a preparar la leña. Pero tómate tiempo para llevar este paño a Editha Lipton y pídele que te lo cosa.

¿Recuerdas el camino de su casa?

Rob cogió la ropa y le dio las gracias.

—La encontraré.

—Tiene que hacerte algo que se pueda agrandar —gruñó Barber después de pensarlo dos veces—. Dile que haga dobladillos generosos para que cuando llegue el momento los soltemos.

Llevó la tela envuelta en una piel de carnero para protegerla de la lluvia helada que, al parecer, era el rasgo predominante del clima de Exmouth. Conocía el camino. Dos años atrás a veces había pasado por su casa, con la esperanza de verla.

Editha respondió de inmediato a su llamada. A Rob casi se le cae el hatillo cuando ella le cogió las manos y lo atrajo hacia el interior para evitar que se siguiera mojando.

—¡Rob J.! Déjame estudiarte. Jamás he visto tantas alteraciones en dos años.

Rob quiso decirle que ella no había cambiado, pero se quedó mudo.

Editha notó su mirada y se le entibiaron los ojos.

—Entretanto yo me he vuelto vieja y canosa —dijo, a la ligera.

Él meneó la cabeza. Editha seguía teniendo el pelo negro, y en todo sentido era tal como la recordaba, sobre todo en la luminosidad de sus ojos.

Editha preparó una infusión de hierbabuena y Rob recuperó la voz. Le habló ansiosamente y con todo detalle de los sitios donde habían estado y de algunas cosas que habían hecho.

—A mí me va un poco mejor que antes —dijo ella—. Las cosas han cambiado y ahora la gente vuelve a encargarme ropa.

Rob recordó el motivo de su visita. Abrió la piel de carnero y le mostró el paño; después de examinarlo, Editha dijo que era una lana de muy buena calidad.

—Espero que haya suficiente cantidad —dijo con tono de preocupación—, porque ya eres más alto que Barber. —Buscó las cuerdas de medir y le tomó el ancho de los hombros, la circunferencia de cintura, el largo de brazos y piernas—. Haré pantalones ceñidos, una chupa suelta y una capa; irás magníficamente ataviado.

Rob asintió y se incorporó, aunque reacio a marcharse.

—¿Barber te está esperando?

Le explicó todo sobre las actividades de Barber, y ella le indicó que retrocediera.

—Es hora de comer. No puedo ofrecerte lo mismo que él, que pone en la mesa terneras reales, lenguas de alondra y sabrosos budines. Pero compartirás mi cena de campesina.

Cogió un pan del aparador y envió a Rob a su pequeña fresquera del manantial a buscar un trozo de queso y una jarra de sidra. En medio de la oscuridad creciente y bajo la lluvia, Rob arrancó dos varitas de sauce. En la casa cortó el queso y el pan de cebada y los atravesó con las varas de sauce para tostarlos en el fuego. Editha sonrió:

—Veo que ese hombre ha dejado en ti su marca para toda la vida.

Rob le devolvió la sonrisa.

—Es sensato calentar la comida en una noche como esta.

Comieron y bebieron; después charlaron amistosamente. Rob agregó leña al fuego, que había empezado a silbar y a humear bajo la lluvia que se colaba por el boquete de salida del humo.

—El tiempo está empeorando —dijo Editha.

—Sí.

—Es una tontería volver a casa en la oscuridad y con semejante tormenta.

Rob había caminado en noches más oscuras y bajo peores lluvias.

—Parece que va a nevar.

—Entonces tendré compañía.

—Te lo agradezco.

Volvió entumecido al manantial, con el queso y la sidra, sin atreverse a pensar. Al volver a la casa, la encontró despojándose del vestido.

—Será mejor que te quites la ropa húmeda —le dijo mientras se metía tranquilamente en la cama, con su camisa de dormir.

Rob se quitó la túnica y los pantalones húmedos, y los extendió a un lado del hogar. Desnudo, se apresuró a acostarse junto a ella, entre las pieles, temblando.

—¡Qué frío!

Editha sonrió.

—Has pasado más frío. Cuando ocupé tu lugar en la cama de Barber.

—Y me hicisteis dormir en el suelo en una noche de perros. Sí, hacia más frío.

Ella lo miró.

—«Pobre huerfanito», pensé. Te habría metido con nosotros en la cama.

—Estiraste la mano y me tocaste la cabeza.

Le tocó la cabeza ahora, alisándole el pelo y apretándole el rostro en sus blanduras.

—He abrazado a mis propios hijos en esta cama.

Editha cerro los ojos. Luego aflojó la parte de arriba de su camisa y le ofreció un pecho. La carne tibia en su boca hizo recordar a Rob una calidez infantil largo tiempo olvidada. Le escocieron los párpados. La mano de Editha cogió la suya para que la explorara.

—Esto es lo que debes hacer —le dijo, sin abrir los ojos.

Una rama chisporroteó en la chimenea, pero no la oyeron. El fuego humedecido ahumaba toda la estancia.

—Suavemente y con mucha paciencia. En círculos, tal como lo estas haciendo —dijo Editha con tono ensoñador.

Rob echó hacia atrás la manta y la camisa de la mujer, a pesar del frío. Vio, con sorpresa, que sus piernas eran gruesas. Estudió con la mirada lo que sus dedos ya habían aprendido. La feminidad de ella era como la de sus recuerdos, pero ahora la luz del fuego le permitió observar los pormenores.

—Más rápido.

Ella habría dicho más, pero él encontró sus labios. No era la boca de una madre, y Rob notó que Editha hacia algo interesante con su lengua ávida.

Una serie de susurros lo guiaron encima de ella y entre sus pesadas nalgas. No fueron necesarias más instrucciones: instintivamente, Rob corcoveó y empujó.

«Dios es un carpintero competente», pensó Rob, pues la mujer era una resbaladiza muesca móvil y él, una almilla a la medida.

Editha abrió los ojos de par en par y lo miró fijamente. Sus labios se curvaron sobre sus dientes en una extraña sonrisa y emitió un áspero estertor desde el fondo de su garganta, sonido que habría hecho pensar a Rob que la mujer estaba agonizando, si no lo hubiese oído con anterioridad.

Durante años había visto y oído a otros hacer el amor: sus padres en la pequeña casa abarrotada, Barber con un numeroso desfile de rameras. Había llegado a la convicción de que en un coño tenía que haber mucha magia para que los hombres lo desearan tanto. En el oscuro misterio del lecho de Editha y estornudando como un caballo por el humo de la chimenea, Rob sintió que descargaba toda la angustia contenida en su cuerpo. Transportado por el más tremendo de los deleites, Rob descubrió la enorme diferencia entre la observación y la participación.

A la mañana siguiente, despertada por un golpe en la puerta, Editha bajó descalza de la cama y fue a abrir.

—¿Se ha ido? —susurró Barber.

—Hace mucho —respondió, mientras lo hacía pasar—. Se durmió como un hombre y al despertar fue nuevamente un chico. Dijo algo acerca de limpiar el manantial y se fue deprisa.

—¿Todo salió bien? —preguntó Barber, sonriente.

Ella asintió con sorprendente timidez, bostezando.

—Bien, porque estaba más que listo. Para él será mejor haber encontrado la bondad contigo en lugar de una cruel iniciación por parte de una hembra de otra índole.

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