Arriba y abajo y arriba y abajo. Una y otra vez.
«Oh, mamá» —murmuró emocionado, si bien años después discutiría consigo mismo si su madre había tenido algo que ver.
«¡Va-va-va-va-va!»
—Barber —lo llamó en voz alta, temeroso de gritar.
Se abrió la puerta. Segundos después, perdió el equilibrio y las manzanas rodaron por todas partes.
Al alzar la mirada se encogió porque Barber corría hacia él con una mano en alto.
—¡Lo he visto! —exclamó Barber, y Rob se vio envuelto en un gozoso abrazo que no tenía nada que envidiar a los mejores intentos del oso
Bartram
.
El Jueves Santo llegó y pasó, y continuaron en Exmouth, ya que Rob tenía que aprender todas las facetas del espectáculo. Practicaron juegos malabares a dúo, actividad que disfrutó desde el principio y que pronto llegó a dominar extremadamente bien. Luego se concentraron en los juegos de manos, magia tan difícil como la prestidigitación con cuatro pelotas.
—El demonio no influye en los magos —dijo Barber—. La magia es un arte humano que ha de dominarse del mismo modo que conquistaste la prestidigitación. Pero es mucho más fácil —se apresuró a añadir al ver la expresión de Rob.
Barber le transmitió los sencillos secretos de la magia blanca.
—Debes tener un espíritu intrépido y audaz y mostrar expresión decidida en todo lo que haces. Necesitas dedos ágiles y un modo de trabajar limpio, y debes ocultarte detrás de la cháchara, empleando palabras exóticas para adornar tus actos.
»La última regla es, como mucho, la más importante. Debes contar con artilugios, gestos del cuerpo y otras distracciones que llevan a los espectadores
a mirar a cualquier parte menos a aquello que realmente estás haciendo
.
La mejor desviación de que disponían eran ellos mismos, explicó Barber, y lo demostró con el truco de las cintas.
—Para este juego de manos necesito cintas de color azul, rojo, negro, amarillo, verde y marrón. Al final de cada yarda hago un nudo corredizo y luego enrollo apretadamente la cinta anudada, preparando pequeños rollos que distribuyo por mi vestimenta. El mismo color siempre se guarda en el mismo bolsillo.
»“¿Quién quiere una cinta?”, preguntó.
»“¡Oh, señor, yo! Una cinta azul de dos yardas de largo.” Rara vez las quieren más largas. Al fin y al cabo, no usan cintas para atar a la vaca.
»Finjo olvidarme de la petición y me ocupo de otros asuntos. En ese momento, tu creas un punto de atención, por ejemplo haciendo juegos malabares. Mientras están concentrados en ti, me llevo la mano al bolsillo izquierdo de la túnica, donde siempre guardo la cinta azul. Creo la sensación de que me tapo la boca para toser y el rollo de cinta acaba en mi boca. Segundos más tarde, cuando he recuperado la atención del público, asomo la punta de la cinta entre los labios y la extraigo poco a poco. El primer nudo se deshace en cuanto toca mis dientes. Cuando aparece el segundo nudo, sé que tengo dos metros, así que corto la cinta y la entrego.
A Rob le entusiasmó aprender el truco, aunque se sintió defraudado por la manipulación, engañado por la magia.
Barber siguió desilusionándolo. Poco tiempo después, aunque aún no daba la talla como mago, prestaba grandes servicios como ayudante del mago. Aprendió pequeños bailes, himnos y canciones, chistes y anécdotas que no entendía. Por fin logró cotorrear los discursos que acompañaban la venta de la Panacea Universal. Barber le aseguró que aprendía con rapidez. Mucho antes de que el chico lo considerara posible, el cirujano barbero declaró que ya estaba preparado.
Partieron una brumosa mañana de abril, y durante dos días atravesaron los montes Blackdown, bajo una tenue llovizna primaveral. La tercera tarde, bajo un cielo diáfano y renovado, llegaron a la aldea de Bridgeton. Barber frenó el caballo junto al puente que daba nombre a la población y estudió a su ayudante.
—Entonces, ¿estás preparado?
Rob no estaba muy seguro, pero asintió.
—Eres un buen chico. No es una gran ciudad: putañeros y furcias, una taberna siempre llena y muchos clientes que llegan de todas partes para joder y beber. De manera que todo vale, ¿entiendes?
Aunque Rob no tenía la menor idea de a qué se refería su maestro, volvió a asentir.
Incitatus
respondió a la tensión de las riendas y cruzó el puente al trote de paseo. Al principio todo fue como antes. El caballo hizo sus cabriolas y Rob tocó el tambor mientras desfilaban por la calle principal. Montó la tarima en la plaza de la aldea y apoyó en ésta tres cestos de astillas de roble llenos de panacea.
Esta vez, cuando comenzó el espectáculo, subió a la tarima con Barber.
—Buen día y mejor mañana —saludó Barber. Ambos hacían juegos malabares con dos pelotas—. Nos alegra estar en Bridgeton.
Simultáneamente, cada uno extrajo la tercera pelota del bolsillo, luego la cuarta y, por último, la quinta. Las de Rob eran rojas y las de Barber, azules.
Ascendían desde sus manos por el centro y caían en cascada por afuera como el agua de dos fuentes. Aunque solo movían unos centímetros las manos, lograron que las pelotas de madera bailaran.
Al rato se volvieron y quedaron frente a frente en los extremos de la tarima mientras continuaban los malabarismos. Sin perder el ritmo, Rob le envió una pelota a Barber y recogió la azul que le fue lanzada. Primero enviaba una de cada tres pelotas a Barber y recibía una de cada tres. Después una sí y otra no, en un constante torrente en dos sentidos de proyectiles rojos y azules. Tras un gesto casi imperceptible de Barber, cada vez que una pelota llegaba a la mano derecha de Rob, éste la devolvía con fuerza y velocidad, recobrando con la misma destreza con que lanzaba.
Fueron los aplausos más ruidosos y acogedores que oyó en su vida.
Al terminar, recogió diez de las doce pelotas y abandonó la escena, refugiándose detrás de la cortina del carromato. Necesitaba aire, y su corazón palpitaba enérgicamente. Oyó que Barber, que no estaba sin resuello, se refería a las alegrías de los juegos malabares mientras lanzaba dos pelotas.
—Señora, ¿sabéis que tiene uno cuando en la mano sostiene objetos como estos?
—¿Qué se tiene, señor? —preguntó una perendeca.
—Vuestra atención absoluta y total —le respondió Barber.
La deleitada concurrencia silbó y gritó.
Dentro del carromato, Rob preparó los elementos para varios trucos de magia y se reunió con Barber, que a renglón seguido logró que una cesta vacía se llenara de rosas de papel, convirtió un oscuro pañuelo en una serie de banderas de colores, recogió monedas del aire e hizo desaparecer primero una jarra de cerveza y en seguida un huevo de gallina.
Rob entonó
Los galanteos de la viuda rica
en medio de silbidos de regocijo, y Barber vendió rápidamente su Panacea Universal, vaciando los tres cestos y enviando a Rob al carromato en busca de más frascos. A continuación, una larga hilera de pacientes esperaron para ser tratados de diversos achaques, y Rob notó que aunque el gentío suelto tenía la risa y la broma rápidas, se ponía extremadamente serio cuando se trataba de buscar cura a las enfermedades de sus cuerpos.
Acabada la asistencia, abandonaron Bridgeton porque Barber dijo que era un pozo en el que después de la caída del sol se cortaban pescuezos. El maestro estaba sumamente satisfecho con los ingresos, y esa noche Rob se durmió feliz de saber que se había asegurado un lugar en el mundo.
Al día siguiente, en Yeoville, se sintió mortificado cuando, durante el espectáculo, se le cayeron tres pelotas, pero Barber lo reconfortó:
—Al principio suele ocurrir de vez en cuando. Te pasará cada vez con menos frecuencia y, al final, nunca.
Esa misma semana, en Taunton, una ciudad de comerciantes laboriosos, y en Bridgwater, habitada por campesinos conservadores, presentaron su espectáculo sin indecencias. Glastonbury fue la siguiente parada. Se trataba de un lugar habitado por gentes beatas que habían construido sus hogares en torno a la enorme y hermosa iglesia de San Miguel.
—Tenemos que ser discretos —aconsejó Barber—. Glastonbury está en manos de sacerdotes y éstos miran con desdén todo tipo de práctica médica, porque creen que Dios les ha encomendado no solo la cura de almas, sino también de los cuerpos.
Llegaron la mañana siguiente al domingo de Pentecostés, día que señalaba el final de la gozosa temporada de pascua y conmemoraba la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, fortaleciéndolos tras los nueve días de oración posteriores a la ascensión de Jesús al Cielo.
Rob vio entre los espectadores a no menos de cinco curas con cara de pocos amigos.
Barber y él hicieron juegos malabares con pelotas rojas que, con tono solemne, el cirujano barbero comparó con las lenguas de fuego que representaban el Espíritu Santo en los Hechos 2:3. Los asistentes se mostraron encantados con la prestidigitación y aplaudieron vigorosamente, pero guardaron silencio cuando Rob entonó
Pura gloría, alabanzas y honor
. Siempre le había gustado cantar. Aunque se le quebró la voz en la estrofa sobre los niños que hacían «sonar dulces hosannas» y le tembló en las notas muy agudas, lo hizo bien en cuanto sus piernas cesaron de estremecerse.
Barber extrajo reliquias sagradas de un destartalado baúl de fresno.
—Prestad atención, queridos amigos —dijo con lo que, según explicó más tarde a Rob, era su voz de monje.
Les mostró tierra y arena traídas a Inglaterra desde los montes Sinaí y de los Olivos; exhibió una astilla de la Vera Cruz y un trozo de la viga que había sustentado el sagrado pesebre; mostró agua del Jordán, un terrón de tierra de Getsemaní y restos de huesos que pertenecían a innumerables santos.
En seguida Rob lo reemplazó en la tarima y se quedó solo. Elevó la mirada al cielo, tal como le había indicado Barber, y entonó otro himno:
Creador de las estrellas de la noche,
luz eterna de tu pueblo,
Jesús, Redentor, sálvanos a todos,
y oye la llamada de tus siervos.
Tú, dolido de que la antigua maldición
condene a muerte un universo,
has encontrado la medicina, llena de gracia,
para salvar y curar una raza asolada.
Los congregados se emocionaron. Mientras aun suspiraban, Barber les mostró un frasco de la Panacea Universal.
—Amigos míos, del mismo modo que el Señor ha encontrado solaz para vuestro espíritu, yo he hallado la medicina para vuestro cuerpo.
Les contó la historia de vitalia, la hierba de la vida, que al parecer funcionaba igualmente bien para beatos y pecadores, ya que compraron vorazmente la Panacea e hicieron cola junto al biombo del cirujano barbero para consultas y tratamientos. Los atentos sacerdotes miraban furibundos, pero ya habían sido aplacados con regalos y apaciguados por el alarde religioso. Solo un clérigo viejecito planteo objeciones.
—No harás sangrías —ordenó severamente—. El arzobispo Teodoro ha escrito que resulta peligroso practicarlas cuando aumentan la luz de la luna y el influjo de las mareas.
Barber accedió prestamente a su petición.
Esa noche acamparon dominados por el júbilo. Barber hirvió en vino trozos de ternera de un tamaño digno de llevarse a la boca, hasta que quedaron blandos; añadió cebolla, un viejo nabo arrugado pero sano y judías y guisantes tiernos, condimentando el guiso con tomillo y una pizca de menta.
Aún quedaba un triángulo de un extraordinario queso de color claro comprado en Bridgwater, y después el cirujano barbero se sentó junto a la hoguera y, con gran satisfacción, contó el contenido de su caja.
Tal vez había llegado el momento de abordar un tema que pesaba constantemente en el espíritu de Rob.
—Barber —dijo.
—¿Hmmm?
—Barber, ¿cuándo iremos a Londres?
Concentrado en apilar las monedas, Barber lo apartó con un ademán, ya que no quería equivocarse en las cuentas.
—Más tarde —murmuró—. Dentro de un tiempo.
En Kingswood se le escaparon cuatro pelotas a Rob. Dejó caer otra en Langotsfield, pero esa fue la última vez, y después de que mediado junio ofrecieran diversión y tratamiento a los aldeanos de Redditch, ya no pasó varias horas diarias practicando malabarismos, pues los frecuentes espectáculos mantenían ágiles sus dedos y encendido su sentido del ritmo. Rápidamente se convirtió en un prestidigitador seguro de sí mismo. Sospechaba que con el tiempo aprendería a manipular seis pelotas, pero Barber no quiso saber nada de eso y prefirió que empleara el tiempo en ayudarle en el oficio de cirujano barbero.